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  17. Telarañas

Consejería Pastoral presenta los elementos básicos del arte de aconsejar  y define el lugar que esta actividad tiene dentro del ministerio pastoral. Considera los principios bíblicos y las bases psicológicas que sostienen a la consultoría pastoral. Examina casos reales tomados de la experiencia profesional  de  personas que pasan por dificultades vitales. Ofrece una guía de cómo dar orientación  de manera sencilla y eficaz.

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8. Quitando telarañas

           Hasta ahora he desarrollado el concepto de que la gente tiene sus necesidades y he analizado unos cuantos conceptos básicos acerca del pensar. Mi propósito en el presente capítulo es investigar cómo puede un consejero, pertrechado con dichas ideas fundamentales, comprender la enrevesada lista de problemas que se le presentan a diario en su despacho.

Viene una madre lamentándose: «Yo quiero a mi hija, pero pierdo la paciencia con ella. Se pone a veces tan insoportable que le pego fuerte en mis accesos de cólera. Ya sé que eso está mal. Ya me lo ha dicho mi pastor y ha insistido en que cese de hacerlo. Pero continúo haciéndolo, a pesar de saber que es algo terrible.» Un consejero bíblico se diría a sí mismo, mientras escucha a esta desconcertada madre: «Se ve que tiene una profunda necesidad de considerarse a sí misma como algo valioso. A fin de satisfacer dicha ne­cesidad, tiene que satisfacer las dos necesidades subordinadas a la primera, que son la importan­cia personal y la seguridad. No hay duda de que tiene un falso concepto acerca del modo de sa­tisfacer tales necesidades; está dependiendo de bases falsas. Ya lo veo, pero, ¿qué debo hacer ahora?» El objetivo del presente capítulo es re­llenar la no pequeña brecha que media entre los principios básicos y el problema concreto. Para llenar tal brecha es preciso analizar antes el de­sarrollo de la primera infancia. Frente al hechizo del momento presente, que podría hacernos ver la investigación de tal desarrollo histórico como algo tan innecesario (y, algunas veces, casi tan largo) como los cuarenta años del errabundo pe­regrinar por el desierto, el investigar los componentes genéticos de los problemas personales po­dría también parecer contrario a las normas bí­blicas. La mayoría de la gente está completamente desilusionada con la tradicional terapia de esos largos viajes de vuelta a la infancia, para escu­driñar las inconscientes fijaciones infantiles que contienen la clave de nuestros problemas de adul­tos. Behavioristas, gestaltistas, terapeutas del rea­lismo, rogerianos, existencialistas, mowrerianos y demás consejeros de esta laya, han objetado con­vincentemente al psicoanálisis ortodoxo que, sin un estudio detallado del contenido histórico (que se presupone cargado de emociones negativas, re­primidas en el inconsciente), no pueden tener lu­gar en una persona cambios de importancia. La Escritura insiste en la liberadora verdad de que no somos esclavos de nuestro pasado, sino de Cristo, quien nos ha liberado de la esclavitud de una naturaleza pecaminosa. El Señor posee un poder maravilloso para revolucionar nuestras vidas. El tomó a un individuo tan impetuoso y agresivo como Pedro y lo transformó (sin escu­driñar su infancia, que sepamos) en el tipo pater­nal, todavía lanzado, pero bien armado ahora de paciencia, que sus dos epístolas nos muestran. (Quizás sea más exacto decir que le cambió el Espíritu Santo en el día de Pentecostés, y de allí en adelante. (Nota del traductor).

 El apóstol Juan sufrió también una notable trans­formación: siendo un hombre vengativo (Lc. 9:54), excluyente (Lc. 9:49) y ambicioso (Mt. 20:21), fue transformado en el tierno apóstol del amor. El tiempo que pasó con Jesús cambió su personalidad. La lista de tipos de conducta pe­caminosa registrados en 1Cor. 6:9, 10; es larga y deprimente. Pablo añade: «Y esto erais algunos», en tiempo pasado. Aquellas gentes habían cam­biado. ¿Cómo? Allegándose al Salvador y echando mano del poder de Su Espíritu para llegar a ser conformes a la imagen del Hijo de Dios. Podría­mos presentar innumerables testimonios de ma­ridos borrachos, mentirosos, estafadores, coléri­cos, etc., como prueba de la realidad del grandioso poder de Dios para cambiar profundamente a las personas.

