Bienvenido | Inscripciones | Orientación | Donar al seminario - su ofrenda hace este ministerio posible | |
Seminario Reina Valera
|
|
6. Unidad del Espíritu Santidad Biblica es el estudio del concepto wesleyano de la perfección cristiana o santidad práctica. Considera el espíritu de la santidad, la santidad en la vida diaria y lo que enfrenta el creyente ahora que es santificado. Contempla cómo integrar la "crisis de santidad" con llevar una vida santa a diaria delante de Dios.
6
La Unidad del Espíritu
Ningún hombre debe vivir para sí
mismo, y sería pecado el intento de hacerlo. Cuando nacemos de nuevo,
Dios no nos hace nacer en un orfanatorio, sino dentro de una familia.
Se nos da pureza y limpieza de corazón con la condición específica de
caminar en esa luz, y de tener compañerismo con todos los otros
miembros de la familia de Dios. Hay dos palabras griegas del Nuevo
Testamento que se traducen corrientemente por “iglesia”. Una de ellas
es ecclesia y la otra es koinonía. La primera puede
significar asamblea y la segunda comunidad. Lo curioso
es que, en la práctica común, el primer término haya gozado de
preponderancia, en tanto que el segundo haya declinado. Tal vez la
razón sea que ecclesia cuenta con el apoyo y la aprobación del
mundo, por ser identificable con organización. Pero comunidad, o más
bien compañerismo es un asunto diferente: este mundo pecaminoso está
decididamente en pugna con él. Edificar la iglesia como una
organización es bastante fácil; pero edificarla como una comunidad o
compañerismo es mucho más costoso. Pero, ¿tenemos derecho de llamar
iglesia cristiana a cualquier organización religiosa que no sea
también un compañerismo en Cristo? La enseñanza clara del Nuevo
Testamento no nos permite hacer tal cosa. Porque concebir la iglesia
en términos de cuerpo o novia de Cristo, es usar figuras que llevan
implícita la idea de compañerismo. Compañerismo es el carácter mismo
del cuerpo de Cristo. Una de las críticas más serias y fundadas que
se les hace a las “sectas de santidad” es su propensión a la contienda
y la división. Para entender y predicar el mensaje de santidad, el
capítulo 13 de la primera carta a los Corintios es materia
fundamental.
El movimiento ecuménico parece,
cuando se le examina superficialmente, estar encaminado hacia la
unidad de todos los cristianos. Pero nos asombra ver como algunos
pretenden poner el carro delante del caballo. El lugar donde empezar
la práctica y el gozo de la unidad cristiana es la iglesia local.
¿Cómo es posible lograr la unidad mundial, cuando en miles de iglesias
locales pequeñas la solidaridad y el compañerismo cristianos se han
visto atomizados por rencillas, pleitos, disensiones, orgullos y
partidos? Es posible edificar un puente grande cuando el fundamento es
sólida roca, ¿pero cómo edificarlo sobre la movediza arena? El diablo
lo sabe muy bien y por eso dirige sus mayores ataques contra el
compañerismo de los cristianos en la congregación local para
destruirlo. Examinaremos cuatro casos que ocurrieron en la iglesia
primitiva, y veamos cómo fue amenazando el compañerismo de los
creyentes, y de qué manera ellos supieron solucionar el problema.
Caso número uno.
Este fue un caso de ineficiencia administrativa
(Hechos 6:1-8). Surgió a causa de cierta discriminación que se hacía
de algunas viudas en el reparto del socorro diario. La solución de un
problema administrativo en la iglesia es relativamente fácil, si se
pone buena voluntad, y el diablo no mete la cola para complicarlo.
Típicamente, en este caso, el problema administrativo se complicó con
un elemento diferente y emocional cuando surgieron los celos raciales.
Causar suficiente entusiasmo para un pleito sobre la falla de un
método de distribución hubiera sido difícil. Sería sencillo ver lo que
se tenía que hacer y hacerlo. Pero el momento en que se mencionó a
“griegos” y “judíos”, y se puso una nota de raza, o de color, y aún de
teología, el asunto se tornó súbitamente siniestro. ¡Eso era motivo
para una buena pelea! Cuán a menudo sencillos problemas
administrativos en las iglesias se agravan innecesariamente por
convertirlos en cuestiones morales o doctrinales. Si los apóstoles
hubieran tardado un poco en hallarle la solución al problema, el
asunto de la agenda “viudas”, se hubiera convertido en un tremendo
conflicto racial, con la consiguiente división, exhibición de celos y
orgullos, y aplicación mutua de epítetos insultantes.
Afortunadamente los apóstoles
gozaban de suficiente visión y buen espíritu para conservar el
problema libre de factores secundarios. Junto con esta sabiduría, una
genuina humildad cristiana los condujo a ceder buena parte de sus
poderes terrenales y a dividir responsabilidades con otros hermanos de
la iglesia. Por no saber estas dos últimas cosas, muchas
congregaciones han caminado hacia la ruptura del compañerismo y la
fraternidad. ¿Qué hubiera pasado si los apóstoles, cediendo a un
criterio carnal de ellos, hubieran pensado que “ciertos elementos
ambiciosos están tratando de hacerse de dinero y de poder” y es
necesario mantenerlos a raya, y que, en vez de que todos los
apóstoles se hubieran ido a predicar, hubieran salido sólo algunos
apóstoles a predicar, quedando los otros para mantener firmes las
riendas de la administración, y sujetar a los ambiciosos?
¿Tenemos nosotros la misma visión de
estos apóstoles, que renunciaron a los impulsos naturales del yo y de
la carne, para compartir responsabilidades administrativas con otros,
porque sabían que una iglesia en crecimiento necesitaba tener sobre
todas las cosas un buen cuerpo de predicadores libres de todo trabajo
secundario y que pudieran dedicarse a la oración y a la Palabra?
