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  7. Definición del Amor

Santidad Biblica es el estudio del concepto wesleyano de la perfección cristiana o santidad práctica.  Considera el espíritu de la santidad, la santidad en la vida diaria y lo que enfrenta el creyente ahora que es santificado.  Contempla cómo integrar la "crisis de santidad" con llevar una vida santa a diaria delante de Dios. 

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Una Definición del Amor

Juan Wesley respondía a los que difamaban su doctrina, diciendo que su enseñanza sobre la perfección cristiana se reducía a: “Amarás a tu Dios con todo tu corazón, toda tu mente, toda tu alma y toda tu fortaleza”. Esto condensa todo lo que hasta aquí hemos dejado dicho en este libro.

Había una vez un obispo medio excéntrico a quien le gustaba recorrer su diócesis disfrazado, para ver cómo se estaban portando los clérigos. Un día llegó a cierta iglesia, vestido como un vagabundo, y llamó a la puerta de la rectoría. Salió a abrir la esposa del vicario, mujer que no perdía ocasión de hacer obra “evangelística”. Antes de darle cualquier limosna al vagabundo, le preguntó si sabía cuántos eran los mandamientos. “Son once”, dijo el obispo. “Te equivocas, son diez” dijo la mujer con altanería. Al día siguiente, domingo, el obispo predicó en esa iglesia. Mirando significativamente a los ojos de la mujer del vicario, anunció el texto sobre el cual iba a predicar: “Un nuevo mandamiento os doy, que os améis los unos a los otros”.

El pastor Charles Jefferson, predicando un sermón sobre “El Nuevo Mandamiento”, dijo que había examinado más de doscientos volúmenes de sermones sin encontrar uno solo sobre este tema. Todavía el amor es “la cosa más grande del mundo”. Las páginas de veinte siglos de historia eclesiástica muestran que hay un enorme vacío en la predicación sobre el amor. Cada predicador debería leer, dos o tres veces por año, el gran sermón de Henry Drummond y predicar enfáticamente sobre tan glorioso tema.

Dijo el apóstol Pablo que “el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza” (Gálatas 5:22,23).

A menudo oímos leer este texto, pronunciando la palabra “fruto” en plural, como si las cosas que siguen fueran manzanas, peras, duraznos, uvas, todas juntas creciendo del mismo árbol. Esta interpretación oscurece el significado del texto. Un manzano puede dar toda clase de frutos que varíen de color, forma y tamaño, pero todos ellos, serán de la misma clase fundamental, y por eso las llamamos manzanas. El fruto del Espíritu es amor. Pero amor, igual que muchas otras palabras, es mal comprendido generalmente, y es usada en el sentido de un mero sentimentalismo que empequeñece su significado. Amor es una palabra fuerte. Tiene una gran riqueza de significado comprehensivo. El apóstol se esfuerza en explicar todo su significado, y después de decir que el fruto del Espíritu es amor, da una serie de palabras que amplían su significado. Es como si dijera: “El fruto del Espíritu es amor, pero el amor es... Y entonces agrega ocho definiciones del término, dos de las cuales son palabras referentes a sentimientos y seis son referentes a acción. Esta propor­ción matemática es necesaria porque, por lo general, hay una tendencia a degenerar el amor en un simple sentimiento. Hay una gran diferencia entre el amor que dice sentir una pareja de adolescentes, y el amor que demuestra tener una pareja de mediana edad, uno de los cuales ha quedado permanentemente inválido y al cuidado continuo del otro. En este segundo caso, el sentimiento se ha convertido en acción.

Los seis términos que Pablo usa para definir el amor como acción, están agrupados en tres pares que cubren todas las posibles relaciones en las cuales puede expresarse el amor como fruto del Espíritu. Esto quiere decir que no hay una sola relación humana que no sea afectada por la presencia del Espíritu en el corazón. Nosotros podemos tener sólo tres tipos de relaciones: con Dios primeramente, con nuestros prójimos en segundo lugar y finalmente con nosotros mismos.

