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4. Guía del Espíritu![]() Santidad Biblica es el estudio del concepto wesleyano de la perfección cristiana o santidad práctica. Considera el espíritu de la santidad, la santidad en la vida diaria y lo que enfrenta el creyente ahora que es santificado. Contempla cómo integrar la "crisis de santidad" con llevar una vida santa a diaria delante de Dios.
4
La Guía del Espíritu
Cada elevado privilegio espiritual
de que disfrutamos, entraña consigo también un grave peligro. Cuanto
más grande el privilegio, más grande el peligro. La dirección divina
es un privilegio que está preñada de graves peligros. Empero, no nos
atrevemos a descuidarla, ya que “todos los que son guiados por el
Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios” (Romanos 8:14).
Cuando yo era un muchacho
esforzándose por ser cristiano, me quedaba perplejo al escuchar a
los cristianos mayores decir que Dios les había hablado así y asá
para que hicieran esto o aquello. Yo ponía el oído atento para
escuchar la voz de Dios, pero nada oía. Como un chico descendiente
de cuáqueros, mi herencia religiosa estaba llena de historias de
personas que habían recibido notablemente la dirección de Dios en
algunas ocasiones de sus vidas. Se nos hablaba de aquellas dos
mujeres, que en el principio de la historia del cuaquerismo habían
recibido la orden expresa de Dios de ir a predicar al sultán de
Turquía. En aquellos tiempos era cosa muy difícil ver al sultán, y
que dos mujeres hicieran tan largo viaje sólo para verlo, parecía
cosa de locura. Pero Dios les había dicho que fueran. Y las dos
mujeres viajaron a Turquía, y no sólo hablaron con el sultán, sino
que le predicaron el evangelio y su mensaje fue bondadosamente
recibido. El soberano, comprendiendo lo peligroso que era para dos
mujeres solas viajar por Turquía en esos tiempos, les ofreció una
escolta militar desde su palacio hasta la frontera. Ellas rechazaron
la oferta cortésmente, diciéndole al sultán que Dios podía
protegerlas mejor que una escolta de soldados.
También se nos contaba la historia
de Esteban Grellet, noble francés que había escapado de la
guillotina, y había podido huir a América, donde había llegado a ser
un predicador eminente entre los cuáqueros. Una vez que andaba en
uno de sus arduos viajes evangelísticos, se sintió inspirado por
Dios para ir a predicar en cierto campamento maderero. Al llegar al
campamento lo encontró vacío y solitario. Pero aunque no se veía un
solo hombre en todo el campamento, estaba tan seguro que Dios lo
había mandado a predicar ese día allí, que de todos modos se fue al
gran comedor de los trabajadores y predicó un largo sermón en el
recinto completamente vacío. Años más tarde, cuando Grellet se
encontraba predicando en Londres, se le acercó un hombre y le dijo:
“¿Se acuerda de aquella vez que predicó en un salón vacío en un
campamento maderero? Bueno, yo era el cocinero de ese campamento, y
al verlo venir a usted me escondí en la cocina, y desde allí escuché
todo su sermón”. Ese sermón había impresionado de tal manera al
cocinero que se había convertido, y ahora era un cristiano fiel y
activo en la obra del Señor.
También oíamos historias de Amós
Kenworthy, el hombre que recibía revelaciones extraordinarias de las
necesidades de diferentes personas. En las reuniones de nuestra
propia convención anual se presentaba Esther Butler, la fundadora de
la misión de los cuáqueros en China cincuenta años atrás. Cuando
Dios la llamó para comenzar esa obra misionera, Esther Butler vio en
una visión una calle china atiborrada de gente. Cuando algún tiempo
después llegó a Nankín, reconoció esa misma calle, y esas mismas
caras que había visto en su visión.
