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12. Sin Bases Consejería Pastoral presenta los elementos básicos del arte de aconsejar y define el lugar que esta actividad tiene dentro del ministerio pastoral. Considera los principios bíblicos y las bases psicológicas que sostienen a la consultoría pastoral. Examina casos reales tomados de la experiencia profesional de personas que pasan por dificultades vitales. Ofrece una guía de cómo dar orientación de manera sencilla y eficaz. 3. Sin base de sustentación
Los creyentes se sienten a veces inclinados a prestar su apoyo a cualquiera que tenga en menos la sabiduría humana y enfatice la suficiencia de la Biblia como base de todo nuestro pensar. Pero el rotular como inútil todo el pensar profano, equivale a negar el hecho evidente de que todo conocimiento verdadero procede de Dios. Está claro que Dios a dado al hombre una inteligencia y que bendice el ejercicio mental con una mayor comprensión del mundo creado por Jesucristo. Los psicólogos han venido ejercitando durante años sus mentes y han acumulado un gran acervo de información útil y técnicas provechosas, como las pruebas de inteligencia y los métodos para curar a los tartamudos. Han contribuido enormemente a comprender cosas como el por qué la gente reacciona a ciertas clases de estímulo de la manera que lo hace, cómo piensa el hombre y la relación que existe entre el pensar y la acción o la emoción, así como las etapas de desarrollo por las que pasa un niño. No quiero que nadie vaya a ver en este capítulo algo así como un desprecio olímpico de la psicología científica. Creo firmemente que la psicología, como disciplina totalmente secular (lo mismo que la odontología o la ingeniería) tiene su valor real. Lo que aquí pretendo es analizar los presupuestos básicos acerca del hombre y de sus problemas, conforme los defiende la psicología científica y mostrar, a la luz de la Biblia, que dichos presupuestos son totalmente inadecuados como estructuras fijas y dignas de todo crédito en el arte de aconsejar. Sólo la Palabra de Dios puede suministrar la base estructural que necesitamos. Los esfuerzos de la Psicología, aunque arrojen luz en muchas direcciones, no le prestan al consejero que vaya en busca de sólidas bases, mayor utilidad que la que pueden prestar a un barco las anclas a bordo, en medio de un mar proceloso. El diagrama n.° 1 presenta un esbozo demasiado simplificado, pero preciso, del pensamiento central de cinco teorías representativas de sendas escuelas sobre la salud mental. Cada posición explica el problema básico de la gente y sugiere una solución. En el diagrama, cada círculo simboliza al ser humano. El presente capítulo analiza cada teoría con detalles suficientes para sacar la conclusión de que ninguna de ellas suministra una base terapéutica compatible con la revelación bíblica. Sigmund Freud Freud es digno de estudio por varias razones. Antes de él, los problemas personales o emocionales solían en general atribuirse o a una posesión diabólica o a un defecto orgánico oculto. La responsabilidad por la curación caía así o sobre el exorcista o sobre el médico. Freud levantó la tapa de la mente y abrió de esta manera una caja de Pandora que contenía el miedo, la envidia, el resentimiento, la lujuria, la agresividad y el odio. Años de profunda investigación convencieron a Freud de que en el centro de la personalidad humana latían dos instintos básicos que pugnaban por encontrar satisfacción: la inclinación hacia el placer sensual (eros) y la inclinación al poderío y a la destrucción (thánatos). Cuando a estos instintos se les negaba el expresarse libremente, surgían según Freud los problemas emocionales. En otras palabras. Freud afirmaba que el instinto primordial del hombre era la autosatisfacción. La gente es radicalmente egoísta. El signo menos (—) en el círculo del diagrama' representa el egoísmo. Pero Freud añadía que la mayoría de la gente no se da cuenta de que es egoísta (así lo indican las rayas que cortan oblicuamente el círculo) o, para ser más exactos, no llegan a atisbar una motivación egoísta en su conducta, sino que revisten de nobles ropajes sus motivos egoístas: «Yo no quiero sino lo que más le conviene» —dice la esposa que se niega a aceptar a su marido tal cual es y le urge a cambiar. El motivo real se camufla en el inconsciente a fin de proteger al súper-ego (la conciencia) de sentirse ofendido. Permítaseme exponer