Paciencia y benignidad describen la acción del amor en relación con otros. La paciencia es la virtud que necesitamos cuando estamos abajo, cuando somos dominados por alguien y no podemos defendernos a nosotros mismos. En este caso, el amor es una manifestación pasiva, y le llamamos paciencia. Pero la paciencia necesita bondad. Algunas personas sufren con paciencia, porque no pueden hacer otra cosa. Pero carecen de bondad. Gentileza es la palabra que debemos aplicar cuando estemos por encima de todos y disfrutemos de autoridad. Entonces la manifes­tación palpable de nuestro amor será la gentileza.

Nuestra relación con Dios, cuando estamos bajo el control del Espíritu Santo, debe manifestarse en la forma de bondad y fe. No podemos hablar de nuestra relación con Dios sin ser teológicos. La fe y la bondad se enseñan a menudo, teológicamente, por separado. Pero deben formar una síntesis viviente, tal como Pablo hace aquí. Es propio decir que la salvación es por la fe. También es propio decir que la salvación es por la bondad. Cuando alguien dice que la salvación es un don independiente de nuestras obras, dice una gran verdad. Sin embargo, la verdad total del evangelio exige que la salvación produzca bondad. Cualquier cosa que quisiéramos significar al hablar de salvación por la fe, tiene que ser una salvación que no condena el pecado ni deja ningún lugar para el mal. La justicia no sólo debe ser imputada—tal como decían los antiguos teólogos, sino también impartida.

La humildad no debe ser una capa que cubra el pecado y la derrota. Pero también la victoria espiritual debe testificarse con una humildad que excluya el orgullo y dé toda la gloria a Cristo. Necesitamos recordar una vez más que nuestra salvación no depende de nuestros sentimientos. La salvación depende únicamente del sacrificio de Jesucristo. Esto es algo que verdaderamente no tiene precio, y que debe ser testificado con acción de gracias y humildad. La victoria no es nuestra, ni el efecto de nuestra lucha: es un don de la gracia de Dios. Por lo tanto, ¡a Dios debe darse toda la alabanza! Pero eso no es todo. Cometemos tantos errores de juicio, decimos tantas palabras hirientes, ofendemos en tantas maneras, fallamos tanto al no orar como debemos, y somos tan remisos en cumplir nuestros deberes, que la escasa victoria que obtenemos sobre las cosas que sabemos son pecado, no nos permiten ninguna clase de orgullo. Y no sólo eso, sino que muchas veces, ni siquiera estamos al tanto de las maldades que cometemos sino hasta después que el daño ha sido hecho. Pero, sin embargo, todo no invalida el sentido de la victoria. No debemos andar siempre cariacontecidos y tristes, negándonos a testificar de victoria alguna, por el temor de lo que pudiera haber sucedido o pueda suceder sin nuestra voluntad. La proclamación de la victoria debe ir acompañada de un profundo reconocimiento de que la gracia de Dios está limpiando constantemente nuestra alma de todos esos pecados inadvertidos. Y justamente, como no nos sentimos culpables o conscientes de haber cometido nuevos pecados deliberadamente, tampoco habrá nuevas revelaciones de su limpieza. Pero eso no significa que nuestros errores, y la necesidad de corregirlos no estén presentes. Debemos ser sabios y aceptar la realidad, y dar conscientemente alabanzas a Dios por todo lo que El está haciendo, y que nosotros estamos recibiendo por fe. Nuestro aprecio de la gracia y nuestra humildad de espíritu deben profundizarse a medida que vamos comprendiendo cuánto es lo que Dios hace por nosotros durante todo ese tiempo en que nos sentimos libres de pecado.

¿Cómo, entonces, se resuelve esta paradoja de los dos énfasis teológicos, fe y bondad? Por el amor. El amor mantiene la tensión en equilibrio. El amor es el “vínculo perfecto” (Colosenses 3:14).

