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3. Vida Controlada![]() Santidad Biblica es el estudio del concepto wesleyano de la perfección cristiana o santidad práctica. Considera el espíritu de la santidad, la santidad en la vida diaria y lo que enfrenta el creyente ahora que es santificado. Contempla cómo integrar la "crisis de santidad" con llevar una vida santa a diaria delante de Dios.
3
La Vida Controlada por el
Espíritu
El orgullo es algo reprensible
cuando se manifiesta en forma egoísta, pero tiene también su
contraparte, la cual es para glorificar a Dios. Lo que llamamos
respeto propio puede ser algo que Dios acepte y bendiga. Dios no se
agrada, por ejemplo, en que andemos sucios y desaliñados, aun cuando
este sea el estilo de nuestros tiempos, ni en nuestro abandono y
dejadez, ni en que nos sintamos conformes con ocupar el último lugar.
Pero también es cierto que nuestra manera de vestir, nuestra ambición
por puestos y nuestro afán por una vida material pueden ser, y
frecuentemente son evidencias claras de nuestro orgullo personal.
Nosotros, los cuáqueros, tratamos
cierta vez de limitar el orgullo de nuestros miembros legislando
acerca del largo de las mangas de las mujeres, del tamaño del escote y
del modelo y el corte de los vestidos. El color recomendado para todos
era el gris. Los hombres no podían usar corbata, ni sacos con solapas
porque estos eran adornos. Los cuellos tenían que ser cuadrados y
ajustados con alfileres invisibles que no parecieran decorativos. Las
reuniones de negocio que se hacían en las iglesias en esos días
estaban llenas de reglas y de castigos para disciplinar a los
ofensores.
Es cierto que las Sagradas
Escrituras enseñan principios de modestia y sobriedad. Pero reducir
esos principios a reglas que se puedan aplicar en cada caso es un
verdadero problema. Hay dos métodos falsos de encarar este asunto. Uno
es olvidando por completo que la manera de vestir tiene algo que ver
con el evangelio. El otro es establecer reglas y mandamientos sobre
la forma, el estilo y la longitud de los vestidos. Estos dos métodos,
por igual, son caminos de muerte. Necesitamos, para nuestro provecho,
encontrar un camino de vida.
¿Cuándo podemos decir, entonces, que
hemos cruzado la línea, y pasado de un auto-respeto honorable y
aprobado por Dios a un orgullo que es carnal y egoísta? ¿Cómo podemos
saber cuáles vestidos armonizan con el respeto propio, y cuáles sirven
sólo al orgullo y vanidad personal? ¡Hay personas que están orgullosas
de su falta de buen gusto y elegancia! Eso les parece muy distinguido.
Juan Wesley predicó una vez un sermón sobre la longitud de los
vestidos en que dijo que esperaba ver a los metodistas arreglados tan
sencillamente como los cuáqueros. Pero agregó que no hay tal cosa como
un “lino cuáquero”. Se refería a la costumbre que tenían algunos
cuáqueros ricos de ir a París a comprar del lino más fino gris, para
demostrar que ellos eran más pudientes que otros. Bueno es notar que
andar todo vestido de gris, y en una manera inelegante no elimina el
orgullo.
Un joven evangelista indostánico,
lleno de fuego por cierto, llegó un domingo a la iglesia y ordenó a
todos los presentes que se quitaran los zapatos y los pusieran fuera
del salón. Pedía esto, no sólo para estar de acuerdo con una costumbre
de la India, sino para satisfacer cierto oscuro pasaje del Antiguo
Testamento. Ningún creyente se movió. Uno de los misioneros presentes
protestó diciendo que no estábamos en los tiempos del Antiguo
Testamento. Pero el joven evangelista insistió diciendo que sólo el
orgullo hace que la gente se ponga zapatos para ir a la iglesia. Toda
la congregación estaba confusa y mirando en mi dirección. Entonces me
decidí a hablar. Le dije al hermano que yo no estaba orgulloso de mis
zapatos, y para demostrarlo, me los quitaría y los pondría detrás de
la puerta—lo hice inmediatamente. A continuación, de pie, y sin
zapatos hablé acerca del orgullo, que puede ser tan evidente en un
ministro que pretende ser un dictador de la congregación como en la
manera de vestir y calzar.
