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  12. Sin Bases

Consejería Pastoral presenta los elementos básicos del arte de aconsejar  y define el lugar que esta actividad tiene dentro del ministerio pastoral. Considera los principios bíblicos y las bases psicológicas que sostienen a la consultoría pastoral. Examina casos reales tomados de la experiencia profesional  de  personas que pasan por dificultades vitales. Ofrece una guía de cómo dar orientación  de manera sencilla y eficaz.

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3. Sin base de sustentación

            Los creyentes se sienten a veces inclinados a prestar su apoyo a cualquiera que tenga en me­nos la sabiduría humana y enfatice la suficiencia de la Biblia como base de todo nuestro pensar. Pero el rotular como inútil todo el pensar profa­no, equivale a negar el hecho evidente de que todo conocimiento verdadero procede de Dios. Está claro que Dios a dado al hombre una inte­ligencia y que bendice el ejercicio mental con una mayor comprensión del mundo creado por Jesucristo.

Los psicólogos han venido ejercitando durante años sus mentes y han acumulado un gran acer­vo de información útil y técnicas provechosas, como las pruebas de inteligencia y los métodos para curar a los tartamudos. Han contribuido enormemente a comprender cosas como el por qué la gente reacciona a ciertas clases de estímu­lo de la manera que lo hace, cómo piensa el hom­bre y la relación que existe entre el pensar y la acción o la emoción, así como las etapas de desarrollo por las que pasa un niño. No quiero que nadie vaya a ver en este capítulo algo así como un desprecio olímpico de la psicología científica. Creo firmemente que la psicología, como disci­plina totalmente secular (lo mismo que la odon­tología o la ingeniería) tiene su valor real. Lo que aquí pretendo es analizar los presupuestos básicos acerca del hombre y de sus problemas, conforme los defiende la psicología científica y mostrar, a la luz de la Biblia, que dichos presupuestos son totalmente inadecuados como estruc­turas fijas y dignas de todo crédito en el arte de aconsejar. Sólo la Palabra de Dios puede sumi­nistrar la base estructural que necesitamos. Los esfuerzos de la Psicología, aunque arrojen luz en muchas direcciones, no le prestan al consejero que vaya en busca de sólidas bases, mayor utili­dad que la que pueden prestar a un barco las anclas a bordo, en medio de un mar proceloso. El diagrama n.° 1 presenta un esbozo demasia­do simplificado, pero preciso, del pensamiento central de cinco teorías representativas de sen­das escuelas sobre la salud mental. Cada posición explica el problema básico de la gente y sugiere una solución. En el diagrama, cada círculo sim­boliza al ser humano. El presente capítulo anali­za cada teoría con detalles suficientes para sacar la conclusión de que ninguna de ellas suministra una base terapéutica compatible con la revelación bíblica.

Sigmund Freud

Freud es digno de estudio por varias razones. Antes de él, los problemas personales o emocio­nales solían en general atribuirse o a una posesión diabólica o a un defecto orgánico oculto. La responsabilidad por la curación caía así o sobre el exorcista o sobre el médico. Freud levantó la tapa de la mente y abrió de esta manera una caja de Pandora que contenía el miedo, la envidia, el resentimiento, la lujuria, la agresividad y el odio. Años de profunda investigación convencieron a Freud de que en el centro de la personalidad humana latían dos instintos básicos que pugnaban por encontrar satisfacción: la inclinación hacia el placer sensual (eros) y la inclinación al poderío y a la destrucción (thánatos).

Cuando a estos ins­tintos se les negaba el expresarse libremente, surgían según Freud los problemas emocionales. En otras palabras. Freud afirmaba que el instinto primordial del hombre era la autosatisfacción. La gente es radicalmente egoísta. El signo menos (—) en el círculo del diagrama' representa el egoísmo. Pero Freud añadía que la mayoría de la gente no se da cuenta de que es egoísta (así lo indican las rayas que cortan oblicuamente el círculo) o, para ser más exactos, no llegan a atisbar una motivación egoísta en su conducta, sino que revisten de nobles ropajes sus motivos egoís­tas: «Yo no quiero sino lo que más le conviene» —dice la esposa que se niega a aceptar a su ma­rido tal cual es y le urge a cambiar. El motivo real se camufla en el inconsciente a fin de pro­teger al súper-ego (la conciencia) de sentirse ofendido.

Permítaseme exponer estos mismos conceptos de un modo algo más técnico. La trama que la gente teje en el taller de su neurosis representa el retorcido esfuerzo por satisfacer sus propios deseos de una forma que no aparenta violar las normas introyectadas en la conciencia.

