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  16. Problema

Consejería Pastoral presenta los elementos básicos del arte de aconsejar  y define el lugar que esta actividad tiene dentro del ministerio pastoral. Considera los principios bíblicos y las bases psicológicas que sostienen a la consultoría pastoral. Examina casos reales tomados de la experiencia profesional  de  personas que pasan por dificultades vitales. Ofrece una guía de cómo dar orientación  de manera sencilla y eficaz.

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7. La raíz del problema

           Uno de los puntos más debatidos en Psicología se refiere al papel que desempeña el pensamiento en la determinación de la conducta. Todos pare­cen estar de acuerdo en que la gente piensa, y que lo que piensa tiene importancia, pero son abundantes los diferentes puntos de vista acerca del grado de importancia que tiene el pensar y acerca de los motivos que impelen a la gente a pensar de un modo determinado. Voy a justifi­car la siguiente semi-técnica discusión acerca del pensar (el término «percepción» podría ser un vocablo más apropiado para lo que intento de­mostrar) afirmando mi fe en que la Biblia ense­ña que el punto de partida de todo problema emocional que no sea causado por una disfun­ción orgánica, es un problema de pensamiento, una creencia equivocada acerca del modo de sa­tisfacer las necesidades personales. Para compren­der adecuadamente los problemas en que la gen­te se mete, no tengo más remedio que desarrollar algunas ideas acerca del modo de pensar de la gente.

Freud habló del pensar como de un proceso primario; se refería a un modo de pensar mode­lado conforme al principio del placer (experimen­tar placer a toda costa), sin considerar para nada el principio de la realidad (qué es en realidad lo pensado). Si una madre no permite mamar a su bebé, surge en el niño un proceso secundario o pensamiento realista con que aceptar la dilación, tras el cual surge el intento de acortar el plazo o, si esto no le es posible, llega a aceptar la dilación. El proceso primario del pensamiento podría con­ducir a la alucinación de experimentar el disfrute de algo que no existía allí. Un continuado proce­so primario del pensamiento conduce a una per­sona a encerrarse en su mundo interior, privado e irreal, donde la satisfacción que se piensa como inalcanzable en la realidad, se puede alcanzar me­diante un esfuerzo de la imaginación o fantasía. El elemento que yo quiero subrayar aquí es el concepto de que la gente tiene capacidad para tratar de satisfacer sus necesidades por vías irracionales. El mundo de sus pensamientos co­mienza a incluir creencias e ideas desconectadas de una realidad que ellos perciben como un in­centivo para una satisfacción inalcanzable.

Rogers nos retrotrae diez pasos atrás al mini­mizar lo que una persona pueda pensar y enfoca su atención hacia los sentimientos. La frase «pro­blema emocional» refleja este énfasis en el plano sentimental de una persona. Rogers no cree que, para ayudar a una persona con problemas, se necesite algo más que ayudar a esta persona a que asimile sus sentimientos (y él quiere decir literalmente reacciones viscelares, no conocimientos sentimentales). Siempre que una persona, con buena intención, pero sin la debida formación profesional, trata de aconsejar a alguien, lo pri­mero que hace es preguntarle: «¿Cómo se siente usted?». La pregunta es correcta, pero ¿qué hará usted si le responde: «Me encuentro desastroso»? Los adeptos de Rogers responderían con un «Us­ted se siente muy decaído hoy». Si el cliente replica entonces: «Si así es. ¿Puede usted ayu­darme?», el consecuente y ejemplar consejero po­dría decirle: «Usted abriga la esperanza de que yo pueda servirle de ayuda». Yo sé de un aficio­nado a las teorías de Rogers que, en un papel de consejero académico de noveles universitarios, dicen que respondió a uno que le pidió consejo, con la siguiente perogrullada: «Usted está preo­cupado acerca de los cursos que le convendría tomar para pasar con éxito los exámenes de grado.»