Asentar esto es importante porque
evidentemente hay campo para la ambición legítima, la cual puede ser
usada para la gloria de Dios. Los ministros y siervos de Dios no están
exentos de tener ambiciones. Particularmente de la ambición de ser los
mejores en el servicio del Señor. Todo predicador desea predicar el
mejor sermón. Pero una de las tretas más sutiles del diablo es hacer
que un predicador cruce la línea fronteriza entre el deseo de predicar
un sermón para la gloria de Dios y el deseo de mostrar su habilidad
oratoria. ¿Puede el tal predicador pensar que su sermón es un don de
Dios, o es el producto de su habilidad personal? Cualquier persona que
está llena del Espíritu se alienta cuando le dan palabras de aprecio y
encomio. Pero, ¿Cuándo se convierte esto en amor por la alabanza?
¿Importa algo la alabanza y adulación cuando uno está lleno del
Espíritu? ¡Decididamente no! La vida de santidad tiene que ser una
vida de intensa disciplina, o pronto deja de ser vida de santidad. Y
una de las ocasiones en que se requiere férrea disciplina es
cuando uno saluda a los creyentes a la salida del culto después que
ha predicado más o menos bien.
Uno de mis mejores amigos, misionero
en la India, me contó lo siguiente. Cuando era estudiante en el
seminario fue enviado a unas reuniones de avivamiento para actuar
como evangelista. Junto con él fue enviado otro estudiante, para
dirigir los cantos. Después de unas pocas reuniones, mi amigo notó que
más gente venía a saludar al cantante que al predicador. Al día
siguiente se dijo que tenía que hacer algo respecto a este problema, o
iba a perder la victoria. De modo que esa noche le cedió el púlpito
al otro estudiante, y al humillarse de esta manera, obtuvo la
victoria. Su decisión fue parte de esa disciplina de la naturaleza
humana purificada, la cual es necesario conservar para no retornar a
la naturaleza carnal. El predicador necesita algo más que un libro de
reglas que le muestre, al estar rodeado de una masa de tentaciones
dirigidas a él en particular, cómo implementar sus legítimas
aspiraciones de adelantar el reino de Dios, y cuáles de esas
tentaciones lo impulsan a cruzar la línea y pasar al lado del orgullo
personal. El necesita levantar sobre su conciencia, en temor y
temblor, igual que una bandera de fuego, las palabras del Señor de
antiguos tiempos: “Mi gloria no la daré a otro”.
Ejercer autoridad sobre los demás
hermanos en una forma que demuestre que esa autoridad “viene de
arriba”, es una de las más difíciles pruebas de espiritualidad.
Alguien ha dicho que la “supervisión” debe ser un 90 por ciento
“visión” y un 10 por ciento “super”. Obviamente, ningún suave susurro
del Espíritu Santo nos pone a salvo de que nuestro auto-respeto vuelva
a ser infectado de orgullo carnal. Como bien lo dice Oswald Chambers:
“Uno de los más notables milagros de la gracia de Dios es hacernos
capaces de tomar cualquier liderazgo espiritual, sin perder poder
espiritual”.
Otro de los más problemáticos
elementos de la personalidad humana es el genio o carácter. Ninguna
otra cosa de nuestro equipo psicológico es más necesaria, y ninguna
otra se desvía más fácilmente hacia el egoísmo. Es un error muy común
creer que el genio o carácter es erradicado por la santificación, o
por lo menos debería serlo. Este error produce una confusión terrible,
que a menudo lleva a la hipocresía. El genio o temperamento, no es más
erradicado que el yo. Pero el genio tiene que ser purificado, y junto
con el yo, escondido con Cristo en Dios. El genio también es parte de
la creación de Dios. Sin él seríamos inútiles. Es una fase de la vida
emotiva. Si no tuviéramos genio, nos quedaríamos parados plácidamente
en medio del camino, mirando al automóvil que se acerca a toda
velocidad, indiferentes a los sonidos de la bocina, incapaces de
escapar de la muerte. Nuestro genio, o carácter, nos capacita para
reaccionar frente a situaciones injustas, y nos mueve a tratar de
corregirlas. Esto es cierto sobre todo en situaciones de carácter
moral. Dios quiere que la vista del mal nos conmueva, y nos conmueva
profundamente. Un cristiano carente de espina dorsal, indiferente a
las injusticias y los males morales del mundo no es un hombre de Dios.