La ansiedad, que según Freud es el factor básico que subyace a todo desequilibrio psíquico, tiene lugar cuando un impulso inaceptable («Yo querría ma­tar a mi padre porque lo odio tanto») se hace tan fuerte, que el individuo se ve casi forzado a admi­tir conscientemente la existencia de tal impulso. Las señales de peligro que avisan a la inminen­cia de un choque entre los deseos egoístas de uno (lo que Freud titula el id o «ello») y la escala de valores impuesta por la conciencia (el súper-ego), producen en el sujeto un sentimiento de an­siedad.

En este punto, hay cierto paralelismo con el punto de vista de la Biblia. Según la Palabra de Dios, el hombre vive para sí mismo; insiste en conducir su vida por un camino que, en su propia opinión, le llevará a la felicidad. «Cada uno hacía lo que bien le parecía» (Jue. 21:25); es decir, lo que creía más conveniente para satis­facer sus propias necesidades. La gente tiende a llenar el vacío que siente en su interior, siguien­do su propio parecer, más bien que ajustándose al plan de Dios. El paralelismo entre el punto de vista freudiano y el bíblico se quiebra súbita­mente cuando se busca una solución al problema. Para resolver el problema de la oculta motiva­ción egoísta, propone Freud un proceso de cura­ción en tres etapas:

(1)     descubrir la oculta moti­vación;

(2)     suavizar la conciencia hasta un punto en que resulte aceptable el motivo de autosatisfacción;

(3)     promover la autosatisfacción den­tro de unos límites realistas y aceptables socialmente.

Cuando un paciente llega a percatarse de que toda su conducta está teñida de egoísmo desde el núcleo de sus motivaciones, puede llegar a sentirse molesto. Su reacción emocional ante la vista de su egoísmo radical es producida por una conciencia intolerante y rígida. Suavizando la conciencia y rebajando su normativa hasta un punto en que el egoísmo aparezca como inevi­table biológicamente (al fin y al cabo, para Freud, el hombre es meramente un animal instintivo) y, por tanto, al menos como tolerable, el paciente encontrará el remedio para relajar la tensión entre lo que es y lo que debería ser.

Mowrer ha demostrado hasta la evidencia que el aceptar el «es», olvidando el «debe ser», lleva a una conducta autodirigida (autónoma), sin la contención del freno moral, condición que los psicólogos llaman sociopatía. (Sociopatía. También llamada psicopatía, es una
enfermedad mental denominada como trastorno disocial de la personalidad.)
Está claro que la terapia freudiana consiste realmente en promo­ver una vida autónoma sin la carga de una con­ciencia. La etapa tercera viene a subsanar este vacío de conciencia en la conducta con el disfraz de una permisiva aceptación por parte de la so­ciedad. Después de haberse desembarazado de una conciencia neurótica a causa del moralismo impuesto, el paciente se acepta a sí mismo como un animal que necesita satisfacer sus instintos y se dispone a procurarse dicha satisfacción de la manera más inteligente posible, decidido a en­contrar los medios que no le creen conflictos con la sociedad Freud llama a esto vivir según los principios del realismo, en vez de hacerlo según los principios del simple hedonismo. Por ejemplo, si uno desea satisfacer su instinto sexual, no es conveniente que recurra al rapto, porque podría incurrir en la indignación de gran parte de la sociedad; lo más aconsejable es que busque un cómplice dispuesto a complacerle o que lo pague de su bolsillo. Las cuestiones de inmoralidad no deben inquietarle. Dentro del conocido esquema de Freud: id, ego y súper-ego, la conducta ha de tener en cuenta el id (el instinto) y el ego (el con­tacto personal con el mundo) y desentenderse de las normas morales o súper-ego. Lo más que hace Freud es aconsejar un hedonismo socialmente aceptable. En último término, la terapia freudiana conduce a sus pacientes hacia la sociopatía. Los creyentes debemos rechazar completamente la solución básica freudiana como amoral y an­ti-bíblica.

La psicología del «ego»

Los psicólogos de esta escuela operan dentro de la óptica freudiana, pero creen que Freud (es­pecialmente en sus primeros tiempos) puso de­masiado énfasis en el egoísmo básico del hombre y no acertó a prestar suficiente atención a la capacidad del hombre para conducirse de una personalidad realista y flexible. La diferencia en­tre la psicología del ego y la antigua posición clásica freudiana consiste en un cambio de énfa­sis. Los psicólogos del ego tratan de desarrollar el potencial necesario para modelar una conduc­ta prudente, razonable y forjada a base de deci­siones inteligentes (un ego estructural), capaz de domesticar los instintos brutales y canalizarlos de una manera aceptable y fructífera. El círculo correspondiente en el diagrama n.° 1 incluye un más (+), representando un ego débil, pero potencialmente fuerte. La tarea del psicólogo adicto a esta escuela consiste en fortalecer esta capacidad de adaptación que existe dentro del ser humano (construir el ego), a fin de equiparle con una carta de navegar que le permita disfrutar de una vida plena y satisfecha.