Algunos han de protestar contra este criterio apostólico diciendo que
no pueden hallar hombres dignos, de confianza. Bueno, esto tiene su
parte de razón. Delegar responsabilidades en hombres indignos y
carnales puede ser desastroso. Pero si no tenemos en la iglesia
hombres verdaderamente de confianza, entonces tenemos que
preguntarnos el por qué. Quizás la razón sea que nosotros mismos hemos
fracasado en formar líderes sanos, porque hemos estado tan ocupados
“sirviendo las mesas”, que ahora que los necesitamos nos resulta
imposible hallar “siete hombres de buen testimonio, llenos del
Espíritu Santo y de sabiduría a quiénes podamos poner en este
trabajo”.
No podemos dar demasiado énfasis al
valor de hacer la obra espiritual, de una manera espiritual y con
herramientas espirituales. Por ejemplo, todos decimos que la oración
es la cosa más importante, y que creemos de todo corazón en la
eficacia de la oración. Pero, ¿cuántos de nosotros nos dedicamos a la
oración como a la cosa más importante de nuestro programa?
Fue mi privilegio durante veinte
años en la India, pertenecer a una agrupación que literalmente intentó
poner la oración como la primera cosa de la vida. Nos reuníamos para
orar tantos días como fuesen necesarios, a veces cuatro o cinco
seguidos. Nos entregábamos por entero a la oración y a la Palabra de
Dios. Y continuábamos orando tanto tiempo como creíamos que era
necesario hacer. Ninguno se preocupaba acerca de los problemas que
tenía entre manos. La oración era nuestro único problema.
La oración es nuestro principal
negocio. Seguir el ejemplo apostólico cuando los líderes espirituales
se dieron a sí mismos “primero a la oración y al ministerio de la
palabra” es una necesidad absoluta para el crecimiento espiritual de
la iglesia. Debemos orar para que surjan pastores y diáconos que nos
ayuden en la obra. La preparación que le puede dar un instituto
bíblico no es suficiente. Además de tener preparación escolar los
líderes espirituales deben ser “de buen testimonio, llenos del
Espíritu Santo y de sabiduría”. Y para conseguir tales obreros la
oración da mejores resultados que la publicidad. Es notable ver como los así llamados “negocios de la vida” se realizan mejor cuando están saturados de oración. Además los problemas mayores de la iglesia no deben solucionarse por un voto de la mayoría. Los cuáqueros tienen un principio espiritual que reza así: “Donde los Amigos no pueden ir juntos, sencillamente no iremos”. El desacuerdo no es una ocasión para distanciarse—al contrario, es un llamado a más oración—. La unidad del espíritu, mantenida por nosotros en esa forma, tiene un valor incalculable.
Caso número dos.
Este caso ocurrió en el concilio de Jerusalén (Hechos
15:1-35). Aquí el asunto no era un problema de administración sino de
predicación del evangelio. ¿Era el evangelio sólo para los judíos, o
para los judíos y gentiles juntamente? Si era también para los
gentiles, ¿debían ellos adaptarse a las costumbres y tradiciones de
los judíos?
El primer hecho significativo
revelado aquí, en la solución de algo que amenazaba partir en dos a
toda la iglesia, es que un grupo de hombres, representativo de toda la
iglesia, estudió la cuestión. ¡Qué suerte que la iglesia de Antioquía
no decidió trazar su propio derrotero, sin que le importara la opinión
de la iglesia de Jerusalén! ¡Qué afortunado que a Pablo y Bernabé no
se les ocurrió formar la “Iglesia Paulina de Antioquía”, con
principios exclusivos de libertad para los gentiles, mientras que en
Jerusalén se formaba la “Iglesia Petrina”, con reglamentos que
satisfacían a los judíos! Un curso de acción que pretende
justificarse hoy día con la superficial idea de “diferentes
temperamentos requieren diferentes denominaciones”.
El segundo hecho significativo del
concilio de Jerusalén fue que todas las partes en disputa
reconocieron por igual la soberanía del Espíritu Santo. Las pruebas
presentadas eran pragmáticas. La cuestión puesta sobre la mesa era:
“¿En qué forma está trabajando actualmente en el mundo el Espíritu
Santo?” Pablo y Bernabé presentaron las evidencias recogidas en sus
campos de trabajo. Era evidente que el Espíritu Santo estaba
trabajando entre los gentiles en la misma forma que entre los judíos,
concediéndoles las mismas bendiciones espirituales sin necesidad de
los ritos judíos. La solución propuesta era: debemos trabajar y
cooperar con el Espíritu tal como y donde El está
trabajando.
El tercer hecho significante es que
el concilio obedeció a las Escrituras. Para resumir el caso, el
apóstol Santiago recurrió a las Escrituras haciendo ver al concilio
que las mismas Escrituras anunciaban la predicación del evangelio a
los gentiles y la aceptación de los gentiles en el reino de Dios. El
mismo Espíritu santo, que escribió el Sagrado Volumen, es el que está
trabajando entre los gentiles en todas partes. El Espíritu de Dios
nunca se contradice a Sí mismo. Si cualquier obra del Espíritu Santo
está siendo realizada en cualquier parte, debe estar corroborada por
las Escrituras. Por eso es que las Escrituras son la regla de fe para
la iglesia, porque las Escrituras revelan la mente del Espíritu Santo.
Un cuarto hecho significativo en
este caso es que, habiendo decidido ya que el asunto principal sería
decidido de acuerdo al Espíritu Santo y su Palabra, confirmados a
través de su propia obra que era obvia, todos estuvieron dispuestos a
ser generosos y tolerantes con los sentimientos y los prejuicios de
los demás en cuestiones menos importantes. Las cuatro restricciones
que fueron recomendadas a las iglesias de los gentiles eran otras
tantas concesiones a los sentimientos judíos. Dos de ellas eran muy
importantes: la idolatría y la fornicación, y Pablo estaba seguro de
que se haría provisión para ello en la enseñanza cristiana, aún sin la
influencia de la tradición judía. Pero Pablo creyó, con igual
vehemencia, que no comer ciertas carnes, o sangre, o animales
estrangulados, no eran problemas fundamentales y que, si sencillamente
no se les daba importancia, se desvanecerían por carecer de peso.