Conste que yo me opongo a quienes, en nom­bre de las Escrituras, se niegan a escuchar ni una sola palabra de Rogers. No hay nada malo, y a veces mucho bueno, en reflejar delicada y cálida­mente los sentimientos de un cliente en un inten­to por comprenderle y (a menudo, igualmente im­portante) por ayudarle a sentirse comprendido. El problema de Rogers no está tanto en lo que hace cuanto en lo que deja de hacer. Si yo llevo mi coche al mecánico y le digo que los frenos no funcionan, es de suponer que me llevaría una agradable sorpresa al escuchar de sus labios: «¡Vaya contrariedad! Apuesto a que eso le preo­cupa de veras». Pero, si al pedirle yo que me los repare, pusiese él cálidamente la mano en mi hombro y me replicase con una sonrisa: «Usted se siente ansioso de veras por ver esto arreglado», supongo que mi agradable sorpresa inicial se tor­naría en desconfianza y frustración. Yo necesito su comprensión conceptual del problema y su consiguiente competencia en el arte de reparar mis frenos. Su simpatía es de apreciar, pero eso no basta; ¿por qué? Sencillamente, porque el co­che ha sido fabricado de acuerdo con un plan racional (aunque el descapotar alguno tienda a sembrar sospechas sobre lo correcto de tal su­posición) y su reparación exige una comprensión inteligente de dicho plan.

Ahora bien, es igualmente claro que la mayor parte de las cosas son producto de un plan o proyecto, o al menos funcionan de acuerdo con una cierta (aunque, a veces, no especificada) re­gularidad. Las cosas no parecen suceder al azar, sin más ni más. Cuando siento un dolor en el pecho, supongo que no es una ocurrencia casual que carece de causa y de remedio. Es posible que mi médico no sea capaz de diagnosticar la causa o que pueda equivocarse en prescribir el remedio, pero tanto él como todos los de su pro­fesión suponen que existe una causa. Francis Schaeffer ha hecho notar que la ciencia moderna está basada en la suposición de que en la naturaleza existen unas leyes discernibles y posibles de predecir. Yo necesito algo más que simpatía de parte de mi médico. Quiero que descubra la causa real de mi problema y que me prescriba lógica y científicamente (sobre la base de una re­gularidad previamente constatada) el tratamiento que haya de surtir efecto. Yo no supongo (nadie lo supone) que mis síntomas físicos sean algo que me ha sobrevenido al azar, por pura casualidad.

No hay absolutamente ninguna razón para su­poner a priori que los síntomas psíquicos (una conducta inadaptada, miedos irracionales, etcé­tera) respondan menos que los físicos a unas le­yes previamente programadas. En un determinado momento, un consejero necesita suministrar in­formación acerca de las normas que regulan una vida psíquica eficiente. En cambio, Rogers nos dice que habríamos de estimular a los pacientes a que marchen en la dirección que les indiquen sus «sentimientos viscerales». El suponer, como lo hacen los adeptos de Rogers, que no existe ninguna ley externa que sea de universal aplica­ción y a la que, por tanto, la gente deba some­terse, si es que desea disfrutar de salud personal (no precisamente física), equivale a sostener que cada una de las funciones de una persona es algo aparte y totalmente diferente de cualquiera otra que pueda operar en la naturaleza. Lo que estoy tratando de enfatizar es lo razonable que resulta el suponer que existe una verdadera realidad ex­terior que debemos conocer y a la que debemos ajustamos, si es que esperamos que nuestra psi­cología funcione de un modo eficiente.

Permítaseme reafirmar los dos puntos desarro­llados hasta ahora. Primero, que la gente puede evadirse de la realidad en su esfuerzo por satis­facer sus necesidades personales. Segundo, que existe de veras una realidad determinada a la que debemos ajustamos, si es que realmente he­mos de ver satisfechas nuestras necesidades.

