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26. Hechos 27

Hechos Apostólicos es un estudio de la Edad Apostólica de la iglesia cristiana temprana. Es la continuación milagrosa de la obra de Jesús en el primer siglo, a través de la obra del Espíritu Santo y su iglesia. Presenta el ministerio de Pedro, de los doce apóstoles y de Pablo de Tarso, en su cumplimiento de la Gran Comisión desde el Día de Pentecostés hasta llevar el evangelio a Roma, el capital del mundo.

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56.

CAPITULO 29: EL VIAJE

Léase Hechos 27.

Preguntas de Preparación

1.  ¿Qué trato recibió Pablo en su viaje a Roma?

2. ¿Cómo demostró Pablo ser hombre de influencia?

3. ¿Cómo salvó Pablo las vidas de sus compañeros de viaje?

Introducción

Con el objeto de evitar un juicio que no hubiera sido impar­cial, Pablo había apelado a César. Festo no podía hacer otra cosa sino enviarle a Roma, aunque tanto él como Agripa estaban de acuerdo en que no había razón para matar a Pablo o para encarcelarle. Así pues, Festo entregó a Pablo junto con otros prisioneros, a un centurión llamado Julio, para que éste le lle­vase a Roma para comparecer ante César.

1. El Viaje a Creta

En aquella época, los barcos no cruzaban directamente el Mar Mediterráneo. Se consideraba esto un viaje demasiado peligroso. Mas bien, los barcos navegarían por la costa, yendo de puerto en puerto, nunca alejándose de tierra firme. Se hicie­ron arreglos para que los prisioneros abordaran un barco que viajaba al norte, por los puertos de la costa de Asia. Más tarde serían pasados a un barco con destino a Roma.

A Pablo le trataron muy bien. Permitieron que fuera acom­pañado por un amigo, Aristarco. Lucas, el autor de Hechos, también viajó a Roma con Pablo. Esto lo sabemos porque usa "nosotros" al describir el viaje de Cesárea a Roma. Después de navegar todo un día arribaron a Sidón; donde el centurión per­mitió a Pablo abandonar el barco, visitar a sus amigos y recibir provisiones de ellos. Por lo visto, a Pablo no se le consideraba como un criminal común o de peligro.

Después de que el barco había zarpado de Sidón y habían navegado rumbo al norte, los marineros no pudieron seguir el rumbo que habían planeado. Los vientos eran fuertes y venían del oeste. Por lo tanto, en vez de navegar hacia el sur de Chipre, como hubieran hecho en circunstancias ordinarias, se vieron obligados a ir hacia el norte, orillando las costas de Cilicia y de Panfilia, hasta que al fin pudieron alcanzar el puerto de Mira, en la provincia de Licia. Encontraron ahí un barco de Alejan­dría, de Egipto, que se dirigía hacia Italia. Probablemente, éste era uno de los muchos barcos graneros, que llevaban comestibles a la capital. Tan pronto como salieron de Mira, los marineros comenzaron a tener muchas dificultades. El viento estaba en su contra, y tuvieron que navegar en forma muy lenta, hasta llegar a Gnido. Desde allí el viento ya no les permitió seguir en direc­ción al oeste. Así que se viraron hacia el sur, y pasaron debajo de Creta, orillando la costa sur de aquella isla, hasta llegar a un lugar llamado Buenos Puertos.

2.  La Tempestad

Ya los vientos contrarios habían hecho perder mucho tiempo al barco, y la travesía se hacía más peligrosa cada día al apro­ximarse el invierno. En aquellos días toda navegación se suspendía durante el invierno. Era costumbre que al llegar el in­vierno, los barcos buscaran puerto y ahí se quedaran.

Pablo aconsejó al capitán y al centurión que no deberían se­guir adelante, sino que deberían invernar en Buenos Puertos. Dijo que si continuaban el viaje, perderían la carga, y posible­mente hasta la vida misma. Pero al capitán no le pareció la idea de invernar en Buenos Puertos, por ser incómodo el puerto. Tanto él como su tripulación querían tratar de llegar a Fenice, un puerto en el lado poniente de la isla de Creta, en donde sí ten­drían mayores facilidades para pasar el invierno.