estos mismos conceptos de un modo algo más técnico. La trama que la gente teje en el taller de su neurosis representa el retorcido esfuerzo por satisfacer sus propios deseos de una forma que no aparenta violar las normas introyectadas en la conciencia. La ansiedad, que según Freud es el factor básico que subyace a todo desequilibrio psíquico, tiene lugar cuando un impulso inaceptable («Yo querría matar a mi padre porque lo odio tanto») se hace tan fuerte, que el individuo se ve casi forzado a admitir conscientemente la existencia de tal impulso. Las señales de peligro que avisan a la inminencia de un choque entre los deseos egoístas de uno (lo que Freud titula el id o «ello») y la escala de valores impuesta por la conciencia (el súper-ego), producen en el sujeto un sentimiento de ansiedad. En este punto, hay cierto paralelismo con el punto de vista de la Biblia. Según la Palabra de Dios, el hombre vive para sí mismo; insiste en conducir su vida por un camino que, en su propia opinión, le llevará a la felicidad. «Cada uno hacía lo que bien le parecía» (Jue. 21:25); es decir, lo que creía más conveniente para satisfacer sus propias necesidades. La gente tiende a llenar el vacío que siente en su interior, siguiendo su propio parecer, más bien que ajustándose al plan de Dios. El paralelismo entre el punto de vista freudiano y el bíblico se quiebra súbitamente cuando se busca una solución al problema. Para resolver el problema de la oculta motivación egoísta, propone Freud un proceso de curación en tres etapas: (1) descubrir la oculta motivación; (2) suavizar la conciencia hasta un punto en que resulte aceptable el motivo de autosatisfacción; (3) promover la autosatisfacción dentro de unos límites realistas y aceptables socialmente. Cuando un paciente llega a percatarse de que toda su conducta está teñida de egoísmo desde el núcleo de sus motivaciones, puede llegar a sentirse molesto. Su reacción emocional ante la vista de su egoísmo radical es producida por una conciencia intolerante y rígida. Suavizando la conciencia y rebajando su normativa hasta un punto en que el egoísmo aparezca como inevitable biológicamente (al fin y al cabo, para Freud, el hombre es meramente un animal instintivo) y, por tanto, al menos como tolerable, el paciente encontrará el remedio para relajar la tensión entre lo que es y lo que debería ser.
Mowrer ha demostrado hasta la evidencia que el aceptar el «es»,
olvidando el «debe ser», lleva a una conducta autodirigida (autónoma),
sin la contención del freno moral, condición que los psicólogos llaman
sociopatía. (Sociopatía.
También llamada psicopatía, es una La psicología del «ego» Los psicólogos de esta escuela operan dentro de la óptica freudiana, pero creen que Freud (especialmente en sus primeros tiempos) puso demasiado énfasis en el egoísmo básico del hombre y no acertó a prestar suficiente atención a la capacidad del hombre para conducirse de una personalidad realista y flexible. La diferencia entre la psicología del ego y la antigua posición clásica freudiana consiste en un cambio de énfasis. Los psicólogos del ego tratan de desarrollar el potencial necesario para modelar una conducta prudente, razonable y forjada a base de decisiones inteligentes (un ego estructural), capaz de domesticar los instintos brutales y canalizarlos de una manera aceptable y fructífera. El círculo correspondiente en el diagrama n.° 1 incluye un más (+), representando un ego débil, pero potencialmente fuerte. La tarea del psicólogo adicto a esta escuela consiste en fortalecer esta capacidad de adaptación que existe dentro del ser humano (construir el ego), a fin de equiparle con una carta de navegar que le permita disfrutar de una vida plena y satisfecha. En este punto, algunos creyentes podrían inclinarse a aseverar con toda fuerza que, a menos que Dios le capacite para ello, el hombre no dispone de los medios para poder vivir como debe (no importa el desarrollo que su ego haya podido alcanzar). Así es, en efecto, pero no es una objeción de peso contra la posición de un psicólogo del ego. Este no dice que la gente sea capaz, por un mero acto de su libertad, de vivir de acuerdo con las normas de su conciencia. Lo que sí asegura es que una persona que se conozca bien a sí misma y tenga una confianza realista en sí misma, puede programar su vida de tal manera que sus deseos de placer y de dominio puedan encontrar satisfacción razonable, sin entrar