En este punto, algunos creyentes podrían incli­narse a aseverar con toda fuerza que, a menos que Dios le capacite para ello, el hombre no dis­pone de los medios para poder vivir como debe (no importa el desarrollo que su ego haya podido alcanzar). Así es, en efecto, pero no es una obje­ción de peso contra la posición de un psicólogo del ego. Este no dice que la gente sea capaz, por un mero acto de su libertad, de vivir de acuerdo con las normas de su conciencia. Lo que sí ase­gura es que una persona que se conozca bien a sí misma y tenga una confianza realista en sí misma, puede programar su vida de tal manera que sus deseos de placer y de dominio puedan encontrar satisfacción razonable, sin entrar en serios con­flictos con su ambiente social. Queda, pues, claro que la psicología del ego participa del mismo error culpable y catastrófico de negar a la con­ciencia moral su función directiva. El énfasis que la psicología del ego pone en la adaptación fun­cional, exige a pesar de todo una ulterior res­puesta por parte de la Biblia (una respuesta que tiene validez para el sistema de Freud, pero ad­quiere una resonancia más clara en el caso pre­sente). Al hablar de adaptación de las necesida­des biológicas dentro de una estructura social realista, los psicólogos del ego presuponen im­plícitamente que el ser humano es meramente un ser biológico, sin más necesidades primarias que las biológicas. (Digamos de paso que resulta un absurdo metafísico el hablar de verdadera racio­nalidad —que es condición indispensable para la correcta funcionalidad del ego— en un ser bioló­gico que se desarrolla al azar. Cómo pueden las operaciones mentales evadir el encasillamiento dentro de la categoría de fenómenos biológicos casuales —exclusión necesaria para que puedan llevar adecuadamente la etiqueta de racionales— en un mundo desprovisto de un supremo Dise­ñador personal, es algo difícil de concebir).

El creyente en la Biblia, se apresurará a res­ponder que el hombre es algo más que un ser biológico, pues de hecho es un ser personal tam­bién, creado a imagen de un Dios personal. Como ser personal, tiene necesidades personales (con­cepto que analizaremos más adelante) que requie­ren urgente satisfacción, se ha de disfrutar, y aún tener una mera experiencia, de su condición de persona. Como quiera que esté caído y, por ello, separado del Dios personal que es el único que puede satisfacer cumplidamente sus necesidades personales, el hombre sin Dios debe forzosamente quedar incompleto como hombre (tanto a nivel personal como biológico).

Es, pues, obvio que la psicología del ego cen­tra su atención en las necesidades biológicas y exhorta a encontrar los medios propios de que valerse para satisfacerlas dentro de una adaptación inteligente. En la medida en que esta tera­péutica le da buenos resultados, se desarrolla un orgulloso sentido de independencia y el pacien­te se siente más alejado de Dios que antes de la curación. Pero como las necesidades personales básicas quedan insatisfechas, es inevitable que surja en él una profunda sensación de vacío y frustración. La conocida queja: «Algo marcha mal; no sé en qué consiste, pero lo cierto es que no me siento plenamente realizado», saldrá a la superficie o quedará drásticamente suprimida por los agresivos esfuerzos de una mayor confianza en sí mismo. Las dos únicas salidas que ofrece la psicología del ego —el orgullo o la frustración— no merecen la pena de que un consejero bíblico las tenga por dignas de consideración.