¿Podría Dios hablarme a mí de esa
manera? Muchos de mis amigos habían testificado ya de su llamamiento
a servicios en tierras extranjeras. Yo deseaba desesperadamente ir
también, pero ni para salvar la vida, podía decir, que yo tenía
experiencia alguna que pudiera considerar un llamado específico de
Dios. Consulté a misioneros, predicadores y oficiales de la
iglesia, pero todo lo que me recomendaron fue que estuviera listo a
obedecer cuando el llamamiento de Dios llegara. Yo ya había decidido
eso desde largo tiempo atrás. Lo que ahora necesitaba era que me
dijeran cómo oír la voz de Dios. Un pastor bastante sabio me consoló
un tanto, contándome que una vez que unos nuevos convertidos le
habían preguntado a Amós Kenworthy por qué, si Cristo había dicho:
“Mis ovejas oyen mi voz, y me siguen” ellos no habían oído nada
todavía. El viejo santo les había respondido: “Es cierto que las
ovejas oyen su voz, pero los corderos tienen que aprender a oírla”.
Esto me ayudó un poco, pero si yo solamente pudiera empezar a
aprender cómo oír, me sentiría feliz.
Más tarde leí dos buenos libros
que me ayudaron mucho. Uno era “La divina guía interior” de
Upham, y el otro “Impresiones” de Knapp. Después de leerlos
tuve algunas pequeñas experiencias al aplicar las enseñanzas de
esos libros. Muchas de esas primeras experiencias vinieron en la
forma de inspiración para hablar a mis compañeros acerca de la
salvación. Descubrí que cada vez que me sentía impulsado a hablarle
a alguien de Cristo, ya estaba preparado para convertirse. Me
afligía un poco el hecho de que no podía explicarme la naturaleza de
esa guía; cuando yo sentía cierto grado de tensión nerviosa, sabía
que era el tiempo de ir a hablarle a alguien del estado de su alma.
Si hablaba a alguien, y el estado de tensión subsistía, sabía
entonces que no era de Dios. Más tarde aprendí que la voz de Dios no
consiste en una experiencia de temor o ansiedad, sino en el
crecimiento de una convicción interior. En aquellos días de mis
primeras experiencias, esta convicción de que Dios me estaba
hablando, me producía sentimientos de pavor. Poco a poco llegué a
comprender que lo que importa es llegar a tener la convicción,
independiente de las emociones de susto o pavor que pueda
producir.
Por ese tiempo, también, escuché a
un predicador decir algo más sobre el tema, que consideré
interesante. Este hombre decía que el diablo siempre mueve a la
gente por impulsos repentinos, pero que Dios da siempre tiempo para
la consideración, el examen de las pruebas y el desarrollo de la
convicción. Este predicador hasta afirmó que cualquier persona que
sintiera un impulso súbito de hacer algo extraño, y hacerlo
enseguida, podía tener la plena seguridad que ese impulso provenía
de Satanás. Esto ha resultado ser cierto en la mayoría de los casos
en el curso de mi vida. Dios es amor. Dios nos da su Espíritu
guiador, no como una especie de acicate o aguijón, sino como una
amorosa expresión de su interés en los asuntos comunes de nuestra
vida. Dios es también paciente, y se goza en hacernos ver
claramente su voluntad antes de que actuemos. Dios nos habla cuando
estamos dispuestos a escuchar, y eso favorece el crecimiento y
madurez de nuestra experiencia. Esto es un glorioso privilegio. Pero
si queremos aprender a conocer la voz de Dios, debemos terminar de
dar lugar al temor—hasta el temor de cometer errores. En momentos de
tranquilo descuido es posible recibir impulsos de Satanás, o
meramente de nuestros deseos personales. Necesitamos aplicar
algunas reglas simples para identificar esos impulsos.
Primero: ¿Es escritural esa
impresión? Dios nunca viola su Palabra escrita. Podemos depender
en que el Espíritu Santo no se contradice. Cualquier impresión que
no esté en armonía con las Escrituras no proviene de Dios. Una de
las más profundas razones por las cuales el cristiano debe ser un
estudiante constante y cuidadoso de las Escrituras es porque así
conoce mejor la mente de Cristo. Es menester aplicar constantemente
esta prueba, primera y principal. La Palabra de Dios y el Espíritu
Santo trabajan siempre juntos y en armonía.
Segundo: ¿Es justa o correcta?
Dios nunca demanda actos inmorales. Conocí a un hombre casado
que se acercó a una chica soltera y le dijo que Dios le había
manifestado que era su voluntad que ellos dos se casaran.
Evidentemente este hombre estaba contestando una llamada que no era
para él. También pasaba lo mismo con una mujer, madre de siete hijos
pequeños, que decía que Dios la estaba mandando al África como
misionera.