Cuando escribe su Epístola a los Gálatas, y hace mención del concilio
de Jerusalén, no menciona estas cosas, pero sí dice que se le
encomendó tener cuidado de los pobres, cosa que realmente tuvo cuidado
en hacer. En igual manera, nosotros debemos aprender la magnanimidad
para hacer concesiones a los demás en cosas no esenciales, estando
ciertos que, si trabajamos en cooperación con el Espíritu Santo, estas
cuestiones menores caerán como las hojas secas caen en el otoño.
Supongamos, sin embargo, que los
líderes de Jerusalén no hubieran llegado a la conclusión que
llegaron, y se hubieran aliado con los judaizantes. ¿Qué hubieran
hecho entonces Pablo y Bernabé? ¿Hubieran aceptado una decisión que
viola sus conciencias, con tal de conservar la unidad a cualquier
precio, o se hubieran separado? Esta es una pregunta importante para
nuestros días, en que la separación ha llegado a ser un fetiche entre
los fundamentalistas. Si la denominación a la cual uno pertenece ha
admitido entre sus líderes a hombres que se han apartado de la fe
evangélica, ¿están obligados los miembros fieles a continuar en ella?
En primer lugar, permítanme decir
que la respuesta a la pregunta debe ser escritural. No debe nacer del
compromiso o la conveniencia. Debemos estudiar a la Escritura por
entero, e interpretarla mediante una sana exégesis. Precisamente por
amor a las Escrituras, y a su mensaje total, uno no debe hacer énfasis
sobre la separación basado en un texto como 2 Corintios 6:17 “Salid de
en medio de ellos, y apartaos, dice el Señor”. Este texto no podría
aplicarse a este problema, sin hacer violencia a la sana exégesis y
violando la enseñanza total de las Escrituras. Sería hacer una mala
interpretación porque este texto, según su contexto, se está
refiriendo a separarse de los paganos. Aplicar este texto a
denominaciones contemporáneas, nos hace participar en juzgar y decidir
que esas denominaciones son paganas, cosa que sería errónea. Si una
denominación, oficialmente, cambia de credo, y se hace unitaria, o
anticristiana, entonces el caso estaría muy claro. Pero los credos
oficiales rara vez son cambiados. Más bien los que cambian son los
líderes, o los pensamientos de los líderes. Y cuando tales líderes no
son disciplinados o relevados de sus puestos, la denominación llega a
representar una mezcla de puntos de vista. La situación se complica
aún más cuando los líderes no reconocen que han negado a Cristo.
Frecuentemente son sinceros, no obstante estar ya muy equivocados,
pensando que sus nuevas creencias son las que todo cristiano debería
tener ahora. Una vez producida esta situación, está más allá de
nuestro poder juzgar cuáles hombres se han vuelto paganos o no
cristianos. Por lo tanto, una aplicación sencilla de este texto no es
posible.
Más allá de esto está la enseñanza
total de la Escritura referente a este punto. Frank Colquhoun nos ha
hecho un gran servicio al reunir en su libro intitulado The
Fellowship of the Spirit (El compañerismo del Espíritu), toda la
enseñanza de la Biblia en la materia.
De tal estudio surge claramente la
evidencia de que el Nuevo Testamento tiene dos mensajes que se
complementan. Primero, hay una demanda bien clara de separación del
pecado, el mal y la incredulidad. Al mismo tiempo hay una inmensa
cantidad de escrituras dedicadas a la necesidad de conservar la unidad
del Espíritu. A veces nos sentimos tentados a defender una verdad en
detrimento de otra, en lugar de saber conservar ambas juntas en
tensión viviente, tal como Dios quiere. El problema se complica por la
dificultad práctica de determinar quién es cristiano y quién no.
Indudablemente hay tiempos cuando la separación se hace necesaria y
se convierte en virtud. Pero también hay casos cuando el sufrimiento
debido a una mala situación se vuelve redentor.
Aquí tenemos otro caso en que
nuestro único recurso es depender en la dirección del Espíritu Santo
para hacer la aplicación de una verdad general, en tensión entre dos
polos, a un caso dado en particular. Tenemos que permitirle, a cada
hermano cristiano, la libertad de buscar esa guía del Espíritu Santo
para sí mismo. Condenar a todos los hermanos que no desean abandonar
su denominación, aun cuando algunos de los líderes parecen haber caído
en apostasía, es algo abusivo que no tenemos derecho de hacer.
Igualmente, afirmar que, ya que la Escritura demanda “unidad”, todo
intento de separación de una situación herética es cosa mala, es algo
falso. Pero puesto que tanto de la Biblia trata con la necesidad de
mantener el compañerismo, aun a gran costo, separémonos, si tenemos
que hacerlo, pero sin regocijarnos, o reírnos por ello, sino con
lágrimas. No importa quién tenga la culpa o la razón, la separación
nunca es el mejor plan de Dios. Y conviene dejar siempre las puertas
abiertas para una reconciliación en cualquier momento.
Puede ser de ayuda para resolver
situaciones difíciles recordar que el compañerismo tiene dos niveles:
el consultivo, y el activo. El dejar de reconocerlos
nos conduce a una gran cantidad de sufrimientos innecesarios. El
énfasis que se hace generalmente sobre la unidad es que debe ser
total, especialmente en estos días de ecumenismo. Esto requiere
que haya unión tanto en lo que toca a consulta como a acción. Pero
conceptos teológicos ampliamente diferentes reclaman a menudo
programas de acción que no solamente difieren entre sí, sino que
chocan unos con otros. Forzar a esos programas a trabajar unidos en el
mismo lugar y en el mismo tiempo, simplemente hará que uno anule al
otro. Esto no es la esencia del amor o de la unidad. Es posible que
cierta clase de separación sea más cristiana y más amorosa que una
unidad forzada. La separación en dos áreas diferentes, pero
manteniendo la unidad a nivel consultivo, puede ser la solución
adecuada para todos. Esta clase de separación provee la oportunidad
para ejercer el respeto mutuo, que es la esencia de la unidad.
