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7. Definición del Amor![]() Santidad Biblica es el estudio del concepto wesleyano de la perfección cristiana o santidad práctica. Considera el espíritu de la santidad, la santidad en la vida diaria y lo que enfrenta el creyente ahora que es santificado. Contempla cómo integrar la "crisis de santidad" con llevar una vida santa a diaria delante de Dios.
7
Una Definición del Amor
Juan Wesley respondía a los que
difamaban su doctrina, diciendo que su enseñanza sobre la perfección
cristiana se reducía a: “Amarás a tu Dios con todo tu corazón, toda
tu mente, toda tu alma y toda tu fortaleza”. Esto condensa todo lo que
hasta aquí hemos dejado dicho en este libro.
Había una vez un obispo medio
excéntrico a quien le gustaba recorrer su diócesis disfrazado, para
ver cómo se estaban portando los clérigos. Un día llegó a cierta
iglesia, vestido como un vagabundo, y llamó a la puerta de la
rectoría. Salió a abrir la esposa del vicario, mujer que no perdía
ocasión de hacer obra “evangelística”. Antes de darle cualquier
limosna al vagabundo, le preguntó si sabía cuántos eran los
mandamientos. “Son once”, dijo el obispo. “Te equivocas, son diez”
dijo la mujer con altanería. Al día siguiente, domingo, el obispo
predicó en esa iglesia. Mirando significativamente a los ojos de la
mujer del vicario, anunció el texto sobre el cual iba a predicar: “Un
nuevo mandamiento os doy, que os améis los unos a los otros”. El pastor Charles Jefferson, predicando un sermón sobre “El Nuevo Mandamiento”, dijo que había examinado más de doscientos volúmenes de sermones sin encontrar uno solo sobre este tema. Todavía el amor es “la cosa más grande del mundo”. Las páginas de veinte siglos de historia eclesiástica muestran que hay un enorme vacío en la predicación sobre el amor. Cada predicador debería leer, dos o tres veces por año, el gran sermón de Henry Drummond y predicar enfáticamente sobre tan glorioso tema.
Dijo el apóstol Pablo que “el fruto
del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe,
mansedumbre, templanza” (Gálatas 5:22,23).
A menudo oímos leer este texto,
pronunciando la palabra “fruto” en plural, como si las cosas que
siguen fueran manzanas, peras, duraznos, uvas, todas juntas creciendo
del mismo árbol. Esta interpretación oscurece el significado del
texto. Un manzano puede dar toda clase de frutos que varíen de color,
forma y tamaño, pero todos ellos, serán de la misma clase fundamental,
y por eso las llamamos manzanas. El fruto del Espíritu es amor.
Pero amor, igual que muchas otras palabras, es mal comprendido
generalmente, y es usada en el sentido de un mero sentimentalismo que
empequeñece su significado. Amor es una palabra fuerte. Tiene una gran
riqueza de significado comprehensivo. El apóstol se esfuerza en
explicar todo su significado, y después de decir que el fruto del
Espíritu es amor, da una serie de palabras que amplían su significado.
Es como si dijera: “El fruto del Espíritu es amor, pero el amor es...
Y entonces agrega ocho definiciones del término, dos de las cuales
son palabras referentes a sentimientos y seis son referentes a acción.
Esta proporción matemática es necesaria porque, por lo general, hay
una tendencia a degenerar el amor en un simple sentimiento. Hay una
gran diferencia entre el amor que dice sentir una pareja de
adolescentes, y el amor que demuestra tener una pareja de mediana
edad, uno de los cuales ha quedado permanentemente inválido y al
cuidado continuo del otro. En este segundo caso, el sentimiento se ha
convertido en acción.
Los seis términos que Pablo usa para
definir el amor como acción, están agrupados en tres pares que cubren
todas las posibles relaciones en las cuales puede expresarse el amor
como fruto del Espíritu. Esto quiere decir que no hay una sola
relación humana que no sea afectada por la presencia del Espíritu en
el corazón. Nosotros podemos tener sólo tres tipos de relaciones: con
Dios primeramente, con nuestros prójimos en segundo lugar y finalmente
con nosotros mismos.