Uno de los hechos singulares de la naturaleza humana es que podamos tener relaciones con nosotros mismos. Es decir, que podamos hablarnos a nosotros mismos, refrenarnos y examinarnos a nosotros mismos, y manejarnos a nosotros mismos. Sin duda alguna, nuestro mayor problema en nuestra vida lo constituimos nosotros mismos. Pero sin embargo, cuando poseemos la plenitud del Espíritu, El pone el fruto del amor en esas relaciones y el amor se manifiesta en dos direcciones: mansedumbre y temperancia (o sea el auto-control). Aquí hay otra paradoja viviente, otra tensión entre dos polos, que se mantiene en la síntesis del, amor. Cualquiera de esos dos polos, tomado aparte, se vuelve muy peligroso.

La esencia de la santificación es una completa y total entrega. Pero esto es más que un simple y aislado acto. Iniciada la santificación como un acto, debe ser mante­nida como una condición. Y un estado constante de sometimiento es definido aquí para nosotros como mansedumbre. Hay un peligro aquí, no obstante, si suponemos que nuestra santificación consiste en la condición en que meramente cedemos, y somos pasivos, débiles e irresponsables. La mansedumbre y el sometimiento continuo deben ser acompañados por un concepto nuevo y mayor. Dios acepta nuestra entrega total solamente para regresarnos nuestras vidas en forma de un depósito del que somos mayordomos.

La prueba de que Dios nos acepte es un paso gigantesco de fe de parte de Dios. El nos devuelve todo lo que damos, pidiendo de nosotros sólo que seamos fieles mayordomos. Cada parte de nuestra naturaleza puede ser usada como un instrumento de rebeldía. Cualquier elemento puede convertirse en un arma para combatir a Dios. Y como hemos visto, la línea entre la mayordomía que honra a Dios, y la mayordomía para la gloria del yo se cruza tan fácil e involuntariamente que sólo la voz del Espíritu Santo puede guardarnos de las tretas del diablo aquí descritas. Pero Dios corre el riesgo. Nuestra lealtad toca y satisface un deseo muy profundo de Dios, y El la recompensa con el inmenso honor de nombrarnos sus mayordomos. Por lo tanto, Dios no nos priva de nuestro ser, sino que, conforme lo rendimos a El constantemente, El constantemente lo pone en nuestras manos, en mayordomía eterna. No nos corta la lengua, pero espera que la gobernemos para su gloria. No nos quita la sensibilidad, o el apetito, o nuestros instintos o capacidades, pero El ha determinado un día en que nos pedirá que rindamos cuentas de cómo hemos usado todo ello. Dado que la esencia de nuestra entrega a Dios es la entrega de nuestro yo, entonces la mayordomía del yo viene a ser el auto-control. Y eso es el polo opuesto a la mansedumbre, en la tensión de amor que existe dentro del yo.

Mucho se ha dicho acerca de la disciplina del yo entregado a Dios. Algo más necesita ser dicho, sin embargo, acerca del amor como emoción, en cuanto a conservarlo en correcta relación a la acción. La emoción es parte esencial de la vida y no debe divorciarse de la experiencia cristiana. Podemos asegurar que el cristianismo sin la emoción no es un cristianismo viviente. Por supuesto, el ejercicio de las emociones requiere disciplina.

La emoción, la razón, la voluntad, el instinto, y cualquier otra fase de la vida son peligrosas cuando se hacen un fin en sí mismas. Cada una de ellas, no obstante, tiene una función esencial que realizar. La función de la emoción es, primeramente, servir de resorte a la acción. Dice William James en su clásico libro sobre los hábitos que es dañino someterse a experiencias emocionales sin darles un modo adecuado de expresión en la vida. Para ilustrarlo, el psicólogo norteamericano dice que si uno escucha un buen concierto sinfónico, y se emociona profundamente al oírlo, no debe contentarse solamente con absorber tantas emociones placenteras, sino que debe darles expresión a esas emociones cumpliendo con alguna clase de deber, ¡tal como hacer un llamado telefónico a la abuelita al día siguiente!