Es interesante notar que Pablo, a pesar de ser un prisionero, daba consejo aun al jefe de los soldados y al capitán del barco. Pablo claramente gozaba de mucha libertad de movimiento, y también hacía sentir su influencia en la embarcación. Su influen­cia se debía no sólo a que era un cristiano; sino más bien a que se comportaba como un hombre de gran sentido común y de mucha experiencia en el mar. Por eso, los encargados le permi­tían que diese sus ideas aunque no siempre le aceptaron sus su­gestiones.

Cuando comenzó a soplar un viento suave del sur, los marineros creyeron que había llegado su oportunidad. Levantaron el ancla, y navegaron por la isla de Creta, sin alejarse de la costa. Pero repentinamente cambió el viento, y un noreste que venía de tierra les agarró, les alejó de la isla y les arrojó a la alta mar ya embravecida. Sin poder luchar en contra del viento, los marineros tuvieron que ceder y se dejaron llevar por él. Lograron entrar a la protección de una pequeña isla llamada Clauda, y pudieron entonces tomar medidas para asegurar un poco más el barco. Tendieron sogas debajo del barco para ceñir las maderas y evitar que las olas las arrancasen. Luego, por temor de que iban a dar en la Sirte, una zona al norte de la costa de África donde muchos barcos habían naufragado, "arriaron las velas y quedaron a la deriva" (27:17). Como la tormenta seguía con toda su fuerza, echaron toda la carga al mar, y unos días después, hasta los aparejos de la nave. Después de ser llevados por muchos días, sin poder ver ni el sol ni las estrellas, perdieron la esperanza de salir de esta tempestad con vida. Fue en este momento, en el que toda esperanza se había esfu­mado, que Pablo se paró delante de todos y les animó. Les recor­dó que él les había dicho que no saliesen de Buenos Puertos, pero ahora les dijo que aunque se iba a perder la nave, ninguno de ellos perdería la vida. Dios le había enviado un ángel esa noche para animarle y prometerle que, por causa de él, todos los que navegaban con él se salvarían. "Con todo", dijo Pablo, "es nece­sario que demos en alguna isla" (27:26).

3. El Naufragio

Después de haber estado luchando en alta mar 15 días, los marineros, conocedores del mar, se dieron cuenta de que se esta­ban acercando a alguna tierra. Echaron la sonda y descubrieron que la profundidad era de veinte brazas (36 metros). Un poco después volvieron a sondear, y estaban a quince brazas (27 metros). Al estarse acercando a alguna costa en la oscuridad de la medianoche, y para no estrellarse contra las rocas, echaron cuatro anclas de la parte trasera del barco, y esperaron que llegase el día. Unos de la tripulación decidieron salvarse a sí mismos a costa de los demás. Pretendieron estar bajando un ancla en la parte delantera del barco, pero en realidad estaban preparando a echar la barca de salvamento en el que esperaban llegar a salvo a tierra. Pablo avisó al centurión, y le advirtió,

"Si éstos no permanecen en la nave, vosotros no podéis salvaros" (27:31). El centurión entonces ordenó a los marineros a que cortasen las sogas del bote salvavidas, dejándolo ir en el mar, obligando así a que los marineros se quedasen en la nave junto con los demás.

En la madrugada, Pablo animó a todos los que estaban con él a comer. Habían pasado quince días sin alimento; y todos estaban muy débiles. Ahora Pablo les dijo: "Por tanto, os ruego que comáis por vuestra salud; pues ni aun un cabello de la cabeza de ninguno de vosotros perecerá" (27:34). Al decir esto, tomó pan, dio gracias a Dios y comenzó a comer. Los compañeros de viaje, animados por el ejemplo de Pablo, hicieron lo mismo que él. Después de que todos comieron, echaron al mar el resto de los víveres, para aligerar la nave para la pretendida maniobra de tocar tierra.

Al amanecer, pudieron distinguir la costa, pero no reconocie­ron la tierra. Vieron una bahía que tenía una playa, y los mari­neros, pensando poder hacer llegar hasta allá la nave, cortaron las anclas, soltaron el timón y se enfilaron hacia la playa. Pero antes de que pudieran llegar, pasaron sobre un bajo en el agua, donde se unían dos corrientes, y ahí encallaron. La popa del barco comenzó a hacerse pedazos por las olas, y pronto la nave comenzó a hundirse.