en serios conflictos con su ambiente social. Queda, pues, claro que la psicología del ego participa del mismo error culpable y catastrófico de negar a la conciencia moral su función directiva. El énfasis que la psicología del ego pone en la adaptación funcional, exige a pesar de todo una ulterior respuesta por parte de la Biblia (una respuesta que tiene validez para el sistema de Freud, pero adquiere una resonancia más clara en el caso presente). Al hablar de adaptación de las necesidades biológicas dentro de una estructura social realista, los psicólogos del ego presuponen implícitamente que el ser humano es meramente un ser biológico, sin más necesidades primarias que las biológicas. (Digamos de paso que resulta un absurdo metafísico el hablar de verdadera racionalidad —que es condición indispensable para la correcta funcionalidad del ego— en un ser biológico que se desarrolla al azar. Cómo pueden las operaciones mentales evadir el encasillamiento dentro de la categoría de fenómenos biológicos casuales —exclusión necesaria para que puedan llevar adecuadamente la etiqueta de racionales— en un mundo desprovisto de un supremo Diseñador personal, es algo difícil de concebir). El creyente en la Biblia, se apresurará a responder que el hombre es algo más que un ser biológico, pues de hecho es un ser personal también, creado a imagen de un Dios personal. Como ser personal, tiene necesidades personales (concepto que analizaremos más adelante) que requieren urgente satisfacción, se ha de disfrutar, y aún tener una mera experiencia, de su condición de persona. Como quiera que esté caído y, por ello, separado del Dios personal que es el único que puede satisfacer cumplidamente sus necesidades personales, el hombre sin Dios debe forzosamente quedar incompleto como hombre (tanto a nivel personal como biológico). Es, pues, obvio que la psicología del ego centra su atención en las necesidades biológicas y exhorta a encontrar los medios propios de que valerse para satisfacerlas dentro de una adaptación inteligente. En la medida en que esta terapéutica le da buenos resultados, se desarrolla un orgulloso sentido de independencia y el paciente se siente más alejado de Dios que antes de la curación. Pero como las necesidades personales básicas quedan insatisfechas, es inevitable que surja en él una profunda sensación de vacío y frustración. La conocida queja: «Algo marcha mal; no sé en qué consiste, pero lo cierto es que no me siento plenamente realizado», saldrá a la superficie o quedará drásticamente suprimida por los agresivos esfuerzos de una mayor confianza en sí mismo. Las dos únicas salidas que ofrece la psicología del ego —el orgullo o la frustración— no merecen la pena de que un consejero bíblico las tenga por dignas de consideración. Carl Rogers El próximo a analizar es Carl Rogers, pionero del movimiento de trabajo en equipo (encuentro a nivel de grupo) en Norteamérica. Según Rogers, Freud está en un error: el hombre no es un ser negativo; los psicólogos del ego también están equivocados; el hombre no es un ser negativo con un embrión positivo en espera de desarrollo. Rogers se complace en creer y enseña con firmeza que en el interior del hombre, todo es positivo. Todo lo que hay dentro de su círculo propio es bueno. La corrupción le viene de fuera. El ser humano dispone de una tendencia congénita a realizarse a sí mismo, que sólo necesita verse libre de restricciones o forzados encauzamientos, para conducirle a la satisfacción personal y a la armonía social. Esta ilusión utópica (que sin duda ha de provocar en cualquier padre sincero una sonrisa de incredulidad) está representada en el diagrama n.° 1 por una gruesa circunstancia que sugiere el entorno social rígido, moralizante y opresivo, que bloquea la bondad interior (el signo +), impidiéndole expresarse. A mí me parece que Rogers podría curar la rebelión eliminando las normas contra las que rebelarse (sin ley no hay conocimiento del pecado). Cuando yo sigo este procedimiento con mis hijos, los resultados no tienden precisamente a una mayor integración personal ni a una mayor unidad de la familia. Quizá Rogers replicaría que debo continuar permitiéndoles que se expresen libremente, que por muy desastrosa que parezca su conducta, no es más que una reacción contra la presión ambiental sutilmente mantenida, y que cuando desaparezcan completamente las inhibiciones de una libertad total, es cuando podré