Hay un gran peligro en hacer del elemento emocional el principal ingrediente de la experiencia cristiana, convirtiéndolo en un fin en sí mismo. Esto es algo que deben tenerlo en cuenta tanto los filósofos místicos como algunos hermanos que enfatizan los dones carismáticos. Los primeros tienden a definir la religión en términos de experiencia extática, y los segundos en términos de cantidad emocional. Ambos están correctos al decir que la emoción tiene un buen lugar en la vida cristiana pero ambos se equivocan en decir que la emoción es el único lugar en que se expresa la vida religiosa. La emoción religiosa debe ser un impulso para la acción, acción que abarca el todo de la vida. Desafortunadamente, el énfasis a la santidad en muchos círculos se ha confundido con un emocionalismo exagerado. Hay muchos peligros en el emocionalismo, y hay que encararlos con franqueza y disciplina.

El primero de esos peligros es perder la sinceridad al caer en la imitación de la emoción. Hay gente que cree que si no estalla en el culto cierta clase de emocionalismo, no ha habido bendición verdadera. Creen que cada culto debe ser ruidoso, sobrecargado de emoción. Piden a Dios, orando a gritas, que perdone el frío formalismo de la iglesia, sin darse cuenta que esta forma de orar es también un formalismo. A veces no discernimos bien los formalismos de la falta de forma. Esos hermanos que creen que no hay libertad del Espíritu hasta que todos los creyentes están dando gritos y llorando, deberían preguntarse si el Espíritu Santo no tiene suficiente variedad y espontaneidad para inspirarlos algunas veces a desear estar quietos.

El segundo peligro es buscar las emociones en lugar de buscar a Dios. Si cuando recibimos alguna gran bendición espiritual nos sentimos agitados, sacudidos y movidos a alguna expresión extática, santo y bueno. Pero no busquemos el éxtasis como un camino para hallar a Dios, ni menos pensemos que el éxtasis es Dios.

Otro peligro es el de causar mala impresión en los adversarios. Me refiero a la impresión que nuestro emocionalismo puede causar en otros, la reacción adversa que produce en personas que gustan de una religión más calmada. No tenemos derecho a mostrar nuestra piedad en maneras que ofendan la modestia, el sentido de orden o la decencia de la gente. Es cierto que hay ciertas manifestaciones de carnalidad bajo la forma de respetabilidad, carnalidad que no desea ser juzgada, pero no nos conviene justificar nuestras asperezas echándole la culpa a otros de falta de espiritualidad. Es posible que la gracia de Dios ayude a una persona a soportar cualquier clase de tortura, pero no es la gracia lo que nos hace torturar a persona alguna. La vida cristiana debiera ser un estudio constante de la gracia y cómo demostrarla, y en este punto debemos recordar las palabras del Señor Jesús condenando a quienes escandalizan a otros.

Todavía un peligro mayor del emocionalismo es el desperdicio de energías. El propósito de la emoción es ser un impulso para la acción. Cuando uno ha sido emocionado por el sermón, o ha sido inspirado por una oración, o ha experimentado mucho gozo al cantar, debería haber reservas de energía para darle expresión inmediatamente después del culto o reunión, yendo a ganar un alma, o intercediendo en oración fervientemente, o también dando generosamente para la obra del Señor o para los pobres de la iglesia, visitando a los presos o a los enfermos, ayudando a los huérfanos y las viudas, animando y brindando amistad a los solitarios, ministrando las cosas del Espíritu y demás cosas similares. Si la energía se gasta únicamente en emoción, el servicio cristiano sufrirá mucho y la vida cristiana se hará débil y sentimental. El cristiano sabio sabe trazarse un programa de trabajos para canalizar sus emociones y para darles adecuada disciplina.