A veces olvidamos que uno de los mandamientos de la Escritura es
“airaos” (Ef. 4:26). Pero junto con el mandamiento viene la
advertencia que el genio airado es una de las cosas más difíciles de
guardar “escondidas con Cristo en Dios”. Esto se debe a que el genio o
carácter, junto con toda nuestra vida emocional, es reflexivo en su
modo de ser y está controlado por el sistema nervioso involuntario.
Nos dicen los psicólogos que el niño
nace con reacciones o respuestas innatas tales como miedo a un ruido
fuerte sobre la cabeza, ira si sus movimientos son restringidos, etc.
Cuando el niño crece esas emociones elementales son condicionadas por
otras emociones más complejas. Esta complejidad aumenta todavía más
con la predisposición de la mente carnal. Ya que las reacciones
emocionales son involuntarias, forman un excelente espejo del corazón.
Si el corazón es impuro se mostrará
en estallidos de mal genio. Después de la experiencia de la
santificación, el genio puede todavía actuar involuntariamente, pero
entonces debe reflejar la nueva y santa condición del corazón. Pero
además de estos nuevos reflejos que se supone serán buenos, los
sentimientos involuntarios deben estar sujetos a una rígida
disciplina.
“Airaos, y no pequéis”. Se agrega al
“airaos” un buen aviso de orden práctico para disciplinar la ira
justa, para que ella no venga a ser un instrumento del retorno de la
mente carnal, enemiga de Dios: “No se ponga el sol sobre vuestro
enojo”. Es lo mismo que decir: “antes que usted se vaya a la cama,
tome su santa ira y cuélguela en el ropero, lo mismo que el saco. A la
mañana siguiente escudríñela cuidadosamente, con mucha oración, para
ver si es digna de ponérsela de nuevo”.
Reconozcamos claramente la
distinción que hay entre impulsos emocionales, los cuales son
controlados por el sistema nervioso automático, que brotan
espontáneamente, y los estados emocionales a los que permitimos
permanecer voluntariamente. Hay una gran diferencia entre distintos
individuos en la rapidez y fuerza de sus impulsos voluntarios. Por
eso les llamamos a algunas personas “impulsivas”, porque por
naturaleza reaccionan más súbita y violentamente que otras en ciertas
ocasiones dadas.
En cierto sentido esas fuertes y
súbitas reacciones revelan la naturaleza interior. Es así como se
denuncia el yo, o egoísmo. Pero de esto no es necesario concluir que
todas las personas quietas y reposadas son personas carentes de
egoísmo, sólo porque no tienen reacciones violentas. Lo más importante
de todo es mirar el aspecto emocional, al cual voluntariamente
aceptamos o condenamos. Por ejemplo, mirando por el lado bueno, el
gozo del Señor como móvil de nuestra fortaleza es una actitud
emocional mantenida voluntariamente por una elección independiente de
las circunstancias. Por el lado malo hay también sentimientos de
amargura, ira, rencor, despecho, que son tolerados, alimentados y
perpetuados por largo tiempo.
No todas las malas situaciones que
nos sacuden profundamente son de carácter moral. Tomemos el asunto
del orden, por ejemplo. El desorden en el hogar, en los negocios o en
la obra del Señor molesta a una mente ordenada. Dios es un Dios de
orden. El desea que el desorden nos moleste fuertemente, o de otra
manera nunca haremos nada para corregirlo. Pero si ya hemos nacido con
el sentido del orden, debemos tener paciencia con aquellos que no han
nacido con esa bendición. Pero éstos deben procurar ser ordenados,
para agradar a nuestro Señor que es un Dios de orden. El problema
surge porque es fácil sentirnos molestos por el desorden, no porque
Dios sea ordenado, sino por que nosotros, egoístamente, nos sentimos
molestos y frustrados. Por ejemplo, en un día de lluvia los chicos no
pueden salir afuera y están jugando ruidosamente dentro de la casa.