Carl Rogers

El próximo a analizar es Carl Rogers, pionero del movimiento de trabajo en equipo (encuentro a nivel de grupo) en Norteamérica. Según Rogers, Freud está en un error: el hombre no es un ser negativo; los psicólogos del ego también están equivocados; el hombre no es un ser negativo con un embrión positivo en espera de desarrollo. Rogers se complace en creer y enseña con firme­za que en el interior del hombre, todo es positivo. Todo lo que hay dentro de su círculo propio es bueno. La corrupción le viene de fuera. El ser humano dispone de una tendencia congénita a realizarse a sí mismo, que sólo necesita verse li­bre de restricciones o forzados encauzamientos, para conducirle a la satisfacción personal y a la armonía social. Esta ilusión utópica (que sin duda ha de provocar en cualquier padre sincero una sonrisa de incredulidad) está representada en el diagrama n.° 1 por una gruesa circunstancia que sugiere el entorno social rígido, moralizante y opresivo, que bloquea la bondad interior (el sig­no +), impidiéndole expresarse. A mí me parece que Rogers podría curar la rebelión eliminando las normas contra las que rebelarse (sin ley no hay conocimiento del pecado). Cuando yo sigo este procedimiento con mis hijos, los resultados no tienden precisamente a una mayor integración personal ni a una mayor unidad de la familia. Quizá Rogers replicaría que debo continuar per­mitiéndoles que se expresen libremente, que por muy desastrosa que parezca su conducta, no es más que una reacción contra la presión ambien­tal sutilmente mantenida, y que cuando desapa­rezcan completamente las inhibiciones de una li­bertad total, es cuando podré observar la verda­dera naturaleza de mi hijo. Estoy de acuerdo. Es precisamente dicha perspectiva la que me mantie­ne en la actitud de imponerle una normativa.

Para Rogers, todos los problemas tienen su raíz en no acertar a ser uno mismo. Naturalmen­te la solución a este problema es la liberación. Qui­temos toda traba, confiemos enteramente en la persona, animémosla a que exprese libremente todo lo que lleva dentro («si lo siente, hágalo»), y llegará un día en que el impulso hacia la ade­cuada realización del yo, se manifestará en un sentimiento externo e interno de integración. La angustia, que según la mayor parte de los psicó­logos es la raíz de los problemas mentales, surge cuando a las internas experiencias viscerales (sen­timientos viscerales) no se les permite integrarse en el campo de la conciencia, a causa de una eva­luación negativa impuesta por la educación. Por ejemplo, a mí se me ha enseñado que el odio es cosa mala (evaluación negativa aprendida). Cuan­do alguien se comporta conmigo de una manera ruin (quizás un padre o una madre poco acogedo­res), surge automáticamente en mí un sentimien­to de odio (interna experiencia visceral). Pero como califico el odio como cosa mala, me niego a reconocer que el odio es algo corriente en mí y de esta manera, se produce una especie de esci­sión en mi propia personalidad. Estoy separando el «yo» aceptado por mí, del «yo» que realmente soy. La tensión por mantener esta dualidad se siente en forma de angustia.

La correcta respuesta cristiana a Rogers no consiste en rechazar con mofa todo lo que dice como si fuesen desvaríos de un optimista equi­vocado. Rogers ha puesto el dedo en la llaga de un problema que aqueja de verdad a la gente, incluyendo a muchos creyentes. Como se supone que los creyentes aman de verdad, nos resistimos a admitir la realidad cuando no amamos, y enton­ces lo fingimos. Toda hipocresía separa a la per­sona de su íntima realidad y reduce al nuevo hombre en Cristo a un fantasma despedazado. Rogers está en lo cierto al insistir que debemos reconocernos tales cuales somos, incluyendo nues­tros sentimientos viscerales, pero está trágica­mente equivocado al creer que el mejor modo de conseguir la integración es estimular a la gente a que exprese todo lo que hay en su interior. Estimular la libre expresión de mis pecaminosos sentimientos de odio supondría hacer traición a mi conciencia y contristar al Espíritu Santo que mora en mí. La integración está maravillosamen­te al alcance de cualquier persona que sincera­mente reconozca sus sentimientos de odio, los califique como obra de la carne, los confiese co­mo pecaminosos, y aprenda a amar bajo la con­ducción y el poder del Espíritu de Dios.

Rogers sufre una terrible equivocación al su­poner que, dejado a mi propio impulso, sin direc­ciones ajenas, escogeré siempre el mejor modo de obrar. Al suponerlo así, niega tajantemente la enseñanza bíblica acerca de la depravación de nuestra naturaleza. La Escritura nos dice que no hay ni uno bueno, ni uno solo; que los malos están descarriados desde el vientre de sus ma­dres. Retirar toda dirección impuesta desde fue­ra supone una invitación a una conducta autónoma y caótica. Como ha dicho Dorothy Sayres: «Si quieres seguir tu propio camino. Dios te de­jará marchar por él. El infierno es el disfrute eterno del propio camino». Durante algún tiempo, parece agradable. El relativismo funciona bien a ratos, pero conduce ineludiblemente al he­donismo absoluto y al libertinaje. Rogers piensa que el permitir a la gente seguir sus propios ca­minos comporta gozo, armonía y amor, pero la Escritura proclama que dichas cualidades son el fruto del Espíritu Santo, mientras describe las obras de la carne (seguir su propio camino) en términos radicalmente diferentes. El que un con­sejero cristiano adopte para su trabajo el siste­ma rogeriano supone una abierta rebelión contra la Palabra de Dios. Pero insisto de nuevo en que el rechazar todo cuanto Rogers dice y hace, por el hecho de que sus presupuestos básicos son trágicamente erróneos, no es precisamente lo que se le pide a un creyente. Como hemos mencionado anteriormente, Rogers ha clarificado cier­tos problemas de la personalidad, para los que la Biblia ofrece soluciones adecuadas. También ha contribuido en gran manera a resaltar el valor de la sinceridad, el calor humano y la mentalidad positiva como cualidades necesarias para un con­sejero eficiente. La Sagrada Escritura no sólo re­conoce la importancia de tales valores, sino que proporciona una base realista para su promoción y desarrollo.