El consejero bíblico debe acometer su tarea pro­fundamente convencido de estas apasionantes ver­dades. Pero necesita algo más. Necesita compren­der con precisión cuál es el problema que está impidiendo a su cliente el experimentar el trans­formante poder de Dios. Sabe que la transforma­ción se realiza mediante la renovación de la men­te, a fuerza de pensar ideas exactas, basadas en la realidad de Dios. Necesitará conocer con exac­titud cuál es el proceso mental del cliente que le está creando el problema. Y a fin de conocer lo que el cliente piensa de momento, le ayudará mucho el comprender cómo aprende la gente a pensar de una manera determinada acerca del modo como sus necesidades pueden verse satis­fechas. La Historia cobra su importancia cuando contribuye a que comprendamos el presente o, más exactamente, el actual pensar erróneo que late tras el comportamiento o los sentimientos de un determinado problema.

En los primeros años de su vida, los niños adquieren una impresión general acerca del mun­do, particularmente del mundo de las personas que les rodean. Unas les parecen amables; otras, dañosas; unas les quieren, otras no les hacen caso. Conforme comienzan a hablar, las primeras im­presiones generales e inarticuladas comienzan a revestirse de palabras y a desarrollar pensamien­tos o convicciones. Perciben el mundo de un modo más bien global e indiferenciado. Ven a todas las personas como revestidas de unas cualidades si­milares a las de los adultos que más relevancia tienen en su vida infantil. Es en este mundillo de personas, conforme El lo percibe, donde el niño que va creciendo tiene que aprender algún modo de satisfacer sus profundas necesidades de importancia y seguridad personales. Proverbios 22:15 enseña que la necedad está ligada en el corazón del muchacho. Es natural que los niños anden buscando los modos de satisfacer sus ne­cesidades sin tener en cuenta a Dios. En esto consiste la necedad, pues no existen tales modos; pero los niños carecen de sensatez. No hay nin­guno que busque a Dios, ni los de usted ni los míos. Los niños toman como una verdad la men­tira de Satanás a Eva de que «tú puedes satisfacer tus necesidades según tus caprichos; decide tú misma el curso de tus acciones; mira por ti misma; si deseas ser dichosa, insiste en tener las cosas del mundo que a ti te plazcan». El pecado original está produciendo su efecto mortífero en las mentes de los niños desde el momento en que nacen. El comportamiento de los niños traiciona su modo de pensar: «Me quedaré satisfecho si me dan una zurra cada vez que yo grite.» Con­forme el niño comienza a andar y luego es ya un escolar, su mente va ideando cuál es el mejor método para satisfacer su necesidad de tenerse a sí mismo como persona importante: «Si tengo la más primorosa bicicleta del barrio, si consigo que mamá se fije en mí más que en mi hermano, si gano en el juego de damas, etc.» Parece ser que, conforme el tiempo va pasando, cada per­sona va desarrollando una creencia general que se convierte en la actividad rectora de todo su comportamiento. Adler llama a esto una ficción rectora, un sentido erróneo acerca del mejor modo de compensar el sentimiento de inferiori­dad, una falsa creencia que influye decisivamente en lo que se hace o se deja de hacer. Tim La Haye ha escrito un interesante estudio sobre los diver­sos temperamentos, resucitando la idea hipocrática de que cada uno tiene un estilo personal relativamente fijo. La mayoría de los padres es­tarán de acuerdo en que, a pesar de la semejanza en el procedimiento de educar a sus hijos, cada uno desarrolla una personalidad única, profun­damente individualizada. Sin entrar en discusio­nes acerca del porcentaje de importancia que co­rresponde a la herencia y a la educación, me atrevería a decir que los diversos estilos de per­sonalidad se explican, en parte, cuando se com­prende: 1) el modo cómo un niño percibe su mundo; 2) cuál piensa él que es el mejor modo de maniobrar en este mundo para conseguir las satisfacciones que necesita. Una simple experien­cia de un penoso trauma puede enseñar a un niño susceptible que «la gente hace daño o perjudica». El mejor modo de desenvolverse en un mundo lleno de gente dañosa es andarse con precaución. Como resultado de no tener jamás una relación cálida y abierta con otras personas, dicho sujeto nunca podrá experimentar el gozo alentador de una relación interpersonal de mutua solicitud e intimidad. Quizás es éste uno de los géneros de trasfondo que produce el tipo de individuo mal­humorado, ensimismado y melancólico que des­cribe La Haye.