Tercero: ¿Es providencial?
¿Todas las circunstancias presentes de nuestra vida, las cuales
suponemos estar dentro de la voluntad de Dios—activa o
permisiva—para nuestra vida, convergen en abrir las puertas para
hacer lo que nos parece que se nos manda hacer? Si Dios nos está
llamando, El también debe abrir las puertas. Nosotros no tenemos que
forzarlas.
Cuarto: ¿Está corroborado por
amigos fieles y espirituales? Esta es una prueba imprescindible
para frenar el individualismo exagerado. Es concebible que alguna
vez un cristiano deba estar en contra de la opinión de los demás,
pero casi siempre es peligroso. Creo que hay un mejor camino. El
finado Amós Kenworthy, era famoso por sus revelaciones instantáneas
y sus visiones espirituales. Se le recuerda como un hombre casi
infalible. No obstante eso, se adhería fielmente al principio de los
cuáqueros de someter siempre sus intenciones y deseos a los demás
directores y ancianos. Los cuáqueros van confiados a realizar sus
funciones como ministros sólo cuando hay completa unanimidad en
todos lo demás. Casi siempre los compañeros le daban una minuta
escrita, expresándole su consentimiento en las cosas que estaba
haciendo, según la costumbre de los amigos,
apoyando sus decisiones. Amós Kenworthy conservaba cuidadosamente
esta minuta con él, porque era el apoyo a su ministerio. Pero
ocasionalmente el cuerpo de ancianos no concordaba con sus
sentimientos. Entonces él dejaba la responsabilidad del servicio en
manos del grupo, y se sometía al juicio de ellos. Esta actitud de
este santo hombre de Dios es para mí la mejor prueba que él era un
hombre guiado por Dios. El compañerismo cristiano es algo de inmenso
valor, dado por supuesto que es un compañerismo en el Espíritu.
Finalmente: ¿Viene esta
impresión de una convicción aún más fuerte? Esto es para mí el
verdadero corazón de la guía del Espíritu. Muchas veces una idea me
ha tomado con gran entusiasmo. Pero luego, para mi propia sorpresa,
se ha desvanecido al poco tiempo. Pero la voz verdadera de Dios es
una convicción que va creciendo a medida que pasa el tiempo y llega
a ser ineludible y compulsiva.
Me apresuro a decir que debemos
cuidarnos de dos impresiones erróneas que quizá pude haber dejado en
el lector. Primero, no debe razonarse que conocer la voluntad de
Dios para toda una vida de servicio es privilegio exclusivo de
misioneros y pastores. Doy gracias a Dios por esa inmensa hueste de
jóvenes cristianos que se hallan ocupados en distintos negocios y
profesiones, que conocen la voluntad de Dios para su vida, tan
seguramente como cualquier ministro. Segundo, que la guía del
Espíritu es sólo para las grandes crisis de la vida. El Espíritu
Santo tiene interés en todos los detalles por pequeños que sean, de
nuestra vida diaria, porque El quiere que ésta sea como la de
Cristo. Muchas de nuestras diarias decisiones las deja el arbitrio
de nuestro propio sentido común y criterio santificado. Pero es
posible para nosotros depender de El más profundamente cada día y
estar al tanto de ello, para que nos dirija en las cosas pequeñas.
Tampoco se debe deducir de mi larga exposición sobre las pruebas
necesarias que el depender de la dirección del Espíritu es el
resultado de un largo y elaborado proceso. Por el contrario, es bien
cierto que con la experiencia uno puede descubrir pronto la misma
calidad de convicción que es una guía adjunta a impresiones
que conciernen a los detalles pequeños de la vida diaria. Los
problemas más serios, que no se pueden resolver en el momento,
pueden ser dejados para otro día, mientras se ponen en oración, a
fin de permitir la afirmación o la disminución, según el caso, de
la convicción respecto a ellos.