Disciplina—o control—es la palabra apropiada para medir la espiritualidad, a despecho de muchos que tienen la tendencia de medirla por la cantidad de abandonamiento que han alcanzado. Y este es el peligro más sutil de todos. El mismo corazón de la experiencia de santidad es un completo rendimiento a Cristo, pero es una trampa sutil del diablo hacer confundir abandonamiento a Cristo con un abandono emocional. Al enemigo le gusta desviar nuestra atención de algún problema vital en nuestra vida sobre el que Dios está tratando, y hacer que en vez de eso recurramos al falso asunto de un estallido emocional. Supongamos que en un matrimonio se ha producido uno de los tantos problemas que se producen. Para solucionar este problema no hay más que entregarse y someterse al Espíritu de Cristo. Sin embargo se hace más fácil llorar, patalear, tener una crisis de nervios delante de amigos simpatizantes, quienes, pasado este paroxismo de emociones, dirán que él, o ella, deben ahora “tomarlo por fe”. El que así ha derrochado emociones, entonces, volvería a su casa con un sentido de victoria y seguridad de tener la razón, porque para eso hizo una escena. Al día siguiente, comprobando que el problema hogareño no ha variado en lo más mínimo, siente que la euforia de su gozo se desvanece.

Si uno lleva esta identificación de sometimiento voluntario con abandono espiritual hasta su última consecuencia lógica, llegará a un estado en el cual, cualquier vestigio que haya quedado de control racional sobre sí mismo parece en esa proporción, falta de sometimiento. Entonces uno se halla a sí mismo en un período temporal de abandono, durante el cual no es uno mismo, y no es responsable por su comportamiento o conducta. Por eso es que tales acciones están tan plagadas de quiebra y ruina moral. Pablo recomienda que “los espíritus de los profetas se sujeten a los profetas”. Que no se sujeten a ninguna fuerza externa a ellos, ni siquiera a Dios, excepto cuando el poder divino pasa a través de la voluntad del profeta. El fruto final de una vida llena del Espíritu es el propio control, o mejor expresado, el dominio propio.

Jesús es un perfecto ejemplo de disciplina. El lloró sobre la tumba de su amigo Lázaro, sin embargo no nos lo podemos imaginar desesperado o gritando. Se hallaba feliz cuando lo rodeaban los niños, o cuando charlaba con Marta y María o cuando platicaba con sus discípulos alrededor del fuego, pero ¿puede usted imaginarlo como un hombre frívolo? El se gozaba intensamente en todas las situaciones lícitas de la vida, pero su gozo estaba templado por la nota sobria de la inminente cruz. Quizás si hubiera algo más de la cruz en nuestras vidas, nuestras alegrías serían más sobrias, más profundas, más genuinas.

Muchos cristianos sensatos sienten inquietud por los excesos emocionales, pero al mismo tiempo se someten a ellos por el temor de que si los critican o quieren limitarlos, serían acusados de “apagar el Espíritu”. Pero sin embargo, ¡cuántas veces el Espíritu es apagado por un emocionalismo desenfrenado! Hay una advertencia bien clara, dirigida especialmente a las iglesias de santidad, de poner manos a este asunto con una disciplina agradable a Dios. Por otro lado, en el otro extremo de la escala están los que dicen que las iglesias de santidad sólo se componen de fanáticos, indignos de ser tomados en serio. Esto es una verdadera enfermedad. Para el verdadero amor no hay absolutamente nadie que sea indigno de ser tomado en serio. ¡que tengan esto en cuenta los que se afanan en edificar una iglesia unida!

Pero, ¿y aquellos que rechazan todas las expresiones de la emoción religiosa excepto las enteramente tradicionales? Hay tanto peligro en esto como lo hay en el emocionalismo extremo.

Precisamente porque la emoción es un resorte para la acción, y un poderoso aguijón que punza la conciencia, muchos desean tener su religión envuelta en una cápsula de frío formalismo. Muchos hay cuya religión está detrás de un vidrio esmerilado, que deja pasar la cantidad justa de luz y calor para que se sientan cómodos, pero que al mismo tiempo les impide ver el mundo exterior con sus sufrimientos y pecados y que les penetre alguna convicción de pecado.