La próxima observación que es preciso hacer, implica el discutir cómo el pensamiento influye en nuestros sentimientos y en nuestro comporta­miento. Los behavioristas o conductistas fisioló­gicos (externos) a estímulos que provienen del exterior. Como ya dijimos en el capítulo tercero, Skinner afirma que el ser humano es un cero en el terreno racional y emocional, y que en el interior de la mente humana no ocurre nada que tenga ningún sentido causal. Sostiene que todo lo que una persona hace es enteramente el resultado de una conjunción de fuerzas (y de la historia de esas fuerzas) que irrumpen y hacen su impacto sobre tal persona. Ahora bien, en un recuento fascinante de una serie de experimentos, Don Dulany ha reunido evidencia suficiente de que el modo como una persona interpreta su medio am­biente, lo que ella cree que existe en ese su mun­do y los valores que asigna a los diversos ele­mentos de su entorno, influyen decisivamente en su comportamiento y de hecho controlan su con­ducta. Este señor ha sistematizado sus ideas en lo que él llama la teoría del control proposicional. Las proposiciones (es decir, los juicios lógi­cos) que una persona alberga en su mente, esto es, lo que él se dice a sí mismo en su interior, es lo que controla directamente todo cuanto él hace después en cada situación. Albert Ellis da un paso más y asegura que estas expresiones internas de una persona (en lo que consiste realmente el pen­sar) no sólo controlan la conducta de esa perso­na, sino también sus sentimientos. El modo en que una persona enjuicia un suceso determinado (aquello es terrible, esto es estupendo, etc.) de­termina el modo con que tal persona reaccionará emocionalmente ante tal suceso. Por ejemplo, si un allegado nuestro a quien queremos (llamémos­le A) se muere, uno de nosotros (llamémosle B) se apena profundamente. ¿Qué es lo que causa dicha pena? La respuesta normal y corriente será: «Naturalmente, la muerte de A ha hecho desdi­chado a B.» Supongamos que A ha muerto, pero B despreciaba a A. Ahora tendremos que un mismo acontecimiento (la muerte de A) produce una reacción de sentimientos positivos, simplemente porque B asigna un valor diferente (formula en su mente un juicio diferente) a tal suceso. En otras palabras, no es el suceso el que controla al sentimiento, sino el valor que la mente atribuye al suceso. Ellis llama a esto la Teoría A-B-C de la emoción: A (lo que le sucede a uno) no controla a C (lo que uno siente), sino que B (lo que uno piensa de A) es en realidad lo que tiene la respon­sabilidad directa de C (lo que uno siente).

Aun cuando estos argumentos quedan en pie, existe suficiente evidencia psicológica para man­tener el siguiente tercer aserto que voy a sentar: la manera de pensar de una persona tiene mucho que ver con lo que dicha persona hace y con el modo como se siente.

La Biblia, que es la norma definitiva del cre­yente, está a favor de los psicólogos que enfatizan la importancia del pensamiento. «Cual es su pen­samiento (del avaro) en su corazón, tal es él» (Prov. 23:7). En Romanos 12:2, Pablo nos exhorta a no conformarnos a este siglo (que es una falsa realidad), sino a transformarnos por medio de la renovación de nuestro entendimiento. Nótese que ello implica: 1) que es posible creer, en la zona mental, en una realidad falsa; 2) que existe una realidad verdadera a la que debe ajustarse nuestra mentalidad; 3) si estoy dispuesto a or­denar mi vida correctamente en la presencia de Dios, es necesario que piense pensamientos correctos. En Efesios 4:17, escribe Pablo: «Esto, pues, digo y requiero en el Señor: que ya no andéis como los otros gentiles, que andan en la vanidad de su mente», y añade en el versículo 18 que el entendimiento de dichos gentiles está entenebrecido. Un pensar en falso conduce a un andar en falso (conducta y sentimientos). La Es­critura abunda en referencias a la importancia que tiene el pensar correcto (V. Fil. 4:8). Es, pues, evidente que lo que pensamos tiene una tremen­da importancia.

Voy a resumir lo dicho hasta ahora, pero voy a cambiar el orden de los puntos en otro más lógico:

  1. Lo que pienso tiene una influencia decisiva en lo que hago y siento.
  2. Existe una realidad verdadera, de la que debo percatarme (pensar en ella, estar con­vencido, creer) y a la que debo conformar mi conducta, si he de disfrutar de un sen­timiento de bienestar personal y de una vida eficiente.
  3. Es posible que uno crea algo que es falso y que, por tanto, se comporte y sienta de tal modo que el resultado de todo ello sea el no encontrar satisfacción para sus nece­sidades.