observar la verdadera naturaleza de mi hijo. Estoy de acuerdo. Es precisamente dicha perspectiva la que me mantiene en la actitud de imponerle una normativa. Para Rogers, todos los problemas tienen su raíz en no acertar a ser uno mismo. Naturalmente la solución a este problema es la liberación. Quitemos toda traba, confiemos enteramente en la persona, animémosla a que exprese libremente todo lo que lleva dentro («si lo siente, hágalo»), y llegará un día en que el impulso hacia la adecuada realización del yo, se manifestará en un sentimiento externo e interno de integración. La angustia, que según la mayor parte de los psicólogos es la raíz de los problemas mentales, surge cuando a las internas experiencias viscerales (sentimientos viscerales) no se les permite integrarse en el campo de la conciencia, a causa de una evaluación negativa impuesta por la educación. Por ejemplo, a mí se me ha enseñado que el odio es cosa mala (evaluación negativa aprendida). Cuando alguien se comporta conmigo de una manera ruin (quizás un padre o una madre poco acogedores), surge automáticamente en mí un sentimiento de odio (interna experiencia visceral). Pero como califico el odio como cosa mala, me niego a reconocer que el odio es algo corriente en mí y de esta manera, se produce una especie de escisión en mi propia personalidad. Estoy separando el «yo» aceptado por mí, del «yo» que realmente soy. La tensión por mantener esta dualidad se siente en forma de angustia. La correcta respuesta cristiana a Rogers no consiste en rechazar con mofa todo lo que dice como si fuesen desvaríos de un optimista equivocado. Rogers ha puesto el dedo en la llaga de un problema que aqueja de verdad a la gente, incluyendo a muchos creyentes. Como se supone que los creyentes aman de verdad, nos resistimos a admitir la realidad cuando no amamos, y entonces lo fingimos. Toda hipocresía separa a la persona de su íntima realidad y reduce al nuevo hombre en Cristo a un fantasma despedazado. Rogers está en lo cierto al insistir que debemos reconocernos tales cuales somos, incluyendo nuestros sentimientos viscerales, pero está trágicamente equivocado al creer que el mejor modo de conseguir la integración es estimular a la gente a que exprese todo lo que hay en su interior. Estimular la libre expresión de mis pecaminosos sentimientos de odio supondría hacer traición a mi conciencia y contristar al Espíritu Santo que mora en mí. La integración está maravillosamente al alcance de cualquier persona que sinceramente reconozca sus sentimientos de odio, los califique como obra de la carne, los confiese como pecaminosos, y aprenda a amar bajo la conducción y el poder del Espíritu de Dios. Rogers sufre una terrible equivocación al suponer que, dejado a mi propio impulso, sin direcciones ajenas, escogeré siempre el mejor modo de obrar. Al suponerlo así, niega tajantemente la enseñanza bíblica acerca de la depravación de nuestra naturaleza. La Escritura nos dice que no hay ni uno bueno, ni uno solo; que los malos están descarriados desde el vientre de sus madres. Retirar toda dirección impuesta desde fuera supone una invitación a una conducta autónoma y caótica. Como ha dicho Dorothy Sayres: «Si quieres seguir tu propio camino. Dios te dejará marchar por él. El infierno es el disfrute eterno del propio camino». Durante algún tiempo, parece agradable. El relativismo funciona bien a ratos, pero conduce ineludiblemente al hedonismo absoluto y al libertinaje. Rogers piensa que el permitir a la gente seguir sus propios caminos comporta gozo, armonía y amor, pero la Escritura proclama que dichas cualidades son el fruto del Espíritu Santo, mientras describe las obras de la carne (seguir su propio camino) en términos radicalmente diferentes. El que un consejero cristiano adopte para su trabajo el sistema rogeriano supone una abierta rebelión contra la Palabra de Dios. Pero insisto de nuevo en que el rechazar todo cuanto Rogers dice y hace, por el hecho de que sus presupuestos básicos son trágicamente erróneos, no es precisamente lo que se le pide a un creyente. Como hemos mencionado anteriormente, Rogers ha clarificado ciertos problemas de la personalidad, para los que la Biblia ofrece soluciones adecuadas. También ha contribuido en gran manera a resaltar el valor de la sinceridad, el calor humano y la mentalidad positiva como cualidades necesarias para un consejero eficiente. La Sagrada Escritura no sólo reconoce