Paciencia y benignidad
describen la acción del amor en relación con otros.
La paciencia es la virtud que necesitamos cuando estamos abajo,
cuando somos dominados por alguien y no podemos defendernos a nosotros
mismos. En este caso, el amor es una manifestación pasiva, y le
llamamos paciencia. Pero la paciencia necesita bondad. Algunas
personas sufren con paciencia, porque no pueden hacer otra cosa. Pero
carecen de bondad. Gentileza es la palabra que debemos aplicar cuando
estemos por encima de todos y disfrutemos de autoridad. Entonces la
manifestación palpable de nuestro amor será la gentileza.
Nuestra relación con Dios, cuando
estamos bajo el control del Espíritu Santo, debe manifestarse en la
forma de bondad y fe. No podemos hablar de nuestra relación con
Dios sin ser teológicos. La fe y la bondad se enseñan a menudo,
teológicamente, por separado. Pero deben formar una síntesis viviente,
tal como Pablo hace aquí. Es propio decir que la salvación es por la
fe. También es propio decir que la salvación es por la bondad. Cuando
alguien dice que la salvación es un don independiente de nuestras
obras, dice una gran verdad. Sin embargo, la verdad total del
evangelio exige que la salvación produzca bondad. Cualquier cosa que
quisiéramos significar al hablar de salvación por la fe, tiene que ser
una salvación que no condena el pecado ni deja ningún lugar para el
mal. La justicia no sólo debe ser imputada—tal como decían los
antiguos teólogos, sino también impartida.
La humildad no debe ser una capa que
cubra el pecado y la derrota. Pero también la victoria espiritual debe
testificarse con una humildad que excluya el orgullo y dé toda la
gloria a Cristo. Necesitamos recordar una vez más que nuestra
salvación no depende de nuestros sentimientos. La salvación depende
únicamente del sacrificio de Jesucristo. Esto es algo que
verdaderamente no tiene precio, y que debe ser testificado con acción
de gracias y humildad. La victoria no es nuestra, ni el efecto de
nuestra lucha: es un don de la gracia de Dios. Por lo tanto, ¡a Dios
debe darse toda la alabanza! Pero eso no es todo. Cometemos tantos
errores de juicio, decimos tantas palabras hirientes, ofendemos en
tantas maneras, fallamos tanto al no orar como debemos, y somos tan
remisos en cumplir nuestros deberes, que la escasa victoria que
obtenemos sobre las cosas que sabemos son pecado, no nos permiten
ninguna clase de orgullo. Y no sólo eso, sino que muchas veces, ni
siquiera estamos al tanto de las maldades que cometemos sino hasta
después que el daño ha sido hecho. Pero, sin embargo, todo no invalida
el sentido de la victoria. No debemos andar siempre cariacontecidos y
tristes, negándonos a testificar de victoria alguna, por el temor de
lo que pudiera haber sucedido o pueda suceder sin nuestra
voluntad. La proclamación de la victoria debe ir acompañada de un
profundo reconocimiento de que la gracia de Dios está limpiando
constantemente nuestra alma de todos esos pecados inadvertidos. Y
justamente, como no nos sentimos culpables o conscientes de haber
cometido nuevos pecados deliberadamente, tampoco habrá nuevas
revelaciones de su limpieza. Pero eso no significa que nuestros
errores, y la necesidad de corregirlos no estén presentes. Debemos
ser sabios y aceptar la realidad, y dar conscientemente
alabanzas a Dios por todo lo que El está haciendo, y que nosotros
estamos recibiendo por fe. Nuestro aprecio de la gracia y nuestra
humildad de espíritu deben profundizarse a medida que vamos
comprendiendo cuánto es lo que Dios hace por nosotros durante todo
ese tiempo en que nos sentimos libres de pecado.
¿Cómo, entonces, se resuelve esta
paradoja de los dos énfasis teológicos, fe y bondad? Por el amor. El
amor mantiene la tensión en equilibrio. El amor es el “vínculo
perfecto” (Colosenses 3:14).