B. F. Skinner

B. F. Skinner es el cuarto de esta lista. En su opinión, el ser humano no es algo negativo (Freud), ni tampoco una mezcla de negativo y positivo (psicología del ego), ni totalmente positivo (Rogers). Según Skinner, el ser humano es simplemente un cero enorme y vacío, es realmen­te nada. En su reciente libro, Más allá de la Liber­tad y de la Dignidad, Skinner afirma explícita­mente e insiste con ardor en que el hombre es un ser totalmente controlado fatalmente. Haría­mos bien, añade, en anunciar que debemos zafar­nos todo lo posible del hombre en cuanto hom­bre. La interpretación que Skinner da a los da­tos que nos suministran los laboratorios nos urge, a su juicio, a rechazar la ficción de que el hom­bre es un ser personal, con iniciativa propia, ca­paz de escoger y responsable. Estos puros mitos sin prueba son sólo un obstáculo para el desarro­llo de su utopía mecanicista. El ser humano no es más que una especie de perro más complica­do, absolutamente determinado por su ambiente hasta en los más insignificantes detalles de su pen­samiento, de su sentimiento y de su conducta. Es de notar que este concepto determinista no es exclusivo de Skinner. También Freud enseñó que el hombre está determinado por el dinamismo de unas fuerzas interiores que escapan a su con­trol. Pero Skinner rechaza la dinámica de Freud como una objetivación de abstracciones mentales y traslada el centro controlador del hombre a fuerzas físicas exteriores (incluyendo las estruc­turas genéticas) y a factores fisiológicos (los es­tados químicos del organismo). El creyente nece­sita reaccionar con violencia contra esta teoría, pues lo que Skinner hace es nada menos que des­pojar a la persona humana de todo valor. Todo el concepto de responsabilidad personal absolu­tamente vaciado de sentido. El problema del cri­men queda resuelto diciendo simplemente que no existe. Ya no hay criminales, sino circunstan­cias que inducen a lo que llamamos crimen. Mientras que Freud trata de integrar la interna es­tructura de la personalidad, Skinner quiere mo­dificar el entorno de la persona de tal modo que pueda cambiar automáticamente su conducta en la dirección que el modificador escoja.

En el diagrama n.° 1, las flechas que apuntan hacia el círculo representan el impacto del am­biente, mientras que las flechas que parecen par­tir del círculo representan la reacción del orga­nismo, como resultado que se sigue inevitable­mente de dicho impacto y que puede predecirse con toda seguridad. El problema que agobia a la gente es que nos vemos controlados por formas que impiden nuestra adaptación normal, a causa de las diversas contingencias que surgen sin que podamos percatarnos de ellas, pues son debidas a un destino ciego (la gente siempre hace lo que surte efectos que refuerzan su propio mecanis­mo). La curación sólo se obtiene descubriendo estas fuerzas que controlan la conducta y mani­pulándolas sistemáticamente a fin de producir el tipo de conducta que deseamos. Reflexionen uste­des sobre estos conceptos durante unos momen­tos. Adviertan que todo esto reduce al hombre a una colección impersonal de reacciones poten­ciales. No hace mucho, me contaba un psiquiatra cristiano cómo se las había arreglado para vencer la «inercia matinal», consistente en un sentimien­to depresivo que cada mañana le hacía ver como una labor difícil y un peso inaguantable el levan­tarse de la cama y acudir al trabajo. Para curarse, planeó que su primera hora mañanera incluyese un café caliente y uno de sus pasteles favoritos tan pronto como llegase a su oficina, como recompensa a su esfuerzo por ir a trabajar. No es que yo tenga nada que objetar a que alguien quiera comenzar el día de un modo agradable; pero sí me preocupa el que un psiquiatra creyente (que debiera conocer mejor la materia) se trate a sí mismo como un objeto manipulante, más bien que como un hijo de Dios que debería dedicar responsablemente su tiempo al Señor y dejarse conducir por el Espíritu que mora en él y recibir así el poder necesario para conducirse como Dios desea de él. Hacer de un dulce el motivo estimu­lante, cuando se tiene a mano el designio y el poder de Dios, es una necedad culpable. Con tal que la voluntad de Dios sea lo que guíe nuestro hacer cotidiano, el café y las galletas pueden ofre­cer también un legítimo placer mañanero (e inclu­so algo que estimule a trabajar mejor).