Nosotros deseamos leer, escribir o mirar televisión. ¿Con qué medida
podemos determinar si nuestra molestia proviene de nuestro interés por
la gloria del Dios de orden, o porque nuestra comodidad personal se ha
trastornado? La respuesta a esta pregunta, y las demás que hemos planteado antes, es simplemente tener una profunda sensibilidad a la voz del Espíritu Santo, que nos haga ver el carácter impuro del genio que a nosotros nos gusta disculpar. Es bueno aclarar que hay un genio que es legítimo, y que Dios no se agrada del desorden, y que es fácil trasponer la línea fronteriza cuando este genio legítimo se convierte en instrumento del yo.
En el himno al Amor que escribió
Pablo, él dice que el amor “no se irrita” (I Corintios 13:5). Cierta
versión lo traduce así: “no se deja provocar fácilmente”. La palabra
“provocar” se usa también para definir las características del amor,
usable en dos sentidos, uno malo y otro bueno. La palabra aquí es
paroxunetai, de la cual viene la palabra paroxismo.
Literalmente significa “intensidad extrema”. Para ilustrar sus dos
sentidos veamos dos eventos en la vida de Pablo. Mientras iba
caminando por las calles de Atenas, contempló los innumerables ídolos
de los griegos “y su espíritu se enardecía, viendo la ciudad entregada
a la idolatría” (Hechos 17:16). En otras palabras, sufrió un
paroxismo. La idolatría que lo rodeaba le hizo sentir intensamente su
repugnancia por las imágenes. Este sentido de paroxismo, por supuesto,
estaba en armonía con el amor divino. Pero hubo otro momento, en la
contienda con Bernabé, que las cosas llegaron a tal punto de
paroxismo, que se separaron uno del otro. Probablemente este paroxismo
era de la clase que más tarde el mismo Pablo declara no ser fruto del
amor. Ambos eventos nos muestran el genio de Pablo llevado a extrema
agitación, una vez en forma legítima, la otra en forma de dudosa
indignación. Pero no podemos ser jueces en todos estos cruces de
líneas que he tratado de exponer. No podemos juzgar a otro en cuanto a
cuándo lo bueno se hace malo. Sólo podemos decir: “Si yo me viera en
el mismo caso, sería culpable”. El único Juez es Jesucristo mismo.
Gracias a Dios porque El es enteramente fiel, y está listo para
hablarnos, en cada estallido de genio, si estamos preparados para
oírle.
Seguir con este tema sería
fastidioso. Pero lo cierto es que cada parte de nuestra naturaleza
humana puede ser vista de la misma manera. Nuestra misma razón,
poderosa facultad de la mente, puede sernos muy útil al hacernos ver
nuestros errores, o puede ser francamente perniciosa cuando nos dice
que nuestros egoísmos son respetables. La imaginación es muy valiosa
cuando formula planes para el adelanto del Reino de Dios, cuando
produce invenciones útiles o resuelve problemas de la vida, pero puede
ser rebajada y prostituida cuando la ponemos al servicio de sueños
frívolos que alimentan nuestra vanidad, ubicándonos en situaciones en
las cuales podemos obtener aplausos, más allá de lo que merecemos, o
haciendo que veamos intenciones y móviles en las acciones de los
otros que en verdad no existen.
Comencé hablando del apetito y la
urgencia de comer. Todas nuestras necesidades físicas pueden ser
tratadas bajo la misma regla. A veces se dice, en ciertos círculos que
recalcan la vida de santidad, que el sexo es malo, carnal y egoísta.
Algunos piensan que también tendría que ser erradicado. Es muy
necesario en nuestros tiempos un mensaje adecuado sobre la santidad
del sexo, porque parece que muchos suponen que todas las
satisfacciones de la vida sexual son de carácter carnal. Esta
suposición nos recuerda al estoico que comía pescado. Tenemos que
comprender de una vez que Dios creó el placer de comer y el placer del
sexo de la misma manera que creó el apetito por ellos, y que la
felicidad que se deriva de ambos puede ser santificada para la gloria
de Dios. Claro que es enteramente obvio que el comer y el sexo pueden
fácilmente convertirse en fines en sí mismos, y ser tergiversados
hasta quedar bajo el dominio del egoísmo y el pecado. El sexo fuera
del matrimonio es desde luego un caso de ello. Ninguna razón puede
justificarlo. Es pecado.