Uno de los hechos singulares de la
naturaleza humana es que podamos tener relaciones con nosotros mismos.
Es decir, que podamos hablarnos a nosotros mismos, refrenarnos y
examinarnos a nosotros mismos, y manejarnos a nosotros mismos. Sin
duda alguna, nuestro mayor problema en nuestra vida lo constituimos
nosotros mismos. Pero sin embargo, cuando poseemos la plenitud del
Espíritu, El pone el fruto del amor en esas relaciones y el amor se
manifiesta en dos direcciones: mansedumbre y temperancia (o
sea el auto-control). Aquí hay otra paradoja viviente, otra
tensión entre dos polos, que se mantiene en la síntesis del, amor.
Cualquiera de esos dos polos, tomado aparte, se vuelve muy peligroso.
La esencia de la santificación es
una completa y total entrega. Pero esto es más que un simple y aislado
acto. Iniciada la santificación como un acto, debe ser mantenida como
una condición. Y un estado constante de sometimiento es definido aquí
para nosotros como mansedumbre. Hay un peligro aquí, no
obstante, si suponemos que nuestra santificación consiste en la
condición en que meramente cedemos, y somos pasivos, débiles e
irresponsables. La mansedumbre y el sometimiento continuo deben ser
acompañados por un concepto nuevo y mayor. Dios acepta nuestra entrega
total solamente para regresarnos nuestras vidas en forma de un
depósito del que somos mayordomos.
La prueba de que Dios nos acepte es
un paso gigantesco de fe de parte de Dios. El nos devuelve todo lo
que damos, pidiendo de nosotros sólo que seamos fieles mayordomos.
Cada parte de nuestra naturaleza puede ser usada como un instrumento
de rebeldía. Cualquier elemento puede convertirse en un arma para
combatir a Dios. Y como hemos visto, la línea entre la mayordomía que
honra a Dios, y la mayordomía para la gloria del yo se cruza tan fácil
e involuntariamente que sólo la voz del Espíritu Santo puede
guardarnos de las tretas del diablo aquí descritas. Pero Dios corre
el riesgo. Nuestra lealtad toca y satisface un deseo muy profundo de
Dios, y El la recompensa con el inmenso honor de nombrarnos sus
mayordomos. Por lo tanto, Dios no nos priva de nuestro ser, sino que,
conforme lo rendimos a El constantemente, El constantemente lo pone en
nuestras manos, en mayordomía eterna. No nos corta la lengua, pero
espera que la gobernemos para su gloria. No nos quita la
sensibilidad, o el apetito, o nuestros instintos o capacidades, pero
El ha determinado un día en que nos pedirá que rindamos cuentas de
cómo hemos usado todo ello. Dado que la esencia de nuestra entrega a
Dios es la entrega de nuestro yo, entonces la mayordomía del yo viene
a ser el auto-control. Y eso es el polo opuesto a la
mansedumbre, en la tensión de amor que existe dentro del yo.
Mucho se ha dicho acerca de la
disciplina del yo entregado a Dios. Algo más necesita ser dicho, sin
embargo, acerca del amor como emoción, en cuanto a conservarlo en
correcta relación a la acción. La emoción es parte esencial de la vida
y no debe divorciarse de la experiencia cristiana. Podemos asegurar
que el cristianismo sin la emoción no es un cristianismo viviente. Por
supuesto, el ejercicio de las emociones requiere disciplina.
La emoción, la razón, la voluntad,
el instinto, y cualquier otra fase de la vida son peligrosas cuando
se hacen un fin en sí mismas. Cada una de ellas, no obstante, tiene
una función esencial que realizar. La función de la emoción es,
primeramente, servir de resorte a la acción. Dice William James en su
clásico libro sobre los hábitos que es dañino someterse a experiencias
emocionales sin darles un modo adecuado de expresión en la vida. Para
ilustrarlo, el psicólogo norteamericano dice que si uno escucha un
buen concierto sinfónico, y se emociona profundamente al oírlo, no
debe contentarse solamente con absorber tantas emociones placenteras,
sino que debe darles expresión a esas emociones cumpliendo con alguna
clase de deber, ¡tal como hacer un llamado telefónico a la abuelita al
día siguiente!