la importancia de tales valores, sino que proporciona una base realista para su promoción y desarrollo. B. F. Skinner B. F. Skinner es el cuarto de esta lista. En su opinión, el ser humano no es algo negativo (Freud), ni tampoco una mezcla de negativo y positivo (psicología del ego), ni totalmente positivo (Rogers). Según Skinner, el ser humano es simplemente un cero enorme y vacío, es realmente nada. En su reciente libro, Más allá de la Libertad y de la Dignidad, Skinner afirma explícitamente e insiste con ardor en que el hombre es un ser totalmente controlado fatalmente. Haríamos bien, añade, en anunciar que debemos zafarnos todo lo posible del hombre en cuanto hombre. La interpretación que Skinner da a los datos que nos suministran los laboratorios nos urge, a su juicio, a rechazar la ficción de que el hombre es un ser personal, con iniciativa propia, capaz de escoger y responsable. Estos puros mitos sin prueba son sólo un obstáculo para el desarrollo de su utopía mecanicista. El ser humano no es más que una especie de perro más complicado, absolutamente determinado por su ambiente hasta en los más insignificantes detalles de su pensamiento, de su sentimiento y de su conducta. Es de notar que este concepto determinista no es exclusivo de Skinner. También Freud enseñó que el hombre está determinado por el dinamismo de unas fuerzas interiores que escapan a su control. Pero Skinner rechaza la dinámica de Freud como una objetivación de abstracciones mentales y traslada el centro controlador del hombre a fuerzas físicas exteriores (incluyendo las estructuras genéticas) y a factores fisiológicos (los estados químicos del organismo). El creyente necesita reaccionar con violencia contra esta teoría, pues lo que Skinner hace es nada menos que despojar a la persona humana de todo valor. Todo el concepto de responsabilidad personal absolutamente vaciado de sentido. El problema del crimen queda resuelto diciendo simplemente que no existe. Ya no hay criminales, sino circunstancias que inducen a lo que llamamos crimen. Mientras que Freud trata de integrar la interna estructura de la personalidad, Skinner quiere modificar el entorno de la persona de tal modo que pueda cambiar automáticamente su conducta en la dirección que el modificador escoja. En el diagrama n.° 1, las flechas que apuntan hacia el círculo representan el impacto del ambiente, mientras que las flechas que parecen partir del círculo representan la reacción del organismo, como resultado que se sigue inevitablemente de dicho impacto y que puede predecirse con toda seguridad. El problema que agobia a la gente es que nos vemos controlados por formas que impiden nuestra adaptación normal, a causa de las diversas contingencias que surgen sin que podamos percatarnos de ellas, pues son debidas a un destino ciego (la gente siempre hace lo que surte efectos que refuerzan su propio mecanismo). La curación sólo se obtiene descubriendo estas fuerzas que controlan la conducta y manipulándolas sistemáticamente a fin de producir el tipo de conducta que deseamos. Reflexionen ustedes sobre estos conceptos durante unos momentos. Adviertan que todo esto reduce al hombre a una colección impersonal de reacciones potenciales. No hace mucho, me contaba un psiquiatra cristiano cómo se las había arreglado para vencer la «inercia matinal», consistente en un sentimiento depresivo que cada mañana le hacía ver como una labor difícil y un peso inaguantable el levantarse de la cama y acudir al trabajo. Para curarse, planeó que su primera hora mañanera incluyese un café caliente y uno de sus pasteles favoritos tan pronto como llegase a su oficina, como recompensa a su esfuerzo por ir a trabajar. No es que yo tenga nada que objetar a que alguien quiera comenzar el día de un modo agradable; pero sí me preocupa el que un psiquiatra creyente (que debiera conocer mejor la materia) se trate a sí mismo como un objeto manipulante, más bien que como un hijo de Dios que debería dedicar responsablemente su tiempo al Señor y dejarse conducir por el Espíritu que mora en él y recibir así el poder necesario para conducirse como Dios desea de él. Hacer de un dulce el motivo estimulante, cuando se tiene a mano el designio y el poder de Dios, es una necedad culpable. Con tal que la voluntad de Dios sea lo que guíe nuestro hacer cotidiano, el café y las galletas pueden ofrecer también un legítimo placer mañanero (e incluso algo que estimule a