En este momento los soldados quisieron matar a los prisione­ros. Bajo la ley romana, los soldados eran responsables por los prisioneros, y si alguno escapaba, muchas veces se castigaba al soldado responsable con la muerte, por causa de su negligencia. Pero el centurión salvó a los prisioneros, puesto que quería sal­var a Pablo, por quien sentía ya mucho respeto. Ordenó brincar al mar a todos los que sabían nadar, y a aquellos que no podían hacerlo que agarraran tablas o pedazos de la nave, para poder flotar, y así llegar hasta la playa. De esta forma, aunque la nave se perdió, todos llegaron a salvo, tal como había sido dicho por Pablo.  

57.

Comentario a Hechos de los Apóstoles
Capítulo 27

Este relato del viaje de Pablo a Roma nos da una de las narraciones más interesantes y realistas sobre un viaje marítimo y un naufragio que se puedan encontrar en cualquier lugar de la literatura antigua. Lucas usa la primera persona del plural a través de todo el pasaje, por lo que se ve claramente que fue testigo ocular de todo.

Vientos contrarios (27:1-8)

Cuando se decidió que habíamos de navegar para Italia, entregaron a Pablo y a algunos otros presos a un centurión llamado Julio, de la compañía Augusta. Y embarcándonos en una nave adramitena que iba a tocar los puertos de Asia, zarpamos, estando con nosotros Aristarco, macedonio de Tesalónica. Al otro día llegamos a Sidón; y Julio, tratando humanamente a Pablo, le permitió que fuese a los amigos, para ser atendido por ellos. Y haciéndonos a la vela desde allí, navegamos a sotavento de Chipre, porque los vientos eran contrarios.

Habiendo atravesado el mar frente a Cilicia y Panfilia, arribamos a Mira, ciudad de Licia. Y hallando allí el centurión una nave alejandrina que zarpaba para Italia, nos embarcó en ella. Navegando muchos días despacio, y llegando a duras penas frente a Gnido, porque nos impedía el viento, navegamos a sotavento de Creta, frente a Salmón. Y costeándola con dificultad, llegamos a un lugar que llaman Buenos Puertos, cerca del cual estaba la ciudad de Lasea.

Para hacer el viaje desde Cesárea hasta Italia, Pablo y otros prisioneros fueron puestos en manos de un centurión llamado Julio, que pertenecía a la cohorte de Augusto. Primeramente tomaron un barco de Adramitio, puerto de Misia al sureste de Troas. Iba rumbo a la costa del Asia Menor.

Lucas subió a este barco también para estar con Pablo. Así hizo Aristarco, un creyente macedonio de Tesalónica. Lo acompañaron para ayudarlo y servirlo en todas las formas que pudieran. Es decir, que Pablo no viajaba como un prisionero ordinario. Tenía amigos. Al día siguiente en Sidón, Julio, tratando a Pablo con bondad humanitaria, le permitió que fuera a sus amigos del lugar para que lo atendieran. Después, batallando contra los vientos del oeste, zarparon con rumbo al este y al norte de Chipre, a Mira, en Licia, la parte más al sur de la provincia de Asia.

En Mira, el centurión hizo pasar a Pablo y a sus amigos a un barco de Alejandría que iba a salir con rumbo a Italia con un cargamento de trigo. (Vea el versículo 38.) Egipto era la principal fuente de trigo de la ciudad de Roma, y estos barcos, que transportaban trigo, eran considerados muy importantes.

Los vientos siguieron contrarios, y navegaron muy lentamente tratando de llegar a Gnido, en la costa de Coria, al suroeste del Asia Menor, Sin embargo, los vientos del noroeste no los dejaron llegar allí. Fueron arrastrados a sotavento de Creta, es decir, a lo largo de su costa oriental. Después, tuvieron que luchar a todo lo largo de la costa sur hasta llegar a un lugar llamado "Buenos Puertos".

Atrapados en una tormenta (27:9-20)

Y habiendo pasado mucho tiempo, y siendo ya peligrosa la navegación, por haber pasado ya el ayuno. Pablo les amonestaba, diciéndoles: Varones, veo que la navegación va a ser con perjuicio y mucha pérdida, no sólo del cargamento y de la nave, sino también de nuestras personas. Pero el centurión daba más crédito al piloto y al patrón de la nave, que a lo que Pablo decía. Y siendo incómodo el puerto para invernar, la mayoría acordó zarpar también de allí, por si pudiesen arribar a Fenice, puerto de Creta que mira al nordeste y sudeste, e invernar allí.