Hay un gran peligro en hacer del
elemento emocional el principal ingrediente de la experiencia
cristiana, convirtiéndolo en un fin en sí mismo. Esto es algo que
deben tenerlo en cuenta tanto los filósofos místicos como algunos
hermanos que enfatizan los dones carismáticos. Los primeros tienden a
definir la religión en términos de experiencia extática, y los
segundos en términos de cantidad emocional. Ambos están correctos al
decir que la emoción tiene un buen lugar en la vida cristiana pero
ambos se equivocan en decir que la emoción es el único lugar en que se
expresa la vida religiosa. La emoción religiosa debe ser un impulso
para la acción, acción que abarca el todo de la vida.
Desafortunadamente, el énfasis a la santidad en muchos círculos se ha
confundido con un emocionalismo exagerado. Hay muchos peligros en el
emocionalismo, y hay que encararlos con franqueza y disciplina.
El primero de esos peligros es
perder la sinceridad al caer en la imitación de la emoción. Hay gente
que cree que si no estalla en el culto cierta clase de emocionalismo,
no ha habido bendición verdadera. Creen que cada culto debe ser
ruidoso, sobrecargado de emoción. Piden a Dios, orando a gritas, que
perdone el frío formalismo de la iglesia, sin darse cuenta que esta
forma de orar es también un formalismo. A veces no discernimos bien
los formalismos de la falta de forma. Esos hermanos que creen que no
hay libertad del Espíritu hasta que todos los creyentes están dando
gritos y llorando, deberían preguntarse si el Espíritu Santo no tiene
suficiente variedad y espontaneidad para inspirarlos algunas veces a
desear estar quietos.
El segundo peligro es buscar las
emociones en lugar de buscar a Dios. Si cuando recibimos alguna gran
bendición espiritual nos sentimos agitados, sacudidos y movidos a
alguna expresión extática, santo y bueno. Pero no busquemos el
éxtasis como un camino para hallar a Dios, ni menos pensemos que el
éxtasis es Dios.
Otro peligro es el de causar mala
impresión en los adversarios. Me refiero a la impresión que nuestro
emocionalismo puede causar en otros, la reacción adversa que produce
en personas que gustan de una religión más calmada. No tenemos
derecho a mostrar nuestra piedad en maneras que ofendan la modestia,
el sentido de orden o la decencia de la gente. Es cierto que hay
ciertas manifestaciones de carnalidad bajo la forma de
respetabilidad, carnalidad que no desea ser juzgada, pero no nos
conviene justificar nuestras asperezas echándole la culpa a otros de
falta de espiritualidad. Es posible que la gracia de Dios ayude a una
persona a soportar cualquier clase de tortura, pero no es la gracia lo
que nos hace torturar a persona alguna. La vida cristiana debiera ser
un estudio constante de la gracia y cómo demostrarla, y en este punto
debemos recordar las palabras del Señor Jesús condenando a quienes
escandalizan a otros.
Todavía un peligro mayor del
emocionalismo es el desperdicio de energías. El propósito de la
emoción es ser un impulso para la acción. Cuando uno ha sido
emocionado por el sermón, o ha sido inspirado por una oración, o ha
experimentado mucho gozo al cantar, debería haber reservas de energía
para darle expresión inmediatamente después del culto o reunión, yendo
a ganar un alma, o intercediendo en oración fervientemente, o también
dando generosamente para la obra del Señor o para los pobres de la
iglesia, visitando a los presos o a los enfermos, ayudando a los
huérfanos y las viudas, animando y brindando amistad a los
solitarios, ministrando las cosas del Espíritu y demás cosas
similares. Si la energía se gasta únicamente en emoción, el servicio
cristiano sufrirá mucho y la vida cristiana se hará débil y
sentimental. El cristiano sabio sabe trazarse un programa de trabajos
para canalizar sus emociones y para darles adecuada disciplina.