Caso número tres.
Este caso es mucho más difícil, pero al mismo tiempo de
más importancia para nosotros, ya que expone el tipo de diferencia más
común hoy en día, y que lesiona el compañerismo cristiano más que
ningún otro. Es un nítido caso de choque de personalidades
(Hechos 15:16-41).
En cierto sentido hay un aspecto en
el cual Pablo y Bernabé se anotaron un gran triunfo en Jerusalén, y no
habrían sido humanos si no hubieran vuelto a Antioquía con un profundo
sentimiento de gratitud a Dios por la victoria. Y Satanás también, no
hubiera sido quién es, si no hubiera tratado de torcer ese sentido de
gratitud en uno de triunfo personal. Aún cuando uno posea la razón, es
peligroso estar en el lado victorioso de una contienda. Hay algo
dentro de nosotros que debe ser siempre controlado, si queremos
evitarnos una calamidad. Porque hay algo terriblemente infeccioso en
la ruptura de la amistad y del compañerismo. Pueda ser que Pablo y
Bernabé salieran de la contienda, cada uno, con un sentido de triunfo
personal. Satanás intentó desvirtuar (como habitualmente lo hace) la
gratitud por la victoria, que cada uno debió tener, en un sentido de
orgullo por haber ganado. Esto hizo difícil para ambos amigos tomar la
actitud del que cede, y ambos cayeron en una posición falsa, que los
obligó a buscar una nueva victoria otra vez. Quizás esto sea un falso
juicio mío sobre el caso, pero hoy en día hay un cantidad asombrosa de
choques, y son casos en los que una victoria pide otra, casi a
cualquier costo. El diablo sabe armar estas trampas con temible
regularidad.
Ahora examinemos las personalidades
involucradas en el problema. Ambas eran exactamente opuestas. Pablo
era intenso y rígido, en tanto que Bernabé era apacible y generoso.
Bernabé, cuyo nombre verdadero era José, fue llamado Bernabé, “Hijo de
Consolación” por los discípulos, teniendo en cuenta su carácter. El
trato que Pablo le dio a Juan Marcos, sobrino de Bernabé, estaba más
de acuerdo con su carácter que con su memoria, porque seguramente
Pablo olvidó en ese momento que algún tiempo atrás, Bernabé había
abogado por él, y había pedido que lo admitieran en el compañerismo de
Jerusalén, cuando eran muchos los que tenían todavía recelos del
antiguo fariseo. Había sido Bernabé quien, viendo grandes
posibilidades en este joven convertido, lo había ido a buscar a Tarso
y lo había introducido en la iglesia de Antioquía para iniciarlo en el
servicio cristiano. Era Bernabé quién había encabezado la misión
encomendada a “Bernabé y Pablo”, y quien más tarde desarrolló al joven
predicador hasta que generosamente se cambió el orden, y Pablo fue el
líder de la obra, pero en un modo tan natural que no queda más
recuento del cambio que ese simple cambio en la frase a “Pablo y
Bernabé”. ¡Que Dios nos dé en estos tiempos más hombres como Bernabé,
lado a lado de nuestros Pablos!
Pablo era un gigante. Era capaz de
una tremenda auto-disciplina. A menudo esto lo hizo aparecer severo en
su trato para con otros. Fue un hombre enviado providencialmente por
Dios, en un momento cuando su iglesia necesitaba una severa
auto-disciplina para crecer. Hay algo descollante, algo magnífico,
algo colosal en Pablo. Aparte del Señor Jesucristo, si se juzga a
Pablo por su impacto en la historia, hay que reconocer que es el
hombre más grande que ha existido. Los líderes cristianos de 20 siglos
han encontrado siempre en Pablo una vívida fuente de inspiración. Pero
la conclusión de esto no es necesariamente que haya sido cosa fácil
convivir con Pablo. ¡Hay muchos buenos misioneros en el día de hoy,
con los cuales me alegro no tener que vivir! Mi opinión es que habría
sido mucho más cómodo vivir con Bernabé que con Pablo.
¿Quién tenía razón, y quién no
tenía, en este problema con Juan Marcos? Sólo Dios lo sabe. Se han
hecho muchos intentos para demostrar que esta separación produjo más
bien que mal. Es posible que Dios haya cambiado todo para el bien, y
que algún provecho se sacó de ella. Pero decir que la separación
produce más bienes que males es pura conjetura, y mientras más estudio
este evento menos me persuade tal idea. Me atrevería a decir que este
caso debería ser calificado como “una tragedia en tono menor”. Todo
parece chocar con las convicciones espirituales más profundas de
Pablo. Sea quien sea el que haya tenido la razón, es cierto que la
palabra traducida “tal desacuerdo” (grande contienda) viene de una
palabra griega que por transliteración, ha dado forma a la palabra
castellana “paroxismo”. Y Pablo dice en I Co. 13:5 que el amor no
tiene “paroxismos”, o sea que “no se irrita” (no se deja provocar).
Uno de estos dos hombres pudo haber tenido la razón, pero ninguno de
los dos le dio mucho lugar al amor en esos momentos. Aún las personas
de carácter suave como Bernabé, pueden alguna vez “perder los
estribos” y ponerse obstinados y tercos. También es difícil poder
conciliar este evento con la enseñanza de Pablo, presentada en muchas
epístolas, “someteos unos a otros en el temor de Dios”. Yo creo que
ambos hombres estuvieron equivocados.
Supongamos que Pablo hubiera dicho:
“Bueno, hermano Bernabé, estoy convencido que llevar de nuevo a este
muchacho con nosotros sólo nos conducirá al desastre otra vez. No
tengo confianza en él. Pero admito que una vez tú sacaste algo muy
bueno de un material malo, y puede ser que tengas razón respecto a él.
A mí me parece como una acción de tontería y debilidad, pero si tú
insistes, acepto que Juan Marcos venga con nosotros, y yo haré lo
mejor que pueda con él.”