trabajar mejor). La teoría de Skinner ofrece, a lo más, el reajuste mecánico de una persona que no fue creada para reaccionar mecánicamente jamás. Andando el tiempo, el camino que Skinner desea que andemos nos llevaría directamente a una tiranía tecnocrática. Un jefe de control (o un grupo de controladores) asumiría el papel de manipular todas las fuerzas que controlan la conducta (alimento, vestido, abrigo, etcétera) y distribuirlas entre la gente que se conduciría de acuerdo al plan establecido. En un folleto titulado Retorno a la Libertad y a la Dignidad, Francis Schaeffer señala dos fallos centrales en el pensamiento de Skinner. Primero, si todos están realmente controlados, ¿quién controlará al controlador? El concepto de control recíproco (todos nos controlamos los unos a los otros) sostenido por Skinner, es sólo una evasión al problema. Si ha de existir un plan de control organizado en la sociedad, debe haber alguien por encima de todos los controles, a fin de seleccionar y proyectar con sentido dichos controles de acuerdo con un plan. Pero en el sistema de Skinner, no existen agentes libres; por tanto, no hay nadie cualificado para el oficio de controlar, sino que todo el mundo está controlado ya. Segundo, dando por supuesto que fuese posible dicho control, habría de determinarse en qué dirección debería conducirse a la gente y rectificar su rumbo. Toda decisión acerca de un cambio, presupone implícitamente un sistema de valores. Pero en el sistema de Skinner, radicalmente mecanicista y evolucionista, no caben bases lógicas para determinar lo que está bien o lo que está mal. Como hace notar Schaeffer, el sistema de valores del ateo se reduce necesariamente a la creencia del Marqués de Sade de que todo lo que ocurre está bien. Skinner despacha esta objeción como una polémica innecesaria, e insiste en comenzar estableciendo el valor notoriamente manifiesto de la supervivencia. Pero resulta difícil el admitir que la supervivencia en un universo casual y totalmente mecanicista, sea algo más que una coincidencia casual. Cualquier sentimiento positivo que nosotros abriguemos hacia este destino (o negativo acerca de lo que nos ocurra) es meramente el producto de un azar ciego y, por tanto, sin sentido alguno. Aunque no es mi intención el hacer ahora un análisis más profundo, unos pocos minutos de reflexión bastarían para percatarse de la cantidad y complejidad de problemas éticos que habríamos de afrontar, aun en el caso de que diéramos por supuesto el valor básico y primordial de la supervivencia. Los creyentes debemos rechazar la enseñanza de Skinner de que el hombre no es más que un perro más complicado. Cristo murió por nosotros porque hemos sido hechos a imagen de Dios y se nos ha otorgado un valor real como personas. La libertad que el hombre posee para escoger su dirección, es un concepto claramente enseñado en la Biblia y resulta necesario para vindicar la justicia de Dios cuando castiga el pecado. A un nivel más pragmático (no deseo entrar en la discusión sobre el tema de la soberanía de Dios y el albedrío del hombre, pues cualquiera que sea la posición que se adopte en el plano teológico, no es preciso que aporte un peso decisivo en el punto que quiero enfatizar), yo, como consejero creyente que soy, hago a mis pacientes responsables del modo con que eligen ordenar sus vidas. Si eligen el desconocer las normas divinas son reprensibles. Reconozco su dignidad y su libertad. Una persona no debe cargar a cuenta de su ambiente la responsabilidad de sus propias acciones. El marido que dice: «Mi esposa se negó a tener conmigo trato sexual, y por eso he cometido adulterio», da de su conducta una parcial explicación, pero no una justificación. La responsabilidad por el pecado recae enteramente en el pecador; nunca debe achacarse a las circunstancias, por muy difíciles que éstas puedan ser. Con todo, los cristianos le deben a Skinner el haber especificado de qué modo la conducta es influenciada (no controlada) por las circunstancias. En otro lugar he desarrollado este concepto con detalle. Permitidme que repita que un conocimiento no debe ser rechazado como anticristiano por el solo hecho de que proceda de una fuente no cristiana. La obra de Skinner sobre reflejos condicionados incluye algún conocimiento verdadero acerca de mi relación con el mundo circundante (como agente activo que soy, más bien que pasivo) y puede ser provechosa para un consejero