Los dos puntos críticos que es necesario enten­der son: primero, que cada uno de nosotros tien­de a percibir inconscientemente a la gente (al menos al mundillo de la gente más próximo a no­sotros) de un modo más bien estereotipado, según lo aprendimos en la niñez; segundo, que seguimos manteniendo una convicción básica acerca del módulo de conducta que nos parece más adecuado para satisfacer nuestras necesidades dentro del mundo que nos rodea. En la medida en que dicha convicción sea errónea, tendremos problemas en nuestra vida.

Para ilustrar este pensamiento, vamos a volver al caso de la madre que pierde el control sobre su hija. Antes de que traspase el umbral de su despacho, ya sabe el consejero bíblico que ella tiene profundas necesidades personales que pro­bablemente no están debidamente satisfechas (son muy pocas las personas que vienen a un consejero a decirle lo felices que son), y que, por tanto, debe de estar actuando conforme a falsos presu­puestos acerca del modo adecuado de satisfacer dichas necesidades. Unas simples y directas pre­guntas que se le ocurran al consejero al primer golpe de vista pueden servir para revelar la per­tinente información que seguirá después. La ma­dre era un tipo de mujer fría, sin afecto y poco expansiva. El padre era D. Neutral y raras veces aparecía por casa. De estos pocos factores podría sacarse con bastante probabilidad la conclusión de que el mundo de su niñez poseía pocos atrac­tivos.

La posterior lista de preguntas habría de hacer­se respecto a los módulos de conducta que un niño o niña con un entorno de tales característi­cas, podría creer que eran los más eficientes para satisfacer sus necesidades. Conforme iba crecien­do, podría descubrirse que las únicas cosas por las que pudo atraer la atención de otras personas eran su habilidad para organizar con éxito las actividades de un club o un guateque con los amigos o, a lo más, para estudiar de lo lindo a fin de conseguir buenas notas. Así es cómo llega a la siguiente conclusión: «Me voy a considerar a mí misma como persona importante si puedo arreglármelas para organizar cosas, porque lo único que me ha merecido alguna atención por parte de mis padres ha sido la habilidad en organizar algo.» Más tarde se casa, aferrándose todavía a su falsa presuposición. Quizá se unirá a un hom­bre más bien dócil, al que cree que podrá manejar a su gusto. Durante algún tiempo, parece tener éxito en su vida matrimonial y se siente relati­vamente segura, aunque, sin un amor incondicio­nal al Señor que pueda llenar su corazón, se en­contrará a sí misma bajo una constante presión para continuar demostrando sus habilidades a fin de mantener su sentimiento de seguridad. Luego viene al mundo su hija. El bebé se encuentra a gusto en brazos de su madre, tiene para ella (su base de aprovisionamiento) más sonrisas que para ninguna otra persona y la madre se siente estu­pendamente competente en su nuevo papel y fe­lizmente segura.

Tan pronto como pasan unos pocos años, la madre se percata más y más del desconcertante comportamiento de su hija, la cual no es tan obediente como debiera, ni se comporta en mu­chas cosas como sería el deseo de su madre. Qui­zás el padre se limita a comentar negativa e im­prudentemente que la hija parece escapar a todo control o critica cosas que hace la madre. Enton­ces la madre se ve amenazada y reacciona con una especie de pánico, de frustración, etc., casi de histeria. Lo que se halla en juego es la nece­sidad de seguridad que la madre siente. Cada caso de mala conducta por parte de la hija se con­vierte a los ojos de la madre en un reto a su competencia y, como quiera que su seguridad esté ligada a su sentimiento de competencia, sus más profundas necesidades personales quedan también implicadas. Todo esto le ocurre a causa de un concepto erróneo e insensato sobre el modo de obtener su seguridad personal. Por eso redobla sus esfuerzos por controlar a su hija. Resulta fá­cil el predecir que la hija opondrá más y más re­sistencia a esa mayor presión, hasta resultar cada vez más difícil de controlar. La madre empieza a salirse de sus casillas y a sufrir accesos de his­teria, precisamente lo contrario de la mujer tran­quila y competente que se había propuesto ser. Al sentirse frustrada, se enfurece contra el obs­táculo que se opone a la realización de sus deseos, es decir, contra su ingobernable hija; y así es cómo se desarrolla el problema.