La teoría de Skinner ofrece, a lo más, el reajus­te mecánico de una persona que no fue creada para reaccionar mecánicamente jamás. Andando el tiempo, el camino que Skinner desea que ande­mos nos llevaría directamente a una tiranía tecnocrática. Un jefe de control (o un grupo de controladores) asumiría el papel de manipular todas las fuerzas que controlan la conducta (alimento, vestido, abrigo, etcétera) y distribuirlas entre la gente que se conduciría de acuerdo al plan establecido.

En un folleto titulado Retorno a la Libertad y a la Dignidad, Francis Schaeffer señala dos fallos centrales en el pensamiento de Skinner. Primero, si todos están realmente controlados, ¿quién controlará al controlador? El concepto de control recíproco (todos nos controlamos los unos a los otros) sostenido por Skinner, es sólo una evasión al problema. Si ha de existir un plan de control organizado en la sociedad, debe haber alguien por encima de todos los controles, a fin de seleccionar y proyectar con sentido dichos controles de acuerdo con un plan. Pero en el sis­tema de Skinner, no existen agentes libres; por tanto, no hay nadie cualificado para el oficio de controlar, sino que todo el mundo está contro­lado ya. Segundo, dando por supuesto que fuese posible dicho control, habría de determinarse en qué dirección debería conducirse a la gente y rec­tificar su rumbo. Toda decisión acerca de un cam­bio, presupone implícitamente un sistema de valores. Pero en el sistema de Skinner, radical­mente mecanicista y evolucionista, no caben bases lógicas para determinar lo que está bien o lo que está mal. Como hace notar Schaeffer, el sistema de valores del ateo se reduce necesariamente a la creencia del Marqués de Sade de que todo lo que ocurre está bien. Skinner despacha esta objeción como una polémica innecesaria, e insiste en co­menzar estableciendo el valor notoriamente mani­fiesto de la supervivencia. Pero resulta difícil el admitir que la supervivencia en un universo ca­sual y totalmente mecanicista, sea algo más que una coincidencia casual. Cualquier sentimiento positivo que nosotros abriguemos hacia este destino (o negativo acerca de lo que nos ocurra) es meramente el producto de un azar ciego y, por tan­to, sin sentido alguno. Aunque no es mi intención el hacer ahora un análisis más profundo, unos pocos minutos de reflexión bastarían para perca­tarse de la cantidad y complejidad de problemas éticos que habríamos de afrontar, aun en el caso de que diéramos por supuesto el valor básico y primordial de la supervivencia.

Los creyentes debemos rechazar la enseñanza de Skinner de que el hombre no es más que un perro más complicado. Cristo murió por nosotros porque hemos sido hechos a imagen de Dios y se nos ha otorgado un valor real como personas. La libertad que el hombre posee para escoger su dirección, es un concepto claramente enseñado en la Biblia y resulta necesario para vindicar la justicia de Dios cuando castiga el pecado. A un nivel más pragmático (no deseo entrar en la discusión sobre el tema de la soberanía de Dios y el albedrío del hombre, pues cualquiera que sea la posición que se adopte en el plano teológico, no es preciso que aporte un peso decisivo en el punto que quiero enfatizar), yo, como consejero creyente que soy, hago a mis pacientes responsa­bles del modo con que eligen ordenar sus vidas. Si eligen el desconocer las normas divinas son reprensibles. Reconozco su dignidad y su liber­tad. Una persona no debe cargar a cuenta de su ambiente la responsabilidad de sus propias accio­nes. El marido que dice: «Mi esposa se negó a tener conmigo trato sexual, y por eso he come­tido adulterio», da de su conducta una parcial explicación, pero no una justificación. La respon­sabilidad por el pecado recae enteramente en el pecador; nunca debe achacarse a las circunstan­cias, por muy difíciles que éstas puedan ser.