Y soplando una brisa del sur, pareciéndoles que ya tenían lo que deseaban, levaron anclas e iban costeando Creta. Pero no mucho después dio contra la nave un viento huracanado llamado Euroclidón. Y siendo arrebatada la nave, y no pudiendo poner proa al viento, nos abandonamos a él y nos dejamos llevar. Y habiendo corrido a sotavento de una pequeña isla llamada Clauda, con dificultad pudimos recoger el esquife. Y una vez subido a bordo, usaron de refuerzos para ceñir la nave; y teniendo temor de dar en la Sirte, amaron las velas y quedaron a la deriva. Pero siendo combatidos por una furiosa tempestad, al día siguiente empezaron a alijar, y al tercer día con nuestras propias manos arrojamos los aparejos de la nave. Y no apareciendo ni sol ni estrellas por muchos días, y acosados por una tempestad no pequeña, ya habíamos perdido toda esperanza de salvamos.

Debido a que había pasado mucho tiempo y el ayuno (el día de Expiación, que en el año 59 d.C. fue el 5 de octubre) también había pasado. Pablo reconoció que sería peligroso continuar su viaje. Ya había estado en tres naufragios (2 Corintios 11:25), y sabía lo peligrosas que podían ser las tormentas de invierno. Por esto, fue a los que estaban al mando del barco y les aconsejó sobre la certeza de las pérdidas, no sólo del cargamento y la nave, sino también de vidas.

Sin embargo, el centurión se dejó persuadir por el piloto y el capitán (dueño) de la nave, que querían seguir adelante. Aquel puerto no era bueno para pasar el invierno en él, de manera que la mayoría aconsejó tratar de alcanzar Fenice (actualmente Fínika), un puerto situado más al este que estaba mejor ubicado, ya vinieran los vientos del noroeste o del suroeste.

Un suave viento del sur persuadió al centurión y a los demás de que podrían llegar hasta Fenice, de manera que zarparon con rumbo oeste, manteniéndose cerca de la costa sur de Creta. Los marineros trataron de poner proa al viento, pero era demasiado fuerte. Por esto, tuvieron que abandonarse a él y dejarse llevar a donde el viento quisiera.

El sotavento (lado sur) de una pequeña isla llamada Clauda, les dio un pequeño alivio temporal. Aun así, les era difícil volver a tomar el control del esquife, el pequeño bote que arrastraba el barco. Después de subir el bote abordo, usaron refuerzos para ceñir la nave. Es decir, ataron cables verticalmente alrededor del barco para tratar de impedir que los maderos hicieran demasiada fuerza o se soltaran.

Entonces, temerosos de ser desviados de su curso rumbo a la Sirte, banco de arenas movedizas situado a las afueras de la costa del norte de África, al oeste de Cirene, arriaron las velas (o probablemente la gavia) y quedaron así a la deriva.

Al día siguiente, puesto que aún se hallaban dentro de la tormenta, comenzaron a tirar cosas por la borda para aligerar el barco. De ordinario esto significaría lanzar al agua parte del cargamento. Sin embargo, el cargamento de trigo de este barco era tan importante para Roma, que era la última cosa de la que se podían liberar. Es probable que comenzaran con el equipaje personal y los muebles de la cabina.

Al tercer día (según su forma de contar, el día siguiente a aquél en que habían comenzado a tirar las cosas por la borda), con sus propias manos arrojaron los aparejos de la nave (entre los cuales iría probablemente el palo mayor del barco).

La tormenta siguió muchos días (probablemente once: vea el versículo 20). Sin poder ver el sol, la luna ni las estrellas, no tenían forma alguna de saber dónde se hallaban. Finalmente, mientras esta gran tormenta invernal seguía azotándolos, perdieron toda esperanza de salvar la vida.