La vida se torna terriblemente
inadecuada a menos que vivamos dentro de la diaria guía del Espíritu
Santo. En esta clase de vida el Espíritu nos controla, no en un vago
sentido de inspiración deísta, sino convirtiéndose El en nuestra
mente, nuestra inteligencia, nuestro corazón, nuestra voluntad,
nuestra verdadera vida. En esta relación íntima, la disciplina de la
primera hora quieta de la mañana se complementa con la disciplina
de un reconocimiento consciente de su presencia y soberanía en todos
los asuntos que van y vienen durante el día. Así, nos hacemos más y
más sensibles a su suave presión sobre el corazón, que aquí nos
estimula, allí nos reprende, según sea dónde vamos, según sea lo que
hacemos, lo que decimos, lo que compramos; según sea lo que debamos
responder, o lo que debamos callar; cuáles programas de televisión
mirar y cuáles no, y cuándo debemos apagar del todo el televisor; y
cuándo y cómo pedir disculpas por una mala palabra que hemos dicho,
o por una acción que ha herido a otros.
Esto es la esencia de la
disposición espiritual. No hay límites para el desarrollo de la
sensibilidad, atenta, a la menor insinuación del Espíritu Santo que
nos guía, momento a momento, durante todo el día. Esto me hace
pensar que la guía del Espíritu Santo, más que una voz audible, es
un impulso para la acción. Debemos reconocer que la guía del
Espíritu se encamina primeramente a proveemos juicios morales. Tiene
más interés en enseñarnos las cosas rectas que debemos
hacer, que las cosas prudentes. No tiene interés en darnos
pronósticos infalibles en cuanto a cómo ganar dinero, o si mañana
va a llover o no, o cómo fluctuará la bolsa de valores. No es una
especie de nigromancia o astrología, que satisface nuestra
curiosidad de saber qué puede ocurrirnos hoy, y que nos releva de la
obligación de conocer las cosas de la vida por medio de nuestro
juicio santificado. La guía del Espíritu nos es dada para que
conozcamos el aspecto moral de cada asunto. El Espíritu Santo tiene
interés en enseñar a un cristiano cómo conducir sus negocios
cristianamente, sea que esto le traiga ganancia material o no. El
éxito comercial del cristiano no tiene interés para el Espíritu
Santo sino en una forma indirecta: El prefiere guiar al cristiano en
los altos niveles de la vida espiritual que agrada a Dios. Esto
puede darnos una pista para conocer en qué consiste la guía del
Espíritu.
Es precisamente en este problema
de “cruzar la línea” que tratamos en el capítulo anterior, donde
comienza la guía del Espíritu. La gente desea poseer una guía
particular espectacular. Algo que le diga, por ejemplo, que no debe
tomar tal tren porque ese tren va a chocar, o elegir el mejor
trabajo donde se progresará más pronto. Pero la gente olvida que
esas experiencias extraordinarias son el privilegio sólo de
aquellos que han ensayado por mucho tiempo su sensibilidad a la voz
del Espíritu en las cosas pequeñas de la vida. El aumento de
sensibilidad a la voz del Espíritu está en relación directa a la
disposición de obedecer la voz del Espíritu en cada momento.
Ningún hombre puede decir a otro
hombre cuándo se ha convertido en glotón. Pero el Espíritu sí puede.
Ningún hombre puede decir a otro cuando su sensibilidad se está
volviendo tan egoísta que se opone a Dios. Pero el Espíritu Santo
siempre lo hace. Uno puede estar confuso en su propia mente y no
saber cuándo su celo religioso se ha convertido en envidia, cuándo
el deseo de escuchar palabras de encomio se ha convertido en amor
por las alabanzas, cuándo la ira santa se ha hecho camino hacia el
mal temperamento. Pero en medio de esa confusión vendrá, si somos
capaces todavía de escuchar “la pequeña voz”, esa gentil guía del
Espíritu que nos dirá: “Este es el camino, andad por él”. Saber
cuándo somos líderes en la iglesia sólo por el placer de mandar;
saber cuándo una persona del otro sexo comienza a ser una tentación
a la infidelidad; conocer cuándo la admiración por la belleza física
se convierte en mirada de concupiscencia, todo eso es posible sólo
por la dirección del Espíritu Santo. Nuestra experiencia cristiana
será algo estéril y meramente histórico, a menos que se haga una
experiencia viviente, mediante la guía del Espíritu. “Todos los que
son guiados por el Espíritu de Dios, los tales son hijos de Dios.”