Disciplina—o control—es la palabra
apropiada para medir la espiritualidad, a despecho de muchos que
tienen la tendencia de medirla por la cantidad de abandonamiento
que han alcanzado. Y este es el peligro más sutil de todos. El
mismo corazón de la experiencia de santidad es un completo rendimiento
a Cristo, pero es una trampa sutil del diablo hacer confundir
abandonamiento a Cristo con un abandono emocional. Al enemigo le gusta
desviar nuestra atención de algún problema vital en nuestra vida sobre
el que Dios está tratando, y hacer que en vez de eso recurramos al
falso asunto de un estallido emocional. Supongamos que en un
matrimonio se ha producido uno de los tantos problemas que se
producen. Para solucionar este problema no hay más que entregarse y
someterse al Espíritu de Cristo. Sin embargo se hace más fácil
llorar, patalear, tener una crisis de nervios delante de amigos
simpatizantes, quienes, pasado este paroxismo de emociones, dirán que
él, o ella, deben ahora “tomarlo por fe”. El que así ha derrochado
emociones, entonces, volvería a su casa con un sentido de victoria y
seguridad de tener la razón, porque para eso hizo una escena. Al día
siguiente, comprobando que el problema hogareño no ha variado en lo
más mínimo, siente que la euforia de su gozo se desvanece.
Si uno lleva esta identificación de
sometimiento voluntario con abandono espiritual hasta su última
consecuencia lógica, llegará a un estado en el cual, cualquier
vestigio que haya quedado de control racional sobre sí mismo parece en
esa proporción, falta de sometimiento. Entonces uno se halla a sí
mismo en un período temporal de abandono, durante el cual no es uno
mismo, y no es responsable por su comportamiento o conducta. Por eso
es que tales acciones están tan plagadas de quiebra y ruina moral.
Pablo recomienda que “los espíritus de los profetas se sujeten a los
profetas”. Que no se sujeten a ninguna fuerza externa a ellos, ni
siquiera a Dios, excepto cuando el poder divino pasa a través de la
voluntad del profeta. El fruto final de una vida llena del Espíritu es
el propio control, o mejor expresado, el dominio propio.
Jesús es un perfecto ejemplo de
disciplina. El lloró sobre la tumba de su amigo Lázaro, sin embargo no
nos lo podemos imaginar desesperado o gritando. Se hallaba feliz
cuando lo rodeaban los niños, o cuando charlaba con Marta y María o
cuando platicaba con sus discípulos alrededor del fuego, pero ¿puede
usted imaginarlo como un hombre frívolo? El se gozaba intensamente en
todas las situaciones lícitas de la vida, pero su gozo estaba templado
por la nota sobria de la inminente cruz. Quizás si hubiera algo más de
la cruz en nuestras vidas, nuestras alegrías serían más sobrias, más
profundas, más genuinas.
Muchos cristianos sensatos sienten
inquietud por los excesos emocionales, pero al mismo tiempo se someten
a ellos por el temor de que si los critican o quieren limitarlos,
serían acusados de “apagar el Espíritu”. Pero sin embargo, ¡cuántas
veces el Espíritu es apagado por un emocionalismo desenfrenado! Hay
una advertencia bien clara, dirigida especialmente a las iglesias de
santidad, de poner manos a este asunto con una disciplina agradable a
Dios. Por otro lado, en el otro extremo de la escala están los que
dicen que las iglesias de santidad sólo se componen de fanáticos,
indignos de ser tomados en serio. Esto es una verdadera enfermedad.
Para el verdadero amor no hay absolutamente nadie que sea indigno de
ser tomado en serio. ¡que tengan esto en cuenta los que se afanan
en edificar una iglesia unida!
Pero, ¿y aquellos que rechazan todas
las expresiones de la emoción religiosa excepto las enteramente
tradicionales? Hay tanto peligro en esto como lo hay en el
emocionalismo extremo.
Precisamente porque la emoción es un
resorte para la acción, y un poderoso aguijón que punza la conciencia,
muchos desean tener su religión envuelta en una cápsula de frío
formalismo. Muchos hay cuya religión está detrás de un vidrio
esmerilado, que deja pasar la cantidad justa de luz y calor para que
se sientan cómodos, pero que al mismo tiempo les impide ver el mundo
exterior con sus sufrimientos y pecados y que les penetre alguna
convicción de pecado.