Mowrer habla de la «paradoja neurótica». ¿Por qué se comporta la gente de unas maneras que son obviamente ineficaces para producir los resul­tados que se desea obtener? Creo que la respues­ta es clara: porque está creyendo una mentira, una errónea suposición acerca del modo de sa­tisfacer sus necesidades, y se comportan en con­secuencia con tal suposición. Como su estabilidad psicológica (que depende del sentimiento de la propia importancia) está en juego, siguen to­zudamente manteniendo su falsa creencia. Pero, al ser erróneo su pensar, su conducta no puede conducirles a la satisfacción de su necesidad.

¿Qué es lo que el consejero bíblico podría de­cir a esta madre frustrada? «Usted necesita sen­tirse segura. Usted ha aprendido que el modo de sentirse segura es poder manejar las cosas efi­cientemente, desplegando así su competencia y ganándose el reconocimiento de los demás. En pri­mer lugar, esta creencia es simplemente incorrec­ta, según veremos más tarde. En segundo lugar, su creencia carece de eficacia, pues le lleva a es­forzarse sin éxito por controlar a su hija. Ahora bien, ¿qué necesidades está usted tratando de sa­tisfacer cuando corrige o amonesta a su hija? ¿Las de su hija o las de usted misma? Sin duda, las de usted. Por eso su hija se siente manipula­da por usted, y así es en efecto, pues se percata de que usted quiere que sea buena, no por el bien de ella, sino por quedar usted satisfecha. Y eso contribuye a que ella se sienta insegura. Y está ahora aprendiendo a compensar su inseguridad a base de luchar contra usted, para no verse arras­trada a una situación familiar en la que ella queda reducida a la condición de un mero objeto, en vez de ser una persona. ¿Se da usted cuenta, por tan­to, de que el actuar según su creencia resulta sim­plemente ineficaz para hacer que su hija le obe­dezca por fin? Pero todavía nos queda un proble­ma por resolver: si el método que usted emplea para satisfacer su necesidad de seguridad carece de eficacia, ¿qué método habría de emplear? La respuesta depende de la primera observación que le hice: que su creencia es simplemente incorrec­ta. La seguridad no se alcanza por el mero he­cho de tener éxito en controlar a una persona.»

Al llegar a este punto de la discusión, debe procederse a persuadirle de la necesidad real de un amor incondicional, presentando a renglón segui­do el evangelio del amor en Jesucristo. Debo aña­dir que está muy bien el darle al cliente una lec­ción acerca de lo que es un error o una equivo­cación. Sin embargo, una mini-conferencia pre­senta dos peligros: (1) que el cliente no preste atención a lo que usted le diga y se distraiga en otros pensamientos; (2) que el oírle la verdad a otra persona no tiene tanta eficacia como el ver la verdad por sí mismo. A veces, el método socrá­tico de conducir al cliente a que saque él mismo las correctas conclusiones es más efectivo. Las cuestiones de técnica necesitan ser discutidas a fondo en otra oportunidad.

Hay una gama tan variada de creencias inco­rrectas como personas hay en este mundo. Con todo, la formulación básica no varía: «Yo creo que me sentiré seguro y persona importante si...». Cuando el consejero consiga el final de la frase, tendrá una explicación del problema concreto del cliente.