Con todo, los cristianos le deben a Skinner el haber especificado de qué modo la conducta es influenciada (no controlada) por las circunstan­cias. En otro lugar he desarrollado este concep­to con detalle. Permitidme que repita que un conocimiento no debe ser rechazado como anticristiano por el solo hecho de que proceda de una fuente no cristiana. La obra de Skinner sobre re­flejos condicionados incluye algún conocimiento verdadero acerca de mi relación con el mundo circundante (como agente activo que soy, más bien que pasivo) y puede ser provechosa para un consejero creyente que trabaje exclusivamen­te dentro de unas estructuras cristianas. Por eso, no estoy de acuerdo con Jay Adams en rechazar en bloque la tecnología de Skinner. En su Hand-book of Christian Connseling, habla de cómo ven­cer un hábito evitando las circunstancias que sirven de tentación. Si una persona es golosa, no debe fomentar la tentación paseándose junto a una pastelería. Skinner ayuda a analizar el influ­jo de dicha tentación en su obra sobre el control de los estímulos; así que un consejero cristiano, familiarizado con las investigaciones de Skinner se hallará en mejor posición para aconsejar a su cliente sobre el modo de comportarse, que otro que no sepa nada de las teorías de Skinner.

EXISTENCIALISMO

La última posición teórica en el diagrama nú­mero 1, no es tanto un punto de vista unificado, cuanto una colección de ideas más o menos afi­nes y agrupadas bajo el común denominador, por llamarlo de alguna manera, de existencialismo. En mi opinión, de las cinco teorías expuestas en este capítulo, el existencialismo es el que más atrevi­damente se encara con las necesarias implicacio­nes del naturalismo: si la causa es impersonal y, por tanto, ciega, el resultado debe ser también impersonal y, por tanto, casual. Cualquier comien­zo impersonal que uno escoja, ya sea la materia o la energía, no puede sobrepasarse a sí mismo para producir algo que implique una finalidad. No puede haber un proyecto sin un programador. Y si no existe ningún proyecto, no hay ninguna cosa con sentido que la razón pueda descubrir. El hombre es algo incognoscible, sencillamente por­que no hay nada que pueda conocerse racional­mente. Desde este punto de vista, el ser humano es un gran signo de interrogación. Es evidente que es algo, porque está ahí, pero como se trata de un mero conjunto de fenómenos casuales, no hay nada que la razón pueda afirmar de él con sentido. Es un puro accidente, un evento surgido no se sabe de dónde, que no obedece a ninguna ley y marcha a la deriva sin destino fijo. El psicó­logo existencialista no dice acerca del hombre otra cosa más  sino  que  «es».  Pero terapeutas como Víctor Frank1 insisten enfáticamente (y con toda razón) en que una persona no puede vivir sin un destino o sin una dirección. El problema básico de la gente, según Frankl, consiste en lo que él llama neurosis noogénica, una crisis de sentido. La gente no sabe quiénes son ni por qué están aquí. El  existencialista  no  parece  darse cuenta de que resulta por lo menos curioso el que toda la gente haya desarrollado casualmente (según su teoría) una necesidad de alcanzar un sentido dentro de un mundo que no tiene ningún sentido. Esto significa o un cruel y consecuente quiebro burlón que nos hace el destino (aunque el término «cruel» pierde su sentido estimativo en un Universo casual: lo que llamamos «cruel» es un simple y anodino «así es»), o es una demos­tración evidente de que hay un sentido objetivo, perceptible, al menos tenuemente, para toda cria­tura humana.

Un estudio atento de la logoterapia de Frankl nos convence de que Frankl no es partidario de la teoría del sentido objetivo. El trata más bien de solucionar el problema de la neurosis noogénica (falta de sentido) persuadiendo a sus pacien­tes a que se agarren a ciegos, arbitrariamente, a algo por lo que merezca la pena vivir. Puesto que no existe cosa alguna real u objetiva que dé sen­tido a la vida, su solución se reduce a una fe ciega: hacer algo, sentir algo, ser algo, vivir por algo, y esperar que esto le aporte a uno el sentido que echa de menos en la vida. Quizás la pasión sexual, la euforia de las drogas, el encanto de la música, la experiencia de una libertad sin límite, la satisfacción que comporta la educación, escri­bir libros o construir hospitales, podrán suminis­trar el sentido tan apasionadamente deseado. Sea cual sea el destino que uno quiera dar a su vida, carecerá de base racional, puesto que para el existencialista todo es absurdo. La solución propues­ta es claramente un intento irracional de vivir felizmente. Una esperanza irracional se asirá a cualquier objeto que, mediante un acto de la vo­luntad, pueda proporcionar un sentido transito­rio. Pero la gente persiste en ser racional. Esta­mos acostumbrados a pensar, a hacer preguntas, a buscar respuestas. Y el pensamiento derriba súbitamente los puntales sobre los que se nos haya ocurrido levantar un sentido para nuestra vida. Y como a todos nos llega un momento en que nos paramos a pensar (hasta el más simple de los mortales es consciente de que anhela cono­cer las razones de algo), la solución existencialista se derrumba sin remedio, para dar lugar a la desesperación más profunda: nada tiene sentido y nos tenemos que conformar de por vida con no ser otra cosa que un gran signo de interroga­ción, un desdichado error, producido por un sádi­co accidente para hacernos anhelar algo que nunca podremos conseguir.