Y supongamos que Bernabé hubiera
respondido, “Pablo, yo realmente creo que este joven tiene un buen
futuro. Es débil, pero ha aprendido una lección. Creo que debemos
darle una segunda oportunidad, y que podemos correr ese riesgo. Pero
por otro lado también comprendo tu punto de vista, de que nuestra obra
es difícil y sujeta a fuertes ataques del enemigo, y de que tenemos
que ser un equipo unido y valiente en el Espíritu Santo. Por eso no
deseo insistir en que venga Juan Marcos. Si tú no compartes mi
opinión, entonces olvidemos el asunto, porque no debemos permitir que
haya divisiones entre los dos. Quizás podamos encomendar a Juan Marcos
algún otro trabajo, donde pueda reivindicarse”.
Supongamos que todo hubiera sucedido
así. ¿Hubiera habido necesidad de llegar al paroxismo? ¿No hubieran
triunfado juntamente el amor y la sumisión? ¿No podrían Pablo y
Bernabé haber orado juntos, y permitido así que el Espíritu Santo les
hubiera indicado claramente qué hacer con Juan Marcos? ¿No les hubiera
dado el Espíritu unidad aquí también, como se las había dado en otras
muchas ocasiones más difíciles? ¿Acaso no podían estos dos hombres que
habían tenido tales pruebas maravillosas de la dirección del Espíritu,
y que no la habían buscado cuando sus personalidades chocaron, haberla
encontrado ahora, si su misión mutua hubiese sido tan profunda como
había sido su sumisión unida a Dios en otras ocasiones, en que Dios
les había guiado?
Lo que es más, parece que el
Espíritu Santo usó esta tragedia menor para marcar un punto culminante
en la vida espiritual de Pablo. Es curioso que el Libro de los Hechos
no haga mención de la guía diaria del Espíritu en el primer viaje
misionero hasta este evento. Pero de aquí en adelante se encuentran
expresiones tales como “Les fue prohibido por el Espíritu Santo hablar
la Palabra en Asia” (Hechos 16 6) “Intentaron ir a Bitinia, pero el
Espíritu no se lo permitió” (16:7), “Pablo se propuso en espíritu ir a
Jerusalén” (19:21), “ligado yo en espíritu, voy a Jerusalén” (20:22);
además de numerosas referencias a la guía del Espíritu en visiones de
noche (16:10; 18:9; 23:11; 27:22-26). Parece que Pablo aprendió un
nuevo modo de hacer frente a los choques de personalidad, porque
además de todas estas manifestaciones de la guía del Espíritu
referidas arriba, él después vino a recalcar más y más su doctrina de
la sumisión mutua, coronándola con su Himno al Amor (I Corintios 13).
Nuestros errores pueden convertirse en una bendición si aprendemos la
lección que el Señor nos quiere dar con ellos.
Nuestras iglesias necesitan un gran
avivamiento de la predicación de esta doctrina del sometimiento mutuo.
Si esta doctrina fuera predicada, aceptada y vivida, ¡Qué gran
diferencia habría en las relaciones de todos los obreros cristianos!
Otra relación en la que hay
frecuentes choques de personalidades, y se necesita mucho la doctrina
del sometimiento mutuo es el matrimonio. El punto de vista cristiano
que considera al matrimonio un compañerismo no es cosa nueva. “Y dijo
Jehová Dios: No es bueno que el hombre esté solo; le haré ayuda
idónea para él” (Génesis 2:18). El que estas palabras hayan sido
escritas en un tiempo cuando la mujer vivía degradada y reducida a la
categoría de un mueble, cuando la poligamia era universalmente
aceptada, y la necesidad biológica la suprema razón del matrimonio,
significa que son una verdadera revelación de Dios. El Nuevo
Testamento define esta relación como un mutuo compañerismo, en que
cada cónyuge está sometido al otro en términos de amor y obediencia.
La obediencia de la esposa se asegura por el amor del esposo. Pero el
amor del esposo no se aprovecha de la obediencia de la esposa. Este es
el ideal. Ninguna de estas relaciones puede ser identificada como
infatuación o atracción natural. Ambas virtudes, la obediencia y el
amor, son, en el juicio de los apóstoles, decisiones voluntarias,
decisiones que deben ser mantenidas en vigencia por la voluntad
continua de los esposos.
El hermoso compañerismo que existe
en el matrimonio ideal se consigue por medio de una natural
compatibilidad. Esto quiere decir que la pareja debe hallarse en
completa armonía, tanto temperamental, como espiritual, sexual y
mentalmente, complementándose sin antagonismos, coordinándose sin
fricción. Pero en la vida real esto ocurre rara vez. El logro de este
necesario compañerismo, entonces, viene a ser no un asunto de
atracción natural, ni de compatibilidad natural, sino de amor
redentor. En toda redención el amor es el impulso y el instrumento de
la cruz. Y en la redención hay menos interés en esos matrimonios que
dicen haber “nacido el uno para el otro”, que en esos matrimonios que,
por medio de la cruz, han logrado su compañerismo a través de abismos
de incompatibilidad natural.
Algunas incompatibilidades son
naturales y otras son voluntarias. La infidelidad, los regaños y
rezongos, el despotismo y el egoísmo, todos esos son
incompatibilidades voluntarias. La acentuación voluntaria de
incompatibilidades que provocan fricción, o rompen el compañerismo,
se vuelven motivos de culpa, y se corrigen únicamente por medio del
arrepentimiento y la restitución. Las incompatibilidades naturales o
involuntarias, frecuentemente deben ser perdonadas puesto que no son
reconocidas, y por lo tanto han de ser resueltas, por la cruz
voluntaria que acepta llevar uno de los cónyuges. Pero cuando uno de
los cónyuges llega a darse cuenta de sus defectos, y no hace esfuerzo
alguno para corregirlos, entonces se hace culpable de quebrar el
compañerismo. El cónyuge que da al otro ese trato ofensivo debe seria
y consistentemente tratar de corregirlo, o erradicarlo. Puede ser que
este mal trato lo cause una mala costumbre, arraigada de mucho tiempo
atrás. Cuanto más tenaz es esta costumbre ofensiva, más grande y
pesada se hace la cruz del cónyuge que tiene que soportarla.