Pero nuestras dificultades
fronterizas descansan en un plano diferente. Es cuando la atracción
sexual comienza a trabajar en una manera suave y gentil. La atracción
sexual es una de las cosas santas y naturales impuestas por Dios en el
hombre. El hecho biológico que el hombre y la mujer se atraigan
mutuamente, igual que los polos positivo y negativo es algo
enteramente santo. Sin esa atracción no habría amor, no habría
noviazgo no habría matrimonio. No debemos suponer que la
santificación, o el matrimonio eliminen la atracción sexual. La
atracción sexual no puede, ni debe, ser erradicada. Pero cuando es
purificada y escondida con Cristo en Dios, entonces puede ser dirigida
y disciplinada. El santo apóstol Pablo podía decir “golpeo mi cuerpo,
y lo pongo en servidumbre” (I Corintios 9:27). El creyente soltero,
que ha tenido la experiencia de la santificación, debe disciplinar su
instinto sexual, para mantenerlo libre de licencias y libertinajes en
el noviazgo, y evitar también dar sus afectos a personas que no son
cristianas.
Es también un error suponer que la
atracción sexual opera solamente entre personas que han sido
destinadas por Dios “el uno para el otro”. La atracción sexual es un
hecho biológico que opera en todos, y por eso mismo las personas
casadas que han hecho votos de fidelidad deben también disciplinar su
instinto de igual manera que las personas solteras. En nuestra moderna
y pagana civilización el sexo se ha convertido en un dios, y los
modernos adoradores paganos de ese dios, ni desean dar, ni esperan
recibir fidelidad conyugal. Cuando la novedad del casamiento pasa,
buscan nuevas atracciones. Así es la cosa. Los paganos se entregan
libremente a ello. Los cristianos se autodisciplinan en el Señor.
Hay ciertos hechos simples en la
atracción sexual que actúan constantemente. La sociedad india, por
ejemplo, no admite que pase mucho tiempo entre la atracción inicial y
la consumación sexual. Es que ellos no admiten la libre mezcla de los
sexos, ni tampoco acostumbran el noviazgo. En sus formas más extremas
esconden a las mujeres detrás de un velo o en un burkha. La
idea que ellos tienen es que cuando un hombre no puede ver, tampoco
puede desear. La civilización occidental considera las cosas de muy
distinta manera. En la India no tienen idea del control interno de las
emociones y sentimientos. Todo, piensan ellos, debe ser exteriorizado.
Ningún hombre es de confianza, por lo tanto debe ser restringido. Pero
la civilización occidental tiene una gran deuda con Cristo por sus
ideas de control interior—que un hombre puede ser de confianza, aún
en la oscuridad, y que el apetito sexual pueda ser sentido, y aún
satisfecho, bajo una disciplina que lo dirige y controla. No
necesitamos poner un velo sobre el rostro de una hermosa muchacha para
evitar que tiente a los hombres. Creemos que un hombre cristiano puede
experimentar el placer de contemplar una bella muchacha sin sentir
deseos ardientes de satisfacción sexual.
Después de admirar la belleza de un
rostro es fácil admirar también la belleza y perfección de un cuerpo.
Este mismo elemento de atracción sexual lo experimentan las mujeres,
aunque en una forma diferente. La personalidad atractiva de un hombre
puede ser tan seductora a la mujer como un bello rostro femenino serlo
para un hombre. Las mujeres se hallan en mayor peligro en cuanto a
esto, porque la personalidad es más sutil que la forma. Lo que siempre
debemos conservar presente es que la atracción sexual, en sí misma, no
es pecado. No es tampoco carnal, puesto que puede estar presente, sin
lugar a dudas, en la persona llena del Espíritu. Pero aunque es algo
de positiva belleza, que añade placer a la vida sin poner en peligro
la fidelidad conyugal, o la santidad, la atracción sexual sigue siendo
peligrosa por ser tan sutil, y demanda una rígida disciplina.
Ahora bien, esto no es,
necesariamente, esa mirada de lujuria que el Señor Jesús condena.
Apreciar y disfrutar de la belleza física de una mujer no es un pecado
en sí. Pero es muy fácil deslizarse, y trasponer la línea, haciendo de
un don legítimo, el placer de ver la belleza, un placer ilegítimo, la
codicia carnal. Cuando uno se da cuenta que la vista lo está llevando
peligrosamente cerca de la línea fronteriza, debe saber dar marcha
atrás, poniendo en juego la disciplina. Pero aquí, igual que en los
otros casos que hemos visto, todo es asunto de saber escuchar la voz
del Espíritu.