En las iglesias litúrgicas se ha puesto al factor emotivo en el culto a Dios bajo un control severo. Los mejores artistas del mundo fueron llamados para construir sus templos y decorarlos con las más bellas formas de diseño, pictóricas y musicales. Por humilde que sea el adorador que entra a sus templos, o cuán poco aprecio tenga de las bellas artes, el pobre está obligado a servirse del arte porque su iglesia se ha encargado de que así sea. Pero hoy en día están surgiendo gritos contra las formas estereotipadas aún dentro de las artes seculares. Se insiste en que la belleza sólo puede ser tal si mantiene un elemento de espontaneidad tanto en la obra del artista como en el que la aprecia. Las iglesias que no son litúrgicas han tratado inútilmente de mantener este elemento espontáneo, sin el cual la emoción muere. No siempre han tenido éxito, pues la falta de formalidad a veces se vuelve otra forma de formalismo. La conservación de una viviente espontaneidad es imprescindible para la adoración verdadera.

He oído muchas veces las sonoras frases del Libro de Oración Común leídas por corazones tan sinceros que parecían el estallido de un corazón lleno de amor. Pero también las he oído leer mecánicamente, aunque también sonaban muy bellas. Pero no siempre suenan como si fueran frases de adoración. Todo depende del estado del corazón del adorador durante el servicio. Nunca olvidaré el día que oí a ese santo varón de Dios, el obispo Abraham, finado prelado de la iglesia siria Mar Thoma de Travancore, India, recitando la liturgia de la comunión para 5.000 comulgantes, en la catedral de Maramón. Aún cuando leía en idioma malayo, que yo no entendía, podía sentir el tremendo corazón de pastor de este santo indio, leyendo a su pueblo la Palabra de Dios. Durante todo el tiempo de la lectura un ayudante se mantuvo meciendo un incensario delante de nosotros. El obispo anglicano de Madrás estaba al lado mío, porque nosotros éramos predicadores huéspedes, y me preguntó, en tono de broma ¡qué pensarían de mí mis amigos cuáqueros si supiesen que a mí se me había ofrecido incienso! Pero sea como sea, todo el ornamento litúrgico de aquel servicio, el incienso, las vestiduras, el canto y el ritual, han desaparecido de mi memoria. Sólo ha quedado esa magnífica visión del varón de Dios adorando sinceramente en medio de una complicada liturgia. Pero el peligro de la liturgia no deja de estar allí. La iglesia de Mar Thoma, que por muchos años disfrutó de un poderoso avivamiento, ganando mil hindúes por año, está ahora bajo la prueba de ver si puede mantener esa vida espiritual sin ser asfixiada por su liturgia.

Ya que el ritual apaga fácilmente la espiritualidad, muchos de nosotros elegimos la espontaneidad aún a considerable costo, porque cuando las masas del pueblo son tocadas por el Espíritu de Dios, la manera de expresarse puede ser cruda. Pero esta condición del pueblo simple pide más enseñanza que censura. La gente fervorosa puede ser guiada a expresiones más agradables de adoración, pero no puede ser forzada o congelada en ellas.

Sin embargo, en beneficio de la libertad y la esponta­neidad, debemos estar dispuestos a pagar el precio en la falta de arte, porque el pueblo común que oye y sigue a Jesucristo no es artístico en su mayoría, a menos que haya algo de arte en la espontaneidad misma. Cuando una joven señora recién convertida se levantó en una reunión de tes­timonios para decir que se hallaba muy deprimida, pues su marido estaba sin trabajo, pero que desde que había establecido en su casa el altar familiar podía decir con alegría, “¡Al diablo con la depresión!”, todos sentimos que, detrás de lo poco elegante de la expresión, había algo de belleza y dignidad. Esa cosa bella era la sinceridad. Ninguno de nosotros tenía duda de que Dios era inmensamente real en la vida de esa joven, y que ella sentía realmente lo que decía.