creyente que trabaje exclusivamente dentro de unas estructuras cristianas. Por eso, no estoy de acuerdo con Jay Adams en rechazar en bloque la tecnología de Skinner. En su Hand-book of Christian Connseling, habla de cómo vencer un hábito evitando las circunstancias que sirven de tentación. Si una persona es golosa, no debe fomentar la tentación paseándose junto a una pastelería. Skinner ayuda a analizar el influjo de dicha tentación en su obra sobre el control de los estímulos; así que un consejero cristiano, familiarizado con las investigaciones de Skinner se hallará en mejor posición para aconsejar a su cliente sobre el modo de comportarse, que otro que no sepa nada de las teorías de Skinner. EXISTENCIALISMO La última posición teórica en el diagrama número 1, no es tanto un punto de vista unificado, cuanto una colección de ideas más o menos afines y agrupadas bajo el común denominador, por llamarlo de alguna manera, de existencialismo. En mi opinión, de las cinco teorías expuestas en este capítulo, el existencialismo es el que más atrevidamente se encara con las necesarias implicaciones del naturalismo: si la causa es impersonal y, por tanto, ciega, el resultado debe ser también impersonal y, por tanto, casual. Cualquier comienzo impersonal que uno escoja, ya sea la materia o la energía, no puede sobrepasarse a sí mismo para producir algo que implique una finalidad. No puede haber un proyecto sin un programador. Y si no existe ningún proyecto, no hay ninguna cosa con sentido que la razón pueda descubrir. El hombre es algo incognoscible, sencillamente porque no hay nada que pueda conocerse racionalmente. Desde este punto de vista, el ser humano es un gran signo de interrogación. Es evidente que es algo, porque está ahí, pero como se trata de un mero conjunto de fenómenos casuales, no hay nada que la razón pueda afirmar de él con sentido. Es un puro accidente, un evento surgido no se sabe de dónde, que no obedece a ninguna ley y marcha a la deriva sin destino fijo. El psicólogo existencialista no dice acerca del hombre otra cosa más sino que «es». Pero terapeutas como Víctor Frank1 insisten enfáticamente (y con toda razón) en que una persona no puede vivir sin un destino o sin una dirección. El problema básico de la gente, según Frankl, consiste en lo que él llama neurosis noogénica, una crisis de sentido. La gente no sabe quiénes son ni por qué están aquí. El existencialista no parece darse cuenta de que resulta por lo menos curioso el que toda la gente haya desarrollado casualmente (según su teoría) una necesidad de alcanzar un sentido dentro de un mundo que no tiene ningún sentido. Esto significa o un cruel y consecuente quiebro burlón que nos hace el destino (aunque el término «cruel» pierde su sentido estimativo en un Universo casual: lo que llamamos «cruel» es un simple y anodino «así es»), o es una demostración evidente de que hay un sentido objetivo, perceptible, al menos tenuemente, para toda criatura humana. Un estudio atento de la logoterapia de Frankl nos convence de que Frankl no es partidario de la teoría del sentido objetivo. El trata más bien de solucionar el problema de la neurosis noogénica (falta de sentido) persuadiendo a sus pacientes a que se agarren a ciegos, arbitrariamente, a algo por lo que merezca la pena vivir. Puesto que no existe cosa alguna real u objetiva que dé sentido a la vida, su solución se reduce a una fe ciega: hacer algo, sentir algo, ser algo, vivir por algo, y esperar que esto le aporte a uno el sentido que echa de menos en la vida. Quizás la pasión sexual, la euforia de las drogas, el encanto de la música, la experiencia de una libertad sin límite, la satisfacción que comporta la educación, escribir libros o construir hospitales, podrán suministrar el sentido tan apasionadamente deseado. Sea cual sea el destino que uno quiera dar a su vida, carecerá de base racional, puesto que para el existencialista todo es absurdo. La solución propuesta es claramente un intento irracional de vivir felizmente. Una esperanza irracional se asirá a cualquier objeto que, mediante un acto de la voluntad, pueda proporcionar un sentido transitorio. Pero la gente persiste en ser racional. Estamos acostumbrados a pensar, a hacer preguntas, a buscar respuestas. Y el pensamiento derriba súbitamente los puntales sobre los que se nos haya ocurrido levantar un sentido para nuestra vida. Y como a todos nos llega un momento en que nos