Esto que decimos no se aplica
solamente a los hombres. Las mujeres también tienen sus apetitos y
sus atracciones hacia el sexo opuesto por razones que ellas a veces
difícilmente pueden explicar. Algunas piensan que es un sentimiento
carnal que surge de ellas mismas. Esto puede ser cierto en aquellas
mujeres que no se han entregado completamente a Cristo. Pero aún en
las personas llenas del Espíritu, sean hombres o mujeres, pueden haber
esos momentos de gran atracción, de extremo interés en un hombre bien
parecido o en una mujer hermosa. Esto puede significar nada más que la
presencia en el yo humano de ese apetito creado por Dios y que es
santo, y que no significa deslealtad al esposo, o la esposa, o a
Cristo. Es algo también que puede ser mantenido dentro del disfrute
general de esa intercomunicación de sexos, permitida por nuestra
civilización, y dentro de la iglesia espiritual de Cristo en todo
tiempo y en todas partes.
Pero el trabajo del diablo en los
corazones de hombres y mujeres es estimular ese elemento natural y
legítimo para causar un apetito que va demandando más y más
satisfacción. Si el corazón es verdaderamente puro, hay una disciplina
voluntaria que se aplica casi automáticamente, para controlar ese
placer justo dentro de los límites de la santidad. Pero aun el placer
de una libre y sana intercomunicación de sexos, puede ser usado por
el diablo para hacernos deslizar de nuestra posición de estar
escondidos con Cristo en Dios, a una posición de auto-satisfacción y
placer egoísta.
Debemos entender claramente que la
vida santificada es básicamente la vida mantenida bajo control del
Espíritu Santo momento a momento. ¿Cómo podemos saber cuándo hemos
cruzado la línea del apetito normal a la glotonería, de la santa
sensibilidad a la ira carnal, del celo por las cosas de Dios a la
envidia personal, de hablar santamente a palabras iracundas, del
respeto propio al orgullo personal, del placer por la belleza a la
mirada de lujuria, y del placer sexual santificado al placer que no lo
es?
Lo primero que tenemos que responder
es que nadie puede decirle a nadie cuándo se ha cruzado la línea. Lo
que mi amigo me cuente de otro amigo, quizá me parezca a mí cuestión
de envidia más que de celo santo, pero realmente yo no puedo saber
cuáles son sus verdaderos móviles o impulsos internos. Yo no puedo
saber cuando él ha cruzado la línea. Todo lo que yo puedo notar
es que la conducta de él es un toque de atención para mí, y que si yo
algún día estoy bajo las mismas circunstancias no podría portarme de
la misma manera sin sentir la amonestación del Espíritu Santo. Si esta
amonestación se produce o no, es cuestión aparte, pero debería ser
así. Obviamente, yo no puedo ser juez de mi hermano. Yo puedo,
y debo, juzgarme severamente a mí mismo si algún día estoy en las
mismas circunstancias, pero no puedo saber cuál es la luz que posee
mi hermano.
Una cantidad increíble de problemas
y malos entendimientos resulta de esta persistente actitud de los
cristianos de juzgarnos unos a otros. Les imputamos a los hermanos
móviles injustamente y sin derecho. Es cosa cierta, por supuesto, que
Dios nos ha dado la facultad de hacer juicios, y de pesar las acciones
y actitudes, y saber aceptar lo bueno y rechazar lo malo, pues la
facultad crítica es parte del equipo concedido por Dios. Usando
rectamente esta facultad estaríamos en capacidad de quitar el mal de
la iglesia. Pero aquí también tenemos el caso de una facultad buena,
dada por Dios, que puede convertirse en instrumento del yo. ¿Qué es lo
que está allí, que está tan accesible a la mano de Satanás, con lo
cual apelar a la vanidad de nuestras mentes, como el orgullo de
nuestras opiniones y juicios?