Los creyentes debemos afirmar muy alto que nuestra fe se basa en hechos, no en sentimientos. Todo el sistema cristiano se apoya en la histori­cidad de Jesucristo, su real identidad de natura­leza con Dios, su muerte verdadera y su resurrec­ción corporal. El cristianismo comienza con un Dios personal que suministra un sentido objetivo. El hombre no es un signo de interrogación, sino que ha sido creado a imagen de Dios, aunque ahora es un ser caído. Ya sea que lo sienta en su interior, o crea que todo ello es una realidad, eso no afecta a la condición real de los hechos. Se trata de verdades objetivas que pueden ser ana­lizadas y conocidas racionalmente. El problema del hombre consiste en que, como agente moral con libre albedrío, situado en un mundo proyec­tado por Dios, ha escogido voluntariamente afir­mar su propio derecho a la supremacía autóno­ma y a la autodeterminación. Por tanto, está real­mente separado, a causa del pecado, de la única fuente que da verdadero sentido a la vida. Desde el punto de vista cristiano, la neurosis noogénica del hombre es algo real que sólo tiene una solu­ción en este mundo nuestro, que tiene un sentido, pero se halla en estado de caída. La solución al dilema del hombre no es una esperanza arbitraria en el sentido de «¡adelante, a ver si esto funcio­na!». La esperanza bíblica nunca es un intento irracional de ignorar las conclusiones del racioci­nio, sino más bien un conjunto de verdades fijo, seguro, comunicable y proposicional, basado en el nacimiento, la vida, la muerte y la resurrección de Jesucristo, y que encara racional y lógicamente el problema objetivo del pecado. Los conseje­ros cristianos siempre trabajan sobre una base conocida. Nunca cabe la duda acerca de la direc­ción que una persona debe tomar si desea en se­rio resolver su problema. Los creyentes no dispo­nen de libertad para recomendar a un cliente que trate de encontrar su propia solución, sino que siempre deben dirigirle a una solución que se ajuste a lo que enseña la Biblia.

Freud dijo que el hombre es egoísta y lo pri­mero que tiene que hacer es reconocerlo y des­pués aceptarlo como cosa normal. La psicología del ego proclama que al hombre se le pueden dar fuerzas suficientes para canalizar con éxito su egoísmo por cauces aceptables tanto a nivel personal como social. Rogers niega que albergue­mos en nuestro interior ningún elemento malo y añade que el hombre está lleno de bondad y, por tanto, debe permitir que se manifieste todo lo que hay en su interior. Skinner defiende que el hombre no es bueno ni malo, sino un enredado ovillo de reacciones que, en términos de valor in­trínseco, equivalen a un gran cero. Como quiera que el hombre pueda ser controlado, dejemos que los expertos psicólogos de la escuela de Skinner lo manipulen hacia unos fines deseados, en últi­mo término, por un controlador que a su vez está totalmente controlado (un casual círculo vi­cioso que no admite escape). Los existencialistas no saben si el hombre es malo (como dice Freud), o bueno (Rogers), o ambas cosas a la vez (psicó­logos del ego), o ninguna de las dos (Skinner). El hombre es, en pura lógica, un absurdo, pero necesita algo aparte de su irracional sinsentido; así que debe echarse la racionalidad a la espalda y esperar a ciegas que venga alguna experiencia a llenar el vacío.

La metodología científica no es apta para es­tablecer la validez de ningún concepto sobre la naturaleza básica del hombre. Sin el peso de la certeza, cualquier sistema es un ancla flotante. El escoger una posición básica acerca de la na­turaleza del hombre, el principio universal tan urgentemente necesario en el campo de la psico­terapia, es como una flecha lanzada a ciegas al blanco, si no existe a nuestra disposición alguna fuente objetiva de conocimiento. Para encontrar la certeza, sencillamente no hay otro camino por andar, excepto la revelación bíblica.

Crabb, L. J., Principios Bíblicos del Arte de Aconsejar, graciasoberana.com

 
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2. Límites
3. Factores
4. Función
5. Técnicas
6. Entrevista
7. Pre-Matrimonial
8. Matrimonial
9. Juventud
10. Referencias
11. Aconsejamiento
12. Sin Bases
13. Un Vistazo
14. Anhelos 1
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18. Modos/Metas
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