En las iglesias litúrgicas se ha
puesto al factor emotivo en el culto a Dios bajo un control severo.
Los mejores artistas del mundo fueron llamados para construir sus
templos y decorarlos con las más bellas formas de diseño, pictóricas y
musicales. Por humilde que sea el adorador que entra a sus templos, o
cuán poco aprecio tenga de las bellas artes, el pobre está obligado a
servirse del arte porque su iglesia se ha encargado de que así sea.
Pero hoy en día están surgiendo gritos contra las formas
estereotipadas aún dentro de las artes seculares. Se insiste en que la
belleza sólo puede ser tal si mantiene un elemento de espontaneidad
tanto en la obra del artista como en el que la aprecia. Las iglesias
que no son litúrgicas han tratado inútilmente de mantener este
elemento espontáneo, sin el cual la emoción muere. No siempre han
tenido éxito, pues la falta de formalidad a veces se vuelve otra
forma de formalismo. La conservación de una viviente espontaneidad es
imprescindible para la adoración verdadera.
He oído muchas veces las sonoras
frases del Libro de Oración Común leídas por corazones tan
sinceros que parecían el estallido de un corazón lleno de amor. Pero
también las he oído leer mecánicamente, aunque también sonaban muy
bellas. Pero no siempre suenan como si fueran frases de adoración.
Todo depende del estado del corazón del adorador durante el servicio.
Nunca olvidaré el día que oí a ese santo varón de Dios, el obispo
Abraham, finado prelado de la iglesia siria Mar Thoma de Travancore,
India, recitando la liturgia de la comunión para 5.000 comulgantes, en
la catedral de Maramón. Aún cuando leía en idioma malayo, que yo no
entendía, podía sentir el tremendo corazón de pastor de este santo
indio, leyendo a su pueblo la Palabra de Dios. Durante todo el tiempo
de la lectura un ayudante se mantuvo meciendo un incensario delante de
nosotros. El obispo anglicano de Madrás estaba al lado mío, porque
nosotros éramos predicadores huéspedes, y me preguntó, en tono de
broma ¡qué pensarían de mí mis amigos cuáqueros si supiesen que a mí
se me había ofrecido incienso! Pero sea como sea, todo el ornamento
litúrgico de aquel servicio, el incienso, las vestiduras, el canto y
el ritual, han desaparecido de mi memoria. Sólo ha quedado esa
magnífica visión del varón de Dios adorando sinceramente en medio de
una complicada liturgia. Pero el peligro de la liturgia no deja de
estar allí. La iglesia de Mar Thoma, que por muchos años disfrutó de
un poderoso avivamiento, ganando mil hindúes por año, está ahora bajo
la prueba de ver si puede mantener esa vida espiritual sin ser
asfixiada por su liturgia.
Ya que el ritual apaga fácilmente la
espiritualidad, muchos de nosotros elegimos la espontaneidad aún a
considerable costo, porque cuando las masas del pueblo son tocadas
por el Espíritu de Dios, la manera de expresarse puede ser cruda. Pero
esta condición del pueblo simple pide más enseñanza que censura. La
gente fervorosa puede ser guiada a expresiones más agradables de
adoración, pero no puede ser forzada o congelada en ellas.
Sin embargo, en beneficio de la
libertad y la espontaneidad, debemos estar dispuestos a pagar el
precio en la falta de arte, porque el pueblo común que oye y sigue a
Jesucristo no es artístico en su mayoría, a menos que haya algo de
arte en la espontaneidad misma. Cuando una joven señora recién
convertida se levantó en una reunión de testimonios para decir que se
hallaba muy deprimida, pues su marido estaba sin trabajo, pero que
desde que había establecido en su casa el altar familiar podía decir
con alegría, “¡Al diablo con la depresión!”, todos sentimos que,
detrás de lo poco elegante de la expresión, había algo de belleza y
dignidad. Esa cosa bella era la sinceridad. Ninguno de nosotros tenía
duda de que Dios era inmensamente real en la vida de esa joven, y que
ella sentía realmente lo que decía.