Muchos de los consejeros
matrimoniales modernos achacan la culpa de todos los desajustes
matrimoniales a la incompatibilidad sexual. No deseo disminuir la
importancia que tiene un buen ajuste sexual. Pero el desajuste sexual
no es la causa del problema, sino su síntoma. La raíz de toda la
dificultad es, en último análisis, el egoísmo. Y el egoísmo es un
problema espiritual, que debe ser tratado espiritualmente. Esta
extendida enfermedad del espíritu tiene una sorprendente tendencia a
manifestarse en la vida sexual.
Cualquier matrimonio que no está
logrando una perfecta felicidad sexual, debería reconocer (a menos
que haya alguna enfermedad o impedimento físico) que esto es un
síntoma seguro de egoísmo básico, el cual se delata a sí mismo por una
serie creciente de diversas incompatibilidades. Sea que estas
incompatibilidades tomen la forma de gazmoñería, auto-indulgencia,
falsa modestia, prejuicios o bestialidad, el denominador común es
siempre el egoísmo. Por supuesto la ignorancia de cómo lograr buenas
relaciones sexuales puede ser un factor de no gozar de armonía, pero
la ignorancia no se excusa en estos tiempos donde tanta literatura hay
que trata franca y excelentemente los problemas del sexo y el
matrimonio.
Cuando nos damos cuanta que la raíz
de las dificultades que sufren los matrimonios es de orden espiritual
más que físico, entonces comienza a vislumbrarse el remedio. Cuando el
egoísmo es la enfermedad, la cruz es la medicina. Y cuando la sanidad
viene, resultarán el ajuste y la armonía sexual y mucho más. Donde el
egoísmo es crucificado, todas las fricciones matrimoniales ceden el
paso al perfecto ajuste. No hay nada imposible para la cruz.
Demasiados jóvenes piensan que el
matrimonio es algo en que deben recibir más que dar. El noviazgo ha
sido un tiempo feliz de hacer regalos: flores, dulces, alhajas. Pero
el matrimonio como un acto de recibir solamente está destinado al
fracaso. Sólo el matrimonio como un acto de dar es el que triunfa. El
matrimonio es una mayordomía. Cuando cualquiera de los cónyuges se
deja guiar por un sentimiento posesivo del otro, está olvidando que
ambos pertenecen a Dios.
Las Sagradas Escrituras demandan que
la esposa preste al esposo una obediencia tal como la iglesia debe
prestar a Cristo. Y demandan que el esposo le tenga a la esposa un
amor redentor, tal como Cristo lo tuvo por la iglesia. El matrimonio
cristiano no es meramente un esfuerzo titánico de evitar el divorcio,
ni tampoco es un concurso de resistencia. Mejor que todo eso, el
matrimonio cristiano es la voluntad de amar, de amar aún una
cruz que triunfa en el poder de la resurrección y la nueva vida.
Una objeción que se hace al concepto
novotestamentario del matrimonio es que es demasiado idealista, y que
es factible sólo cuando ambos cónyuges llenan perfectamente el ideal.
Esto significa que decir que sólo cuando el esposo ama a la esposa, y
se entrega a sí mismo por ella, tal como Cristo se entregó a Sí mismo
por la iglesia, es posible para la esposa amar y obedecer a su esposo
tal como la iglesia obedece a Cristo, y consecuentemente, sólo cuando
la esposa presta esa clase de obediencia es cosa segura para el esposo
entregarse a la esposa humildemente y sin egoísmos, sin arriesgar su
posición y derecho como cabeza del hogar.
Pero aquí está exactamente, la
virtud del programa cristiano. El Reino de Dios no espera a que el
mundo sea perfecto para comenzar a realizarse. El reino está dentro de
nosotros. Dios no esperó a que el hombre tuviera perfecta obediencia
para iniciar la redención. El se entregó a Sí mismo, pródigamente, en
un amor redentor que conquista. Y corrió el riesgo de ser rechazado y
despreciado. Eso es la cruz. Y el matrimonio cristiano debe aprender a
llevar la cruz. El matrimonio cristiano no puede esperar para empezar
a realizarse a que haya parejas perfectamente idóneas, en las que
ambos cónyuges hayan nacido el uno para el otro. Es un camino de
redención. Y la desilusión, el conflicto y la infelicidad en que viven
tantos matrimonios hoy en día es justamente una oportunidad para que
Dios comience a hacer válida su redención.
Pero, ¿qué podemos decir de un
marido cruel—quizás un marido borracho—que derrocha su dinero, que
pone en peligro la seguridad del hogar, y que quizás arruina todo, y
hasta golpea a su esposa? ¿Debe ella obedecerle y seguir ofreciéndole
abnegada sumisión? Esto es algo difícil de aconsejar. Uno está
inclinado a simpatizar con la esposa, suponiendo que no ha sido su
carácter rezongón, o su frialdad sexual, o su falta de cariño y
egoísmo lo que condujo al esposo a comportarse así. Pero concediendo
que la esposa sea verdaderamente inocente, y víctima de un marido
cruel y egoísta, no es fácil pedirle a ella que se someta mansamente.
Las ideas modernas acerca del divorcio hacen fácil el camino de
escape. Pero la cruz no es fácil. Tendríamos que plantear ahora, en
este punto, la cuestión, ¿qué debemos buscar primero: un escape fácil,
o un amor victorioso y redentor? El amor no es un sentimiento baladí.