Pablo usa las palabras gozo y paz para describir los sentimientos cristianos. Uno necesita la vida de Cristo para agregar la palabra compasión. El gozo cristiano es verdadero; no es un mecanismo de escape. Está en cabal armonía con la más sobria faz de la escueta realidad. La paz también es algo sobrio, aunque lleva su gran elemento de gozo. La paz y el gozo son nuestros, así como lo fueron de Cristo, no como sentimientos insípidos, sino como poderosos resortes para la acción. Y cuando nuestra paz y nuestro gozo se enfrentan a un mundo sufriente, se vuelven compasión, y nos lanzan al polvoriento camino en amoroso servicio.

“El gozo de Jehová es vuestra fuerza” (Nehemías 8:10). Este es uno de los versículos bíblicos más apegados a la vida. Y uno de los más astutos ardides del diablo es qui­tarle ese gozo al cristiano. Con el gozo se va su fortaleza y el desastre es inminente. El gozo del Señor es algo que debe ser mantenido a cualquier costo. No podemos perderlo bajo ninguna circunstancia. El gozo no desaparece con el sufrimiento. El gozo del Señor permanece aún en las penas y es una poderosa fuerza que nos sostiene entonces. Es fortaleza. Sólo las personas muy egoístas se privan de este gozo. Si descubrimos que nuestro gozo se está diluyendo, debemos buscar y destruir pronto esa auto-aseveración del yo, o esa auto-compasión, que nos está robando nuestro gozo. Nada en la tierra es digno que dejemos por ello el gozo del Señor. “En quietud y en confianza será vuestra fortaleza” (Isaías 30:15). La paz bíblica y el gozo bíblico son las emociones que el cristiano necesita.

El mero sentimentalismo es barato y sin riesgo alguno. Siempre se protege a sí mismo. Pero el amor debe actuar, debe expresarse a sí mismo. Uno comprende algo de lo que significa el amor cuando lee la historia de los antiguos cuáqueros que pidieron al Parlamento inglés les permitiera ir a prisión en lugar de otros cuáqueros que se estaban muriendo en esas pútridas mazmorras. Esto era amor en acción. Esos hombres deseaban salvar las vidas de sus amigos. Pero había algo más grande todavía. El pedido fue motivado por el asombroso deseo de ¡quitar la culpa de sangre de la cabeza de esos carceleros! El sentimentalismo simplemente hubiera dicho: “¿Qué pena nos dan esos amigos que están muriendo en la prisión!”

El Calvario es el amor de Dios en acción. ¡Cuán diferente hubiera sido toda la cosa si Dios hubiera mirado nuestra condición perdida y solamente “hubiera tenido piedad”! Dios pudo haber lamentado nuestra triste condición con verdadero sentimiento, sin hacer nada más, y todavía seguir siendo uno de los grandes dioses. Pero Juan nunca hubiera escrito “Dios es Amor”. Pero ya que El es verdadero Dios, y verdadero Amor, El no podía mirarnos, compadecerse de nosotros, y permanecer indiferente. Siendo amor no podía hacer otra cosa que actuar en favor de nuestra redención. Por el Calvario nosotros sabemos que Dios es amor. Y si el amor de Cristo nos posee, debe manifestarse a sí mismo con acciones semejantes a las del Calvario.

Hay una lección que aprender de la mujer que ungió los pies de Jesús con un costoso ungüento. Un acto de desperdicio—diría Judas—irregular e incalculado. Pero Jesús lo aprobó porque era una expresión de amor. Hay algo extraño acerca del verdadero amor. Los santos que más nos impresionan, no son los místicos y devotos, sino los osados y pródigos amadores de Jesús.

Cattell, Everett Lewis, El espíritu de santidad, Casa Nazarena de Publicaciones, wesley.nnu.edu, Usado con permiso.

 
1. Elemento Tiempo
2. Santificación del Yo
3. Vida Controlada
4. Guía del Espíritu
5. Orando en Espíritu
6. Unidad del Espíritu
7. Definición del Amor
8. Ante todo, ¿Qué es?
9. 1 Tesalonicenses
10. Amor de Dios
11. Santidad Contagiosa
12. Autoexamen
13. Amor En Su Vida
14. Entera Santificación
15. Cosas No Cambiadas
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