La visión de Pablo les da ánimos (27:21-37)

Entonces Pablo, como hacía ya mucho que no comíamos, puesto en pie en medio de ellos, dijo: Habría sido por cierto conveniente, oh varones, haberme oído, y no zarpar de Creta tan sólo para recibir este perjuicio y pérdida. Pero ahora os exhorto a tener buen ánimo, pues no habrá ninguna pérdida de vida entre vosotros, sino solamente de la nave. Porque esta noche ha estado conmigo el ángel del Dios de quién soy y a quien sirvo, diciendo: Pablo, no temas; es necesario que comparezcas ante César; y he aquí. Dios te ha concedido todos los que navegan contigo. Por tanto, oh varones, tened buen ánimo; porque yo confió en Dios que será así como se me ha dicho. Con todo, es necesario que demos en alguna isla.

Venida la decimocuarta noche, y siendo llevados a través del mar Adriático, a la medianoche los marineros sospecharon que estaban cerca de tierra; y echando la sonda, hallaron veinte brazas; y pasando un poco más adelante, volviendo a echar la sonda, hallaron quince brazas. Y temiendo dar en escollos, echaron cuatro anclas por la popa, y ansiaban que se hiciese de día. Entonces los marineros procuraron huir de la nave, y echando el esquife al mar, aparentaban como que querían largar las anclas de proa. Pero Pablo dijo al centurión y a los soldados: Si éstos no permanecen en la nave, vosotros no podéis salvaros. Entonces los soldados cortaron las amarras del esquife y lo dejaron perderse.

Cuando comenzó a amanecer. Pablo exhortaba a todos que comiesen, diciendo: Este es el decimocuarto día que veláis y permanecéis en ayunas, sin comer nada. Por tanto, os ruego que comáis por vuestra salud; pues ni aun un cabello de la cabeza de ninguno de vosotros perecerá. Y habiendo dicho esto, tomó el pan y dio gradas a Dios en presencia de todos, y partiéndolo, comenzó a comer. Entonces todos, teniendo ya mejor ánimo, comieron también. Y éramos todas las personas en la nave doscientas setenta y seis.

Durante largo tiempo, las doscientas setenta y seis personas que iban en el barco (vea el versículo 37) no habían comido. La palabra griega podría significar que les había faltado la comida, pero en los versículos 34-36 se ve que todavía tenían comida a bordo. La palabra también puede significar abstinencia de comida por falta de apetito o por mareo. Debido a la tormenta, muchos de ellos deben haber estado mareados. Aun cuando una persona no esté mareada, el mareo de otros basta para causarle a cualquiera la pérdida del apetito.

Entonces, una noche, un ángel se le apareció a Pablo y le dio alientos diciéndole que dejara de temer. Era necesario (formaba parte del plan divino) que él compareciera ante el César, y Dios también le había concedido misericordiosamente a todos los que navegaban con él. No se perdería una sola vida; sólo se perdería el barco.

Pablo, antes de hablarles a los demás de esta seguridad recibida de Dios, les recordó las advertencias que él les había hecho antes de salir de Creta. No les estaba diciendo simplemente "¡Se lo dije!" Recordaba que se habían negado a oírlo antes; quería estar seguro de que lo escucharan ahora. Por esto captó su atención haciendo que admitieran (en su mente) que él estaba en lo cierto.

Entonces le dio la gloria a Dios, "de quién soy y a quien sirvo". Note también que comenzó exhortándolos a tener buen ánimo (tener valor y cobrar ánimos). Concluyó de la misma forma. Pero el motivo para que tuvieran valor era la fe de Pablo en Dios.

¡Qué espectáculo! Pablo, el prisionero, comunicándoles a los demás su fe: "Señores, yo creo en Dios." Sin embargo, añadió que naufragarían en las costas de una isla.

En la noche decimocuarta, todavía el viento los llevaba a la deriva en la dirección que soplaba, a través del mar Adriático (aquí este nombre se aplica a la parte del mar Mediterráneo situada al sureste de Italia, y no al que conocemos hoy como mar Adriático). Alrededor de la medianoche, los marineros sospecharon que se estaban acercando a tierra. 4 Por esto, tiraron una soga lastrada para sondear la profundidad y vieron que era de veinte brazas (36 metros). Poco después, posiblemente después de media hora, sondearon de nuevo y vieron que la profundidad era ahora de 15 brazas (27 metros).

Como tenían temor de que el barco se encallara entre las rocas y se destrozara antes de que pudieran escapar, echaron cuatro anclas por la popa y ansiaban (en griego, "oraban") que se hiciese de día. Es decir, oraban para que llegara el día antes de que el barco encallara.