Permítaseme poner otro ejemplo de lo enreda­das que están muchas marañas con el ovillo de unas creencias erróneas. (Los detalles están sufi­cientemente alterados para impedir una identifi­cación. Esté seguro el lector de que no me estoy refiriendo a nadie que él pueda pensar). Un joven de treinta y tres años me consultó acerca del serio problema que suponía ser un mentiroso crónico. Desde un punto de vista bíblico, debo llamar a la mentira pecado, no simplemente un síntoma de enfermedad mental del que mi paciente no sea responsable. No se sigue de esto que el aconsejar vaya a convertirse en un mero reprender el pe­cado y exhortar a la honestidad, aunque, por su­puesto, ambos elementos deben incluirse en cual­quier intento de aconsejar basado en la Escritura. Resulta interesante el notar que el apóstol Pablo, justamente antes de exhortarnos a vestirnos del nuevo hombre y a desechar la mentira (Ef. 4:24, 25), habla de la necesidad de renovarnos en el es­píritu de nuestra mente. El consejero bíblico ne­cesita meterse dentro de la mente de su cliente, para determinar qué clase de pensamiento es el que le está creando el problema. Si usted tiene una personalidad lo bastante fuerte y agresiva, quizá sea capaz de reprender el vicio con el sufi­ciente impacto como para producir un marcado descenso en el hábito de mentir. Pero con eso, no habrá resuelto usted el problema. La creencia errónea no habrá cambiado.

Un breve relato obtenido del cliente incluía la siguiente información pertinente: él era el más joven de los cinco hermanos, su padre era la figu­ra dominante del hogar, pero él no recordaba ninguna interrelación cálida con su padre. La madre era una persona tranquila y dulce, amaba a su hijo tiernamente. Quizás mimaba al más joven un poco más de la cuenta, viendo en él a su niño «especial». Los afanes perfeccionis­tas de su padre (y la severa disciplina en cual­quier caso de imperfección), combinados con la actitud de la madre de que «mi Juanito no come­terá ninguna falta», le introducían en un mundo donde el reconocimiento y la aprobación depen­dían de una conducta intachable. Si cometía pifia, su padre le castigaba en un acceso de ira y frustración; y si su madre le veía comportarse mal (de una manera demasiado obvia como para po­der echarle a otro las culpas), la desilusión que ella sufría era notoria y penosa. Así fue como se forjó su convicción básica: «Mis éxitos dependen de mi perfección. Cuando no me encuentre per­fecto, podré mantener mi sentido de suficiencia no admitiendo mi imperfección, y así no incurriré en un rechazo airado o en una mirada de triste desilusión.»

A causa de su errónea convicción, este joven experimentaba ahora el problema de la culpabili­dad. Se sentía obligado a mentir para proteger su suficiencia, y el mentir cae fuera del círculo que Dios ha programado para nuestras vidas. También le embargaba el problema del resentimiento, en especial contra sí mismo por no hallarse perfec­to. En lugar de aceptarse a sí mismo como un pe­cador quien, a pesar de sus pecados, es querido por un Dios lleno de misericordia y de amor, ha­bía llegado a odiar profundamente toda señal de imperfección, porque ello representaba una ame­naza contra su suficiencia. La ansiedad también era un problema para él. Se sabía imperfecto y estaba resentido de ello; se veía culpable de men­tir con el fin de ocultar su comportamiento reprensible. Siempre estaba temeroso de que se le sorprendiera in fraganti, lo cual le proporcionaba un desasosiego profundo y angustioso. Nótese cómo una convicción errónea e insensata había creado las tres raíces de los problemas persona­les: la culpabilidad, la ansiedad y el resenti­miento.

Esta forma de análisis no pretende reducir las dimensiones nefastas del pecado, provocando sim­patía hacia un pecador indebidamente educado. Más bien constituye un intento de clarificar mejor todos los aspectos del pecado, investigando bajo la cresta del iceberg —la mentira—, para ver la hondura de su base, una convicción incorrecta y pecaminosa. La fase diagnóstica del proceso cura­tivo, dentro del arte de aconsejar, está llamada a descubrir las falsas creencias que sirven de base a un módulo pecaminoso de comportamiento. El tratamiento propiamente dicho incluye el inculcar creencias correctas, el exhortar a conducirse de acuerdo con dichas creencias, y el mostrar cuá­les son los sentimientos de felicidad que una con­ducta correcta produce.

Apéndice al capítulo anterior

Permítaseme ahora describir en forma breve, esquemática, otros tres casos más, para su estu­dio. Lea usted la presentación del problema, las presuposiciones y la historia. Luego, antes de leer la raíz del problema y las observaciones, vea si puede completar la frase para cada paciente: «Me veré a mí mismo como algo valioso si...» Trate de encontrar una base para el resentimiento, la an­siedad, o la culpabilidad.