Una ilustración personal puede
ayudar a comprender este asunto. Cuando yo era muchacho era muy
charlatán. El habla es un maravilloso don de Dios. ¿Qué harían los
predicadores sin este don? Sin embargo, ¡qué fácil es abusar de
ella, sobre todo en los sermones! Mi vida social se limitaba al
grupo de jóvenes de la iglesia, y nuestras reuniones sociales
estaban siempre llenas de alegría. Yo hablaba mucho en esas
reuniones, y los jóvenes siempre reían conmigo. Como yo trataba
también de ser un buen cristiano, esa frivolidad y charlatanería
llegaron a preocuparme un poco. No era que había algo malo en lo
que decía; no decía falsedades, ni contaba chistes de subido tono.
Lo que me hacía volver a casa con un sentido de frustración era la
vanidad y vaciedad de todo lo que decía. Vez tras vez volvía a casa
para orar fervientemente que se me quitara aquello. Pero en la
próxima fiesta resultaba lo mismo.
Llegué a desesperarme por ese
problema. Por fin una noche decidí tomar el toro por los cuernos.
Llegué bien temprano a la reunión, y me senté en un rincón oscuro y
alejado, resuelto a no abrir la boca para nada. La reunión comenzó y
bien pronto todos estaban conversando. Entonces alguien preguntó:
“¿Dónde está metido Cattell?” Alguien me descubrió en mi rincón, y
todos corrieron hacia mí. Todos querían saber qué me pasaba. ¿Estaba
yo enfermo, acaso? Evidentemente la treta no daba resultado. Yo
quería pasar desapercibido y estaba llamando más la atención que
antes. De modo que les dije algunas palabras, deseando quedarme
quieto y tranquilo. Fue peor. Un poco de charla trajo más charla, y
en diez minutos yo era el centro de la reunión otra vez. Esa noche
volví a casa con el mismo sentimiento de vaciedad y frustración.
Otra vez oré y lloré por el mismo problema. Entonces el Espíritu
Santo pareció enseñarme algo. El no deseaba cortar la diversión de
la vida de un joven más que lo que quería cortar mi lengua. Pero el
deseaba controlar ambos. Parecía decirme que, si en medio de la
diversión yo podía oír, El me podría hablar. ¡Y descubrí que era
cierto! Entonces fui a las mismas reuniones de jóvenes con el mismo
grupo de muchachos y chicas, pero con una nueva victoria. ¡Era
gloriosamente cierto que si yo podía oír, El podría hablar!
Y aprendí rápidamente la técnica de saber oír esa voz suave que me
decía: “Ten cuidado. Calla ahora. No digas eso. Es tiempo de cambiar
de tema”. De este modo comenzó a andar mejor mi vida. La obediencia
me trajo la victoria, y podía entonces acostarme y repasar los
sucesos de una noche en que sólo había habido satisfacciones y
ninguna derrota.
Como decía Sangster, “Dios sí
nos guía”. Y el resultado es bendito. Si uno nunca ha tenido
una experiencia espectacular con el Espíritu, es bueno cultivar esa
clase de pequeñas y constantes experiencias diarias. La obediencia
constante nos trae una sensibilidad creciente a la voz y guía del
Espíritu Santo, y nos prepara para mayores y más profundas
experiencias.
Después de la enseñanza de la guía
del Espíritu en Romanos 8 sigue una enseñanza acerca del testimonio
del Espíritu. La voz del Espíritu es la misma en ambos casos.
Exactamente en la misma forma inequívoca en que El viene para darnos
la seguridad de la salvación, así también nos guía con su voz
hablando a nuestra conciencia, para darnos convicción y certidumbre.
La guía y la conciencia no son la misma cosa, pero la guía usa la
conciencia.
Hoy en día hay urgente necesidad
de cristianos guiados por el Espíritu. Uno vacila en dar
experiencias, por temor de que alguien las acepte como normativas.