Los marineros decidieron que sería peligroso esperar hasta entonces, así que buscaron la forma de huir del barco. Cuando fueron descubiertos, ya habían bajado al agua el esquife bajo el pretexto de lanzar anclas desde la proa del barco. Entonces Pablo le dijo al centurión que a menos que aquellos marineros se quedaran en el barco, no se podrían salvar. Como resultaría al final, hicieron falta para lograr que el barco encallara en el lugar mejor.

Los soldados que se hallaban a las órdenes del centurión cortaron entonces la soga que sostenía el esquife y dejaron que se perdiera en el mar. Pablo, el prisionero, había tomado el control de la situación debido a la necesidad.

Todavía al frente de la situación. Pablo tomó la iniciativa de exhortar a todos a que comiesen por su propia salud corporal y su bienestar. Les aseguró que no se perdería ni un cabello de la cabeza de ninguno de ellos. No sólo se salvarían, sino que saldrían ilesos. Después, sentó ejemplo tomando una hogaza de pan, dando gracias a Dios delante de todos ellos y comenzando a comer. Al ver esto, los doscientos setenta y cinco restantes tomaron valor, se sintieron inspirados por la esperanza, y comieron también.

El naufragio (27:38-44)

Y ya satisfechos, aligeraron la nave, echando el trigo al mar. Cuando se hizo de día, no reconocían la tierra, pero veían una ensenada que tenía playa, en la cual acordaron varar, si pudiesen, la nave. Cortando, pues, las anclas, las dejaron en el mar, largando también las amarras del timón; e izada al viento la vela de proa, enfilaron hacia la playa. Pero dando en un lugar de dos aguas, hicieron encallar la nave; y la proa, hincada, quedó inmóvil, y la popa se abría con la violencia del mar.

Entonces los soldados acordaron matar a los presos, para que ninguno se fugase nadando. Pero el centurión, queriendo salvar a Pablo, les impidió este intento, y mandó que los que pudiesen nadar se echasen los primeros, y saliesen a tierra; y los demás, parte en tablas, parte en cosas de la nave. Y así aconteció que todos se salvaron saliendo a tierra.

Después de que todos quedaron satisfechos con la comida, tiraron el trigo por la borda para que subiera la línea de flotación del barco. Esto los ayudaría a acercarse más a la orilla.

Cuando llegó la luz del día, no reconocieron aquella tierra. Sin embargo, lograron ver una ensenada y decidieron que si podían lograrlo, harían que el barco encallara en la playa que tenía. La bahía de San Pablo, tal como se la llama hoy en día, corresponde exactamente a las cosas relatadas en este capítulo.

Cortaron las anclas y las dejaron en el mar, porque esto también aligeraría el barco. Al mismo tiempo, largaron también las amarras del timón, izaron al viento la vela de proa y enfilaron hacia la playa.

En lugar de alcanzar la playa, llegaron por accidente a un lugar situado entre dos mares; un canal poco profundo y estrecho. La proa de la nave encalló en fango y arcilla, mientras que la popa comenzó a abrirse por la violencia de las olas.

Entonces los soldados hablaron entre sí, y su decisión fue matar a los prisioneros, no fueran a fugarse nadando. No obstante, como el centurión quería salvar a Pablo, evitó que llevaran a cabo sus propósitos. Después mandó que todo aquel que supiera nadar, saltara primero al agua para llegar a tierra. Los demás les siguieron, unos en tablas (tomadas del barco) y otros en cualquier cosa que pudieran hallar que flotara. De esta forma, todos llegaron sanos y salvos a tierra. Sin embargo, tal como lo había advertido Pablo, el barco se perdió por completo.

 

 
1. Hechos 1
2. Hechos 2,3
3. Hechos 4,5
4. Hechos 6,7
5. Hechos 8
6. Hechos 9a
7. Hechos 9b
8. Hechos 10
9. Hechos 11
10. Hechos 12
11. Hechos 13
12. Hechos 14
13. Sant./Gál.
14. Hechos 15
15. Hechos 16
16. Hechos 17
17. Hechos 18
18. Hechos 19
19. Cor./Rom.
20. Hechos 20
21. Hechos 21
22. Hechos 22
23. Hechos 23
24. Hechos 24
25. Hechos 25,26
26. Hechos 27
27. Hechos 28
 

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