A. Presentación del problema: Un conflicto conyugal; la comunicación se ha venido abajo.

Presupuesto: El marido no es cariñoso y la es­posa no es sumisa, porque ninguno de los dos cree que las normas bíblicas les conducirían a realizarse. Cada uno trata de algún modo de sa­tisfacer sus respectivas necesidades mediante una conducta hostil, fría. El núcleo del problema re­side en un pensar equivocado.

Historia: Esposa: criada por un padre alcohó­lico y por una madre dominante. Nunca supo lo que es estar segura de un amor paternal cons­tante: él prometía mucho y daba poco.

Marido: Criado por un padre estricto y extre­madamente áspero y por una madre débil y ex­tremadamente dócil. Recuerda haber sido azotado severamente (por cosas fútiles) enfrente de sus hermanitos. Se juró a sí mismo: «No me dejaré controlar por nadie mientras viva.»

Raíz del problema:

Esposa: CREENCIA EQUIVOCADA: Necesito que se muestre el afecto cariñoso que nunca he tenido. Si mi marido no hace nada por mí, ello indica que no me quiere y, por tanto, que no tengo ningún valor para él.

RESUMIENDO: Ligada emocionalmente a su padre, a causa de su ojeriza contra él. Trata de resarcirse al presente del problema, encadenán­dose al pasado por medio del resentimiento. Se resiente de la menor indelicadeza por parte del marido, pues eso le hace sentirse amenazada, de acuerdo con su modo de pensar, en sus más pro­fundas necesidades personales.

Marido: CREENCIA EQUIVOCADA: Sólo pue­do considerarme como un hombre (independiente, importante, etc.), si no me someto a los requeri­mientos de nadie.

ANSIEDAD: Miedo de ser dominado.

RESENTIMIENTO: Contra su padre por azo­tarle y contra su mujer por tratar de dominarle (exigiéndole un besito, etcétera).

Ambos experimentaban sentimientos de culpa­bilidad por conducirse de acuerdo con sus peca­minosas opiniones. Ella continuaba ejerciendo una presión creciente y sintiéndose frustrada en sus manipulaciones. El resistía a los requerimien­tos de ella retirándose airado; a veces, llegó a co­meter adulterio para demostrarse a sí mismo que ella no le dominaba.

Cada conversación se convertía en un intento de cambiar al otro, para satisfacer las necesida­des propias: «Tú debías ser más amable conmi­go»; «Tú no deberías tratar de dominarme.»

Observaciones:

  1. Una solución no cristiana podría  ofrecer algún alivio; el marido podría ver que el ser ama­ble con su mujer no significaba ser dominado, sino más bien una opción madura y responsable. A la mujer se le podría hacer ver que la frialdad del marido no indicaba un rechazo, sino una mera reacción por satisfacer sus propias necesidades. Si ella cambiase su actitud (no exigiendo demasiado), él se sentiría aliviado y presto a ser amable.
  2. Si este proceder consiguiera su efecto, to­davía quedaría por resolver el fondo del proble­ma: ella estaría aún dependiendo de él en cuanto a su propia seguridad, y él seguiría resistiéndo­se a someterse a ninguna autoridad. Las menta­lidades equivocadas de ambos continuarían ocasionando trastornos siempre que uno de los dos no se saliese con la suya.

Caso B. Presentación del problema: Rebeldía de un adolescente: un chico de diecisiete años, siempre en pugna con sus padres, quiere marchar­se de casa, dejar la escuela, conseguir un oficio y adquirir un piso. Ni las razones ni las intima­ciones han servido para nada.

Presupuestos: Se trata de un chico que lucha por aparecer importante por medio de esta conducta pecaminosa (desobediente) a causa de su mentalidad equivocada.

Historia: Su padre es un hombre competente, cariñoso y verdadero cabeza de familia; la madre es amable, apacible y bondadosa. Ambos, siempre pendientes del joven (el menor de cuatro herma­nos). Han intervenido en todas las decisiones que él ha tenido que tomar. El joven se entregó al Señor a los doce años, «con fervor» de neófito, desde entonces hasta poco después de haber cum­plido los dieciséis. Su rebeldía ha crecido gra­dualmente en los últimos catorce meses hasta lle­gar a las proporciones actuales.