paramos a pensar (hasta el más simple de los mortales es consciente de que anhela conocer las razones de algo), la solución existencialista se derrumba sin remedio, para dar lugar a la desesperación más profunda: nada tiene sentido y nos tenemos que conformar de por vida con no ser otra cosa que un gran signo de interrogación, un desdichado error, producido por un sádico accidente para hacernos anhelar algo que nunca podremos conseguir. Los creyentes debemos afirmar muy alto que nuestra fe se basa en hechos, no en sentimientos. Todo el sistema cristiano se apoya en la historicidad de Jesucristo, su real identidad de naturaleza con Dios, su muerte verdadera y su resurrección corporal. El cristianismo comienza con un Dios personal que suministra un sentido objetivo. El hombre no es un signo de interrogación, sino que ha sido creado a imagen de Dios, aunque ahora es un ser caído. Ya sea que lo sienta en su interior, o crea que todo ello es una realidad, eso no afecta a la condición real de los hechos. Se trata de verdades objetivas que pueden ser analizadas y conocidas racionalmente. El problema del hombre consiste en que, como agente moral con libre albedrío, situado en un mundo proyectado por Dios, ha escogido voluntariamente afirmar su propio derecho a la supremacía autónoma y a la autodeterminación. Por tanto, está realmente separado, a causa del pecado, de la única fuente que da verdadero sentido a la vida. Desde el punto de vista cristiano, la neurosis noogénica del hombre es algo real que sólo tiene una solución en este mundo nuestro, que tiene un sentido, pero se halla en estado de caída. La solución al dilema del hombre no es una esperanza arbitraria en el sentido de «¡adelante, a ver si esto funciona!». La esperanza bíblica nunca es un intento irracional de ignorar las conclusiones del raciocinio, sino más bien un conjunto de verdades fijo, seguro, comunicable y proposicional, basado en el nacimiento, la vida, la muerte y la resurrección de Jesucristo, y que encara racional y lógicamente el problema objetivo del pecado. Los consejeros cristianos siempre trabajan sobre una base conocida. Nunca cabe la duda acerca de la dirección que una persona debe tomar si desea en serio resolver su problema. Los creyentes no disponen de libertad para recomendar a un cliente que trate de encontrar su propia solución, sino que siempre deben dirigirle a una solución que se ajuste a lo que enseña la Biblia. Freud dijo que el hombre es egoísta y lo primero que tiene que hacer es reconocerlo y después aceptarlo como cosa normal. La psicología del ego proclama que al hombre se le pueden dar fuerzas suficientes para canalizar con éxito su egoísmo por cauces aceptables tanto a nivel personal como social. Rogers niega que alberguemos en nuestro interior ningún elemento malo y añade que el hombre está lleno de bondad y, por tanto, debe permitir que se manifieste todo lo que hay en su interior. Skinner defiende que el hombre no es bueno ni malo, sino un enredado ovillo de reacciones que, en términos de valor intrínseco, equivalen a un gran cero. Como quiera que el hombre pueda ser controlado, dejemos que los expertos psicólogos de la escuela de Skinner lo manipulen hacia unos fines deseados, en último término, por un controlador que a su vez está totalmente controlado (un casual círculo vicioso que no admite escape). Los existencialistas no saben si el hombre es malo (como dice Freud), o bueno (Rogers), o ambas cosas a la vez (psicólogos del ego), o ninguna de las dos (Skinner). El hombre es, en pura lógica, un absurdo, pero necesita algo aparte de su irracional sinsentido; así que debe echarse la racionalidad a la espalda y esperar a ciegas que venga alguna experiencia a llenar el vacío. La metodología científica no es apta para establecer la validez de ningún concepto sobre la naturaleza básica del hombre. Sin el peso de la certeza, cualquier sistema es un ancla flotante. El escoger una posición básica acerca de la naturaleza del hombre, el principio universal tan urgentemente necesario en el campo de la psicoterapia, es como una flecha lanzada a ciegas al blanco, si no existe a nuestra disposición alguna fuente objetiva de conocimiento. Para encontrar la certeza, sencillamente no hay otro camino por andar, excepto la revelación bíblica. Crabb, L. J., Principios Bíblicos del Arte de Aconsejar, graciasoberana.com |
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