Pablo usa las palabras gozo y
paz para describir los sentimientos cristianos. Uno necesita la
vida de Cristo para agregar la palabra compasión. El gozo
cristiano es verdadero; no es un mecanismo de escape. Está en cabal
armonía con la más sobria faz de la escueta realidad. La paz también
es algo sobrio, aunque lleva su gran elemento de gozo. La paz y el
gozo son nuestros, así como lo fueron de Cristo, no como sentimientos
insípidos, sino como poderosos resortes para la acción. Y cuando
nuestra paz y nuestro gozo se enfrentan a un mundo sufriente, se
vuelven compasión, y nos lanzan al polvoriento camino en amoroso
servicio.
“El gozo de Jehová es vuestra
fuerza” (Nehemías 8:10). Este es uno de los versículos bíblicos más
apegados a la vida. Y uno de los más astutos ardides del diablo es
quitarle ese gozo al cristiano. Con el gozo se va su fortaleza y el
desastre es inminente. El gozo del Señor es algo que debe ser
mantenido a cualquier costo. No podemos perderlo bajo ninguna
circunstancia. El gozo no desaparece con el sufrimiento. El gozo del
Señor permanece aún en las penas y es una poderosa fuerza que nos
sostiene entonces. Es fortaleza. Sólo las personas muy egoístas se
privan de este gozo. Si descubrimos que nuestro gozo se está
diluyendo, debemos buscar y destruir pronto esa auto-aseveración del
yo, o esa auto-compasión, que nos está robando nuestro gozo. Nada en
la tierra es digno que dejemos por ello el gozo del Señor. “En quietud
y en confianza será vuestra fortaleza” (Isaías 30:15). La paz bíblica
y el gozo bíblico son las emociones que el cristiano necesita.
El mero sentimentalismo es barato y
sin riesgo alguno. Siempre se protege a sí mismo. Pero el amor debe
actuar, debe expresarse a sí mismo. Uno comprende algo de lo que
significa el amor cuando lee la historia de los antiguos cuáqueros que
pidieron al Parlamento inglés les permitiera ir a prisión en lugar de
otros cuáqueros que se estaban muriendo en esas pútridas mazmorras.
Esto era amor en acción. Esos hombres deseaban salvar las vidas de sus
amigos. Pero había algo más grande todavía. El pedido fue motivado por
el asombroso deseo de ¡quitar la culpa de sangre de la cabeza de
esos carceleros! El sentimentalismo simplemente hubiera dicho:
“¿Qué pena nos dan esos amigos que están muriendo en la prisión!”
El Calvario es el amor de Dios en
acción. ¡Cuán diferente hubiera sido toda la cosa si Dios hubiera
mirado nuestra condición perdida y solamente “hubiera tenido piedad”!
Dios pudo haber lamentado nuestra triste condición con verdadero
sentimiento, sin hacer nada más, y todavía seguir siendo uno de los
grandes dioses. Pero Juan nunca hubiera escrito “Dios es Amor”. Pero
ya que El es verdadero Dios, y verdadero Amor, El no podía
mirarnos, compadecerse de nosotros, y permanecer indiferente. Siendo
amor no podía hacer otra cosa que actuar en favor de nuestra
redención. Por el Calvario nosotros sabemos que Dios es amor. Y
si el amor de Cristo nos posee, debe manifestarse a sí mismo con
acciones semejantes a las del Calvario.
Hay una lección que aprender de la
mujer que ungió los pies de Jesús con un costoso ungüento. Un acto de
desperdicio—diría Judas—irregular e incalculado. Pero Jesús lo aprobó
porque era una expresión de amor. Hay algo extraño acerca del
verdadero amor. Los santos que más nos impresionan, no son los
místicos y devotos, sino los osados y pródigos amadores de Jesús. Cattell, Everett Lewis, El espíritu de santidad, Casa Nazarena de Publicaciones, wesley.nnu.edu, Usado con permiso. |
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