Raíz del problema: CREENCIA ERRÓNEA: A fin de adquirir impor­tancia y respeto hacia mí mismo, necesito ser yo mismo, lo cual implica el tomar yo mis propias decisiones, en vez de seguir a papá como un corderito.

RESENTIMIENTO: Contra mi padre por brindarme tantos consejos (aunque buenos).

CULPABILIDAD: Una conducta pecaminosa con relación a sus padres. Ha tratado varias veces de cambiar, pero se enfada cada vez que su padre le da algún consejo (es una amenaza contra la importancia que él pretende).

La conducta de este chico era totalmente con­secuente con su mentalidad. Obrando en contra de lo que su padre sugería, lograba su objetivo de asegurar su importancia personal.

Observaciones: El aceptar a sus padres como agentes de Dios para conducirle a llevar una vida con sentido, exigía un criterio diferente acerca de la propia importancia: nuestra importancia se basa en cumplir la voluntad de Dios.

Caso C. Presentación del problema: Depresión: Dice una chica de veintitrés años: «Me odio a mí misma; mi tipo, mi personalidad, todo». Ha ma­nifestado pensamientos de suicidio.

Presupuestos: No me siente querida como ella es. Se ha encerrado en una depresión insociable, con algo de agitación y una vida superficial e indo­lente; por tanto, es menester preguntarse si sus síntomas son realmente un esfuerzo para llamar la atención o son más bien una mental reacción de desesperación frente a un sentimiento de ine­vitable menosprecio de sí misma.

Nótese respecto del suicidio: Cuando un pa­ciente está agitado y todavía disgustado, no lo da todo por perdido. El intento de suicidio, si llega a efectuarse, sería con toda probabilidad un gesto para manipular a los demás.

Cuando el paciente está simplemente «tranqui­lo», dispuesto a cooperar (según parece), el ries­go es mucho mayor, porque tal conducta refleja una actitud de carencia de toda esperanza. Esta clase de gente necesita con toda urgencia el men­saje bíblico de la esperanza (1Cor. 10:13).

Historia: «Fea como un coco» desde su naci­miento: problemas de piel, dentadura, ojos, tipo, pelo. Dos hermanitas, normalmente atractivas. El sentirse rechazada por los de su edad (comenta­rios, chistes, etc.) le ha llevado a la conclusión de que es inaceptable. La genuina aceptación por parte de sus padres aparece a sus ojos como algo forzado, insincero. Se ha deslizado gradualmente por la pendiente de la depresión hasta lo profun­do. No hay signos de que se libre de ella, confor­me esperaban sus padres.

Raíz del problema: FALSA CREENCIA: A fin de ser aceptada por alguien, necesito ser más agraciada. Sólo me sen­tiré segura cuando se me acepte por mis propios merecimientos. Como desmerezco tanto, nunca me sentiré segura. No abrigo esperanza alguna de sa­tisfacer mi necesidad: soy personalmente un ca­dáver.

RESENTIMIENTO: Contra compañeros y com­pañeras por rechazarla; contra sus padres por su cariño «forzado»; sobre todo, contra su propio físico, aprendió pronto a odiarse a sí misma.

Observaciones:

1. Si prescindimos del cristianismo, el afán humanista de animar a una persona a que se acepte a sí misma, es como meras palabras que se lleva el viento. «Tú estás tan bien como cual­quier otra». —No tanto como para ser aceptada—. «Lo exterior no importa, la belleza interior es la que cuenta». —Será muy buena la idea, pero no sirve para cambiar el hecho real de que un exte­rior desdichado produce en los demás una reac­ción penosa.

2. Sólo el reconocimiento de que un Dios amo­roso lo controla todo, puede proporcionar seguridad. El cristianismo provee una base razonable para decir «¡Gracias!», a pesar de todos los as­pectos negativos, pues produce una genuina acep­tación de sí mismo.

           Crabb, L. J., Principios Bíblicos del Arte de Aconsejar, graciasoberana.com

 
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