Pero podemos mencionar una o dos para que nos sirvan de aliento,
viendo cómo trabaja la guía interna del Espíritu. Un creyente recién
convertido en una aldea india estaba pasando por un momento de gran
angustia. Había llevado a su esposa a una concentración cristiana, y
al volver, al cabo de unos días, halló su casa saqueada. Casi todo
el grano había desaparecido. En pocos días se habían comido lo poco
que les habían dejado. Lo que hacía el caso peor, la aldea estaba
sufriendo una epidemia de cólera, y la gente se encerraba en sus
casas y no salía a hacer negocios. Se le ocurrió pensar que si él
tuviera tan sólo una rupia, podría ir a la ciudad, y comprar grano
suficiente para sostenerse hasta que la situación mejorase. Pero él
no tenía esa rupia. De modo que él y su esposa se arrodillaron
después del desayuno, que consistía en un simple platillo de leche
de cabra, y oraron por una rupia. Al mismo tiempo, un evangelista
nacional, que recorría las aldeas predicando, estaba orando y
pidiendo al Señor le indicase qué aldea tenía que visitar esa
mañana. Se levantó de la oración con la firme convicción que el
Espíritu Santo lo mandaba a visitar a ese nuevo convertido. Cuando
llegó a la aldea y visitó a este hermano, conversaron de todo un
poco, pero ninguna mención se hizo de la necesidad de una rupia. Por
fin el predicador le preguntó al creyente si no tenía algún ghi
de venta. El ghi es una especie de mantequilla batida. A
él le gustaba comprar alimentos en las aldeas, porque son más puros
y baratos. El creyente le dijo que tenía una cierta cantidad, que
podía valer quizás un cuarto de rupia. El predicador adquirió la
mercancía, la acomodó en su bicicleta, y se dispuso a partir, sin
decir nada acerca del pago. El creyente lo acompañó hasta el límite
de la aldea, según la costumbre india. El predicador le preguntó
entonces si él podía proveerle esa misma cantidad de ghi
cada semana. El hombre contestó que precisamente tenía una cabra
que le daba esa cantidad justa todas las semanas. Entonces el
predicador le pagó por adelantado cuatro porciones de ghi.
¡Justo la rupia que necesitaba!
Este recién convertido volvió
entonces feliz a su casa, y junto con su esposa, dio gracias a Dios
por haberle contestado tan pronto su oración. Lo mismo podemos
hacer nosotros. Pero también hay que dar gracias a Dios por un
predicador tan sensible a la voz del Espíritu. Una vez yo estaba predicando en una concentración de jóvenes a orillas del lago Erie. Una noche, después del servicio, se derramó sobre el grupo de jóvenes el espíritu de alabanza. Uno tras otro, ellos comenzaron a dar palabras de testimonio y gratitud. Una jovencita recalcó su profunda seguridad durante su testimonio de conversión. Yo me sentí impulsado a cantar cierto corito antiguo, compuesto por un ministro de la Iglesia de los Amigos, a quien yo había tenido el honor de seguir en el pastorado de una iglesia, cuando él pasó a la presencia del Señor. Esto había sucedido en los días de la gran depresión económica de los años 30, y yo le había dado atención especial a la viuda de ese pastor y a sus dos hijos pequeños. Después de un tiempo me había ido de misionero a la India y durante diez años había perdido de vista a esa familia. Yo vacilé en comenzar el corito, porque, como digo era antiguo, y yo mismo no conocía bien la letra. No sabía si los jóvenes lo conocían o no. Después que dos o tres jóvenes más dieron su testimonio, yo me decidí a cantar el corito. Lo canté dos veces. A la segunda vez se levantó un robusto mocetón, pasó adelante y se entregó a Cristo. Yo no tenía idea de quién era este joven. Pero él lo aclaró enseguida: “Esta es la primera vez que me siento feliz en muchos años”, dijo. “Yo no había pensado en mi padre por mucho tiempo, hasta esta noche en que usted cantó el corito que él compuso. Me conmueve pensar en lo que diría mi padre si supiera la clase de vida que he llevado hasta hoy.” Ese corito había tocado su corazón y él había encontrado a su Salvador. ¡Cuán fácil hubiera sido sofocar esa urgente presión de cantar ese corito, sobre todo teniendo en cuenta que cantar es cosa muy difícil para mí! Pero gracias a Dios porque me animé y fui obediente hasta ese punto. Cattell, Everett Lewis, El espíritu de santidad, Casa Nazarena de Publicaciones, wesley.nnu.edu, Usado con permiso. |
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