Es fuerte como el acero. Yo he visto al amor, actuar y entrar en
acción con fortaleza de hierro, pero derrochando ternura, en el caso
de una esposa cuyo marido, borracho empedernido, estaba a punto de
perder la casa por no pagar una hipoteca. Yo dudo que haya algún
esposo que le pueda decir cómo hacer tal cosa a su esposa, pero por la
gracia divina lo he visto realizarse hermosamente. Me ha tocado estar
tiempo al lado de muchas mujeres que estaban llevando una cruz, y a
las cuales no les podía dar otra ayuda que mi apoyo moral, para que en
su corazón el amor no fuera substituido por la amargura. Parece haber
algo innato en la constitución moral de esas mujeres entregadas a Dios
por completo, a las cuales es dada la guía del Espíritu Santo y su
consuelo y fortaleza para sobrellevar su cruz. Quizás esto sea la
razón por la cual Dios creó a la mujer como una paradoja.
¿Qué significa para un esposo darse
por entero a una esposa regañona, tal como Cristo se entregó a la
iglesia? El problema de los rezongos y regaños, y continuas pequeñas
peleas, es quizás un problema matrimonial peor que una caída en
infidelidad, por la repetición continua de una situación desagradable.
El ser quemado en una hoguera no es peor suplicio que el de la gota de
agua. Las grandes tentaciones ponen en juego inmediatamente nuestros
mecanismos morales de defensa, pero los pequeños pecados diarios, que
casi no parecen pecado, van adormeciendo nuestro sentido moral, hasta
caer en un sopor espiritual, y por fin en un estado de coma. De este
modo un hombre, que jamás cometería adulterio, puede ser culpable de
echar a perder el compañerismo con su esposa por tener una lengua
demasiado ácida. Es dudoso determinar si la victoria de Cristo fue más
grande cuando oró por los hombres que atravesaban sus manos con
clavos, o cuando guardó silencio ante los insultos de los soldados.
¿Cómo podríamos emular esa
maravillosa serenidad que supo cuándo responder a Pilato, y cuándo
contestar a sus preguntas con el silencio? ¡Cuán fácil hubiera sido
para el Señor librarse de su cruz, con sólo quedar callado cuando le
preguntaron si era el Hijo de Dios! En las respuestas de Jesús
apreciamos mejor su carácter transparente. El nunca sacrificó su
naturaleza esencial, ni su posición, ni la veracidad. ¡Cuán
maravillosamente libre estuvo El de cualquier intento de defenderse o
disculparse a Sí mismo! De igual manera, el marido cristiano no debe
ceder su derecho a ser la cabeza del hogar. Pero tampoco debe retener
esta posición mediante su propio enaltecimiento. El esposo debe
despojarse de todo espíritu regañón o aún autoritario, como cuando el
Señor soportó con entera paciencia los alardes de Pedro, o los deseos
de preeminencia de Santiago y Juan, o la falta de fe de los
discípulos, pero el reproche debe darse con una humildad que está
dispuesta a lavar pies. Jesús nunca ha abdicado su derecho de ser la
Cabeza divina de la familia de Dios, la iglesia. “Vosotros me llamáis
Maestro y Señor, y decís bien, porque lo soy”. Pero el compañerismo
desplaza a la condición de siervos en sus sujetos. “Ya no os llamaré
siervos, sino que os llamaré amigos”.
Los rezongos o regaños continuos—y
esto puede ser dicho tanto del esposo como de la esposa—son un
problema difícil de resolver a causa de su pequeñez. Exige una gran
dosis de silencio sin enfado. Pero ningún hombre o mujer puede vivir
en perpetuo silencio, porque ningún hogar puede ser un vacío. Y muchas
veces, cuando él cree estar dando “la blanda respuesta que quita la
ira” lo único que hace es provocar una nueva granizada. Entonces el
pobre marido piensa que mejor hubiera sido quedarse callado. Aquí
tenemos otro caso en que es necesaria esa experiencia de que
disfrutaba el Señor Jesús de dirección inmediata del Espíritu de
Dios. En casos prácticos como estos es cuando debemos escuchar esa voz
suave y quieta del Espíritu Santo que ejerce una suave presión sobre
nuestros espíritus, mostrándonos cuál es la mejor actitud.
Bienaventurado el hombre, o la mujer, que es sensible a la voz del
Espíritu, y que ha aprendido a escucharla en medio de voces airadas y
de provocaciones. Claro que el ideal es que el cónyuge que abusa y
ofende se convierta y sea purificado de este espíritu quejumbroso,
porque un corazón lleno del Espíritu no es regañón o quejumbroso. Pero
ahora estamos considerando el camino de la cruz en circunstancias no
ideales. Supongamos que la esposa no quiere someterse a Dios para que
su corazón sea limpiado. ¿Cómo debe, entonces entrar en juego el
amor? El Espíritu traza entonces el camino para hablar bondadosamente
y guardar silencio.
El amor, a la larga, siempre
triunfa, pero hay un precio que pagar. De otro modo no sería una
cruz. Las serenas respuestas de Jesús no evitaron que Pilato lo
enviara al cadalso ni impidieron que sus manos fueran atravesadas de
clavos. Así también es en un hogar. El cónyuge más cristiano y
espiritual quizá no logre una armonía ideal, pero su manera de ser y
actuar mantendrá en alto su testimonio y además lo librará a él (o a
ella) de cualquier raíz de amargura. Porque el que es guiado así, y
por eso calla y por eso habla en la dulzura del Espíritu, en el
Espíritu responde, dirige, comprende o tolera, pronto descubre que
cuando estas respuestas proceden del amor, y no del yo, no dejan
ningún residuo de resentimiento o malestar. Pablo debió estar pensando
en esta situación de tensión y conflicto matrimonial cuando escribió
esta advertencia: “Maridos, amad a vuestras mujeres, y no seáis
ásperos con ellas” (Colosenses 3:19). Esta es la aplicación práctica
de la enseñanza más general, “El amor es sufrido, es benigno... “(I
Corintios 13:4).
Caso número cuatro.