El tema de este capítulo puede definirse en una sola frase compuesta: Los problemas personales comienzan con una creencia errónea, la cual con­duce a comportamientos y sentimientos que nos privan de satisfacer nuestras más profundas ne­cesidades personales. Fíjense en la tentación a Eva. Dios había dicho que un determinado com­portamiento quedaba prohibido. Imaginémonos un círculo y llamémosle el mundo que Dios había proyectado para Eva. El comer del árbol prohibi­do era un acto fuera de dicho círculo. Lo esencial de la tentación de Satanás consistió en animar a Eva a decirse a sí misma cosas falsas, a creer algo falso: «Mis necesidades personales pueden encon­trar una mayor satisfacción y yo seré una perso­na más importante si me salgo fuera del círculo de Dios.» Antes ya de comer del árbol prohibido estaría naturalmente resentida de los límites del círculo, porque ya pensaba que sus necesidades podían ser mejor satisfechas fuera del círculo. Así fue como experimentó el problema del resen­timiento. Tan pronto como se salió del círculo de la obediencia (a lo que le condujo su erróneo pensar) ofendió las normas de un Dios santo que le había exigido obediencia, y así experimentó el problema de la culpabilidad.

Los problemas de resentimiento, culpabilidad y angustia parecen ser los tres desordenes básicos que subyacen a todos los problemas personales; y los tres existen simplemente porque concebimos pensamientos incorrectos (ver el diagrama 1 en la página siguiente). Comenzamos por pensar que lo que Dios ha provisto para nosotros no es lo mejor, ya se trate de unos padres ásperos, de una esposa frígida, de un marido sin afecto, de una en­fermedad física o de cualquier otra cosa. Estamos resentidos de lo que Dios nos ha dado. Cuando desobedecemos a Dios a fin de obtener lo que El ha prohibido (divorciarse de una esposa desagra­dable), estamos en una situación de culpa. Cuando todo marcha en nuestra vida por nuestros propios caminos y, para ser felices, dependemos de esos caminos, nos preocupa el que las cosas puedan tomar un sesgo diferente el día de mañana, y eso nos produce ansiedad. Y todo ello tiene como base unas convicciones equivocadas acerca del mejor modo de satisfacer nuestras necesidades personales. Creemos que, para ser felices, debemos organizar nuestra vida de una determinada forma, necesitamos ciertas cosas y estamos deci­didos a obtenerlas como sea. Y así fallamos en confiar que nuestro amoroso e infinito Dios sa­tisfará nuestras necesidades.

La tarea inicial del consejero bíblico consiste en percatarse de las básicas necesidades perso­nales de la gente (importancia personal y segu­ridad) y en descubrir los falsos conceptos acerca del modo como dichas necesidades deben ser sa­tisfechas; esos falsos conceptos que han originado una conducta pecaminosa (el problema de la cul­pabilidad) o unos sentimientos pecaminosos (re­sentimiento o ansiedad). La personalidad humana no puede marchar sobre ruedas, mientras le aco­sen los sentimientos de culpa, de resentimiento o de ansiedad. Para deshacerse definitivamente.

Las tres raíces de los problemas emocionales

de esos problemas, deben ser puestos en claro y corregidos a tiempo esos procesos erróneos del pensar que ocasionaron el problema, procesos mentales que obedecían a un falso punto de vista acerca del modo de satisfacer las necesidades per­sonales. Y el poder llevar esto a cabo es la parte primordial de la tarea de un consejero.

El círculo representa el mundo en que vivimos. A mí me gusta B (por ejemplo, el dinero), pero dependo de tenerlo para satisfacer mis necesida­des. Como no está en mi mano el asegurar que tendré B mañana, me sobreviene la ansiedad. Abo­rrezco a 2 (por ejemplo, un marido que no me quiere) y me niego a aceptarlo como una provi­sión amorosa de Dios, porque abrigo la convic­ción equivocada de que necesito otra cosa para sentirme como algo valioso. Por eso, me invade el resentimiento. Me convenzo de que necesito a Y (por ejemplo, otra mujer) y me salgo fuera del círculo de lo que Dios ha provisto, a fin de conseguirla. Entonces soy culpable. La base para la curación está en aprender a estar satisfecho dentro del círculo que Dios me ha asignado.

           Crabb, L. J., Principios Bíblicos del Arte de Aconsejar, graciasoberana.com

 
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