Todavía no se ha aclarado en la
cabeza de muchos cristianos que el orgullo de opinión es tan dañino
como cualquier otro orgullo y que debe ser tratado igual que cualquier
otro pecado. Por supuesto, la respuesta que siempre tenemos a flor de
labios es: “¡Pero es que yo tengo razón!” Así es como sentimos siempre
acerca de nuestros propios juicios y razonamientos. Así debería ser,
también, con eso que llamamos convicción, o certeza, es decir, poner
un fuerte énfasis emotivo en lo que decimos. Pero supongamos que dos
personas, igualmente santificadas, tienen distintas opiniones respecto
de cualquier asunto. Cada una cree que la otra está equivocada. ¡Ambas
están mal, si es que ninguna tiene la disposición de ceder! Por eso es
que yo no debo juzgar a mi hermano si él viste ropas que yo no
vestiría, o habla más explosivamente de lo que yo hablaría en la misma
situación, o parece ser más sensible que yo a las críticas y
provocaciones. Yo no puedo saber cuándo él ha cruzado la línea en
todos estos casos, y Dios no lo juzgará a él por la línea mía.
Pero yo tengo una línea. ¡Y
siempre sé cuando la he cruzado! ¡Dios ve eso! La vida en el
Espíritu no actúa por un cierto estado de inercia, no se mueve por
reglas o juicios establecidos por los propios hombres, por bueno y
útil que pudiera ser todo esto algunas veces. ¡La vida santificada es
precisamente eso, vida! Y sólo puede ser vivida en el Espíritu
Santo. Es el Espíritu Santo quien, cuando posee el pleno control de
nuestro corazón nos susurra cuando nos estamos acercando
peligrosamente a la línea fronteriza. Sus avisos y advertencias son
absolutamente fieles. El avisa siempre, y nosotros debiéramos siempre
oírle. La parte triste es que a veces dejamos de oír. Un misionero
amigo mío, que se había metido en una situación muy fea por su
apresuramiento en hablar, cuando le pregunté porqué había dicho tal
cosa, me dijo: “¡Me apresuré a hablar por temor de que el Espíritu
Santo me reprendiera por lo que iba a decir!” Esta fue una confesión
muy honesta de su parte, y muy a menudo ha sido experiencia mía
también.
Nuestra respuesta pues, a la
pregunta de cuándo saber que hemos cruzado la línea es: la guía del
Espíritu Santo. Muchas personas desearían recibir una santificación
que trabajase por sí sola y automáticamente. La gente desea tener una
experiencia de santificación espectacular, que les provea de una
santidad empaquetada, envuelta, sellada y lista para ser despachada a
la gloria sin ninguna otra preocupación. Pero esta no es la vida
santificada que Cristo ofrece. Cristo ofrece vida. Muchos han
sido atraídos por la doctrina de la erradicación, esperando que todos
sus problemas, y particularmente la necesidad de vigilancia y
disciplina sean “erradicados” de su vida. Esto no sería una santidad
escritural. Por otra parte, tratar de disciplinar la vida propia, sin
eliminar primero el modo de vivir egoísta y centralizado en el yo, lo
cual se hace mediante una entrega consciente y total a Cristo para
esconder con El la vida en Dios es una tarea fútil y destinada al
fracaso. Solamente una vida que se vive disciplinadamente bajo la
guía y control del Espíritu Santo es una vida que está en el camino de
la continua victoria. La santificación es tanto una crisis como un proceso. No puede haber crisis sin un proceso que le sigue, y no puede haber proceso sin la crisis que le precede y le da origen. Es fácil perder lo que uno ha recibido en la crisis espiritual, y deslizarse otra vez del lugar escondido con Cristo en Dios a la vida egoísta centralizada en el yo humano carnal. No hay camino a la vida victoriosa excepto un camino de continuos cuidados, bajo la constante vigilancia del Espíritu Santo y una repetida e instantánea obediencia a su voz. Que esto sea fácil o difícil depende de nosotros. Si hacemos nuestra dependencia en el Espíritu lo supremo en nuestra vida será fácil; de otro modo no. Si amamos a Jesucristo como debemos amarle, con todo nuestro corazón y sin reservas, entonces no será difícil, sino una vida placentera y gloriosa, una vida de victoria y servicio para El. Pero para los que no quieren someterse a Cristo, será una vida pesada, difícil y fastidiosa. Cattell, Everett Lewis, El espíritu de santidad, Casa Nazarena de Publicaciones, wesley.nnu.edu, Usado con permiso. |
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