Este caso es uno de falla por un lado y de reproche por
el otro. Pedro ha dejado de ser fiel a la visión que le había sido
dada, y Pablo le administra una buena reprimenda. En mi opinión, es
debilidad general de la iglesia, que o deja de reprender el error, o
cuando lo hace, no es con amor y con el propósito de restaurar, sino
para castigar. En este caso de Pedro y Pablo el reproche parece haber
sido no sólo fielmente administrado sino recibido con gratitud. Es
difícil decir cuál debe ser alabado más: si Pablo por la forma en que
lo dio, o si Pedro por la forma en que lo recibió. Que Pedro recibió
la reprimenda con el mejor espíritu se desprende del relato que Pablo
hace en Gálatas, y en una nota final de la segunda epístola de Pedro,
donde se refiere a algunas de las epístolas de Pablo “entre las cuales
hay algunas cosas difíciles de entender”. En educación y en
capacidad mental ambos apóstoles estaban separados por kilómetros de
distancia. Pero no era así en el Espíritu. El reconocimiento de Pedro
a la superioridad intelectual de Pablo está por encima de toda
ponderación. Reconoce que los escritos de Pablo son dificultosos,
pero habla de que “los indoctos e inconstantes tuercen, como también
las otras Escrituras, para su propia perdición... “No hay en estas
palabras ninguna nota de amargura por el pasado reproche. Y en la
Epístola a los Gálatas, Pablo dice que Pedro tiene una comisión para
los judíos tal como él la tiene para los gentiles, demostrando así su
profundo respeto que le tenía a Pedro.
Los hermanos en la fe deben
respetarse profundamente unos a otros. Por esto la palabra de
reproche debe darse siempre con amor y mansedumbre. Cuán a menudo,
después que un hermano ha caído, decimos: “Yo sabía que justamente
esto iba a suceder”. Si estábamos seguros que tal hermano iba a
tropezar y caer, ¿por qué no le dimos una palabra de advertencia? La
gracia de reprender sabiamente y con amor es algo sumamente necesario
en estos tiempos. Pero para lograr esta gracia es imprescindible que
cada uno sepa andar en profunda identificación con Cristo, que es lo
único que nos capacita para hacer un reproche con paciencia,
mansedumbre y dulzura.
Pero, ¿y si el reproche es injusto y
además, dado con acritud? En primer lugar, recuerde que nunca debemos
desaprovechar oportunidad alguna de examinar nuestro propio corazón.
Si la acusación es falsa no hemos perdido nada. Si tiene algo de
veracidad, y nosotros podemos componer la cosa, habremos ganado
mucho. Pero si, sea de palabra o mentalmente, elaboramos
apresuradamente una defensa, perdemos un gran beneficio. Primero
permitamos que se realice una investigación. Dejemos que haya un
escudriñamiento del corazón, en busca de cosas escondidas que tienen
que ser arregladas, antes de buscar migajas de bondad, en nosotros,
con las cuales aminorar el reproche. Y sobre todo, no devolver el
reproche a la persona que lo hizo, son la esperanza de hallar en ella
un defecto para justificar el nuestro. Cuando se nos hace un reproche
o reprimenda tenemos la mejor ocasión para demostrar la realidad de
nuestra consagración a Cristo.
Un notable evangelista indio fue
usado por Dios grandemente en nuestra misión. Más tarde fue invitado
a predicar durante una semana en unos cultos campestres en el
interior. Sin embargo, se notaba que algo andaba mal, pues el
evangelista no tenía mensaje que dar. En verdad, parecía estar
apagado. En la noche final el hombre estaba dirigiendo la reunión de
testimonio, pero había habido tan poca bendición en toda la semana
que era difícil levantarse a dar un testimonio. Otro de los
predicadores presentes se levantó como para decir algo, pero fue
rápida y ásperamente detenido por el evangelista y obligado a
sentarse. El hombre aceptó el reproche mansa y tranquilamente, sin
ofenderse. Cuando la reunión terminó, este hombre se encaminó a su
casa, que quedaba bastante lejos, con un corazón pesado y sufriendo la
tentación del diablo. Cuando llegó a su casa salía la luna por entre
las nubes, y se sentó a descansar un poco en el brocal hecho de
ladrillos que rodeaba un gran árbol. En eso vio, a la pálida luz de la
luna, que había una serpiente cobra enroscada en el hueco del árbol.
El hombre levantó los ojos al cielo, dando gracias de todo corazón a
Dios por haberle librado del peligro de la cobra. Entonces se dio
cuenta de una lección espiritual: Dios lo libraba, no sólo de la
picadura de la serpiente, sino también de la tentación de Satanás.
En cuanto al evangelista que no
había tenido mensaje, más tarde se descubrió que estaba viviendo en
adulterio. El también había sido el blanco de acusaciones sembradas
por hombres cuyo pecado él había denunciado antes. ¡Es cosa buena
confiar siempre nuestra reputación a Dios!
Estos son, pues, algunos de los
modos que Satanás tiene para romper el compañerismo. Pero para todos
ellos hay un camino de victoria, ¡y la
victoria significa mantener el compañerismo a cualquier costo!
Una de las historias más hermosas de
la iglesia de Cristo no ha sido todavía suficientemente conocida. Se
refiere a la pequeña compañía de cristianos moravos que rodeaban al
conde Zinzendorff. En cierta ocasión se habían producido entre esos
hermanos profundas disensiones. El conde vio el peligro de una
división. Entonces invitó a los feligreses a unirse en oración y en
franca conversación. Convinieron en no discutir, y hablar solamente de
las cosas en que estuvieran de acuerdo. También decidieron formar una
cadena de oración que durase 24 horas. En todo momento, cada hora del
día, uno, dos o más hermanos tenían que estar orando en el cuarto de
oración. Esta cadena de oración prosiguió sin cortarse por más de
cien años. El resultado fue la gran empresa misionera de los moravos,
cuyo celo y consagración no ha tenido parangón en ningún lado. Este es
el camino al compañerismo, la unidad, y la unión. Cattell, Everett Lewis, El espíritu de santidad, Casa Nazarena de Publicaciones, wesley.nnu.edu, Usado con permiso. |
|
|||||
Bienvenido | Inscripciones | Orientación | Donar al seminario - su ofrenda hace este ministerio posible |