Bienvenido | Inscripciones | Orientación | Donar al seminario - su ofrenda hace este ministerio posible | |
Seminario Reina Valera
|
|
29. Adulterio Formación Pastoral es un estudio de los múltiples aspectos del liderazgo exitoso, más reflexiones sobre casos reales del ministerio y cómo el pastor puede enfrentar estas eventualidades con ecuanimidad y sabiduría. Enseña como pensar y actuar como miembro del clero. He cometido adulterio por David Constance
Un testimonio pastoral de caída y restauración. El recuento de un pastor que vivió la experiencia del fracaso moral y que para su restauración escogió el camino más costoso, difícil doloroso y angustiante. Estoy sentado en la sala de nuestra casa, junto a mi esposa. Frente a nosotros se encuentra un colega pastor, molesto por la situación en la que se encuentra y me pregunta, con indignación: " ¿Cómo pudiste hacer esto? " Es la pregunta que yo mismo me había hecho vez tras vez en los días posteriores a la confesión de mi fracaso moral: "¿cómo pude haber hecho esto?". Jamás, en mis muchos años de pastor, hubiera imaginado que yo tendría que contestar esta pregunta. Mi conducta era indigna de un cristiano y mucho más, de un pastor. Tengo que admitir que en ese momento no podía contestar la pregunta de mi colega. Más bien me sentía ofendido por el tono de indignación y juicio que revelaba su pregunta. Lo que más me dolía no era el pecado en sí, sino la humillación que estaba viviendo al verme expuesto ante la condena de los demás. En cada mirada me parecía ver el repudio a mi persona, la censura sin piedad de quienes ahora me daban la espalda. Por supuesto que yo sabía que el fracaso moral también ocurre en la vida de los pastores. En más de una ocasión yo había formado parte de un comité de disciplina y había sentenciado con severidad a algún colega que había manchado la imagen inmaculada que nosotros los pastores preferimos creer que es nuestro distintivo. Yo también había buscado separarme rápidamente de aquella persona que había traicionado, por inmoralidad, su voto ministerial. Ahora, sin embargo, yo era el culpable, el blanco del juicio implacable de otros. Frente a la condena abierta o silenciosa de mis colegas, me sentía sofocado por una avalancha de emociones nunca antes experimentadas. En ese momento tampoco podía imaginar todo lo que me esperaba en los meses y años que vendrían. El precio de reconstruir mi vida me llevaría a una intensa lucha, la cual vino acompañada de la más aguda y profunda angustia personal. Ahora, tres años después de esa agónica experiencia, me siento una persona nueva y muy distinta. Sé que nunca podré recuperar lo perdido. Por la gracia de Dios, sin embargo, he vuelto a ejercer tareas pastorales y diversos ministerios. Hoy, escribo estas palabras como un testimonio de la vasta e incomprensible gracia de Dios y con el afán de describir lo que he aprendido acerca de los pasos necesarios para una restauración completa de mi vida y ministerio. No es un proceso fácil. Tampoco va a ser igual para todos. Lo que sí puedo afirmar es que si se desea producir restauración, este proceso es absolutamente necesario. ¿Pecado inesperado? El Nuevo Testamento es claro en cuanto a la necesidad de vivir en pureza sexual. ¿Cómo es posible, entonces, que el cristiano caiga en pecado sexual? Permítame decirle que nadie "cae en este pecado", como si fuera algo sorpresivo o indeseado: uno elige cometerlo. La probabilidad de realizar esa decisión, no obstante, aumenta en forma vertiginosa si no se da la importancia necesaria a las experiencias sexuales del pasado. Esas experiencias nos predisponen a volver a cometer el mismo acto, u otros similares. Todos nosotros estamos expuestos a una diversidad de experiencias sexuales en la niñez y adolescencia. Las experiencias de la infancia por un lado, pueden ser consideradas como algo normal, que responden a la curiosidad del niño por entender su sexualidad. Frecuentemente, sin embargo, son mucho más que esto. A veces —y me temo que con mayor frecuencia de lo que creemos— esas experiencias incluyen abusos sexuales cometidos por un adulto. En la mayoría de los casos, el abusador es parte de la familia de la víctima. En otros casos uno ha perpetrado estos actos sexuales inapropiados contra otros. Estas experiencias sexuales tienen un profundo efecto sobre nosotros por dos razones: en primer lugar no las podemos olvidar; en segundo lugar, establecen fortalezas mentales que condicionan nuestras conductas. En la vida nos olvidamos de muchas cosas, pero no de las agresiones sexuales porque cada una de ellas invade nuestra intimidad, ese halo misterioso que marca nuestra individualidad. Aun cuando no lo reconozcamos, esas memorias condicionan nuestro autoconcepto. Cuando uso el término "fortaleza mental" me estoy refiriendo al hecho de que las experiencias sexuales establecen en la mente una forma de pensar en cuanto al sexo. Entre otros efectos, queda el temor de que no podamos dejar de cometer el mismo pecado. Es decir, como me dijo un hermano, "temo que voy a repetir mi conducta con otra mujer". Esta duda representa una predisposición hacia cierta conducta sexual. Tampoco podemos negar que el diablo, quien conoce nuestras debilidades, utiliza esto para derribarnos. Solamente podemos librarnos del poder de estas experiencias del pasado cuando asumimos responsabilidad por ellas. Esto incluye el dejar de culpar a otros y buscar un consejero experimentado que nos ayude a entender su importancia y efecto. A lo largo de toda una vida yo había enterrado estas experiencias, sabiendo que en la iglesia nunca encontraría un espacio seguro para hablar de ellas. Temía siempre la reacción y el repudio que causaría si confesaba que necesitaba ayuda en esta área de mi vida. ¡Y mucho más por ser yo un pastor! El silencio sobre el tema del sexo, que es tan común en la iglesia evangélica, finalmente sirvió para destruirme. La confesión de pecados Hemos perdido el hábito de la confesión pública en los cultos. En algunas iglesias, de larga tradición, todavía existe una liturgia que incluye un acto de confesión como parte del culto. En la gran mayoría de las iglesias evangélicas de América Latina, sin embargo, no practicamos la confesión los unos a los otros. En el mejor de los casos, el pastor, o algún hermano, pronuncia una ligera frase en su oración como, por ejemplo: "perdónanos todos nuestros pecados". Entonces, al no practicar la confesión en público, damos la impresión de que no es importante y en todo caso, argumentamos que la confesión se hace a Dios únicamente (una reacción contra el confesionario católico romano). En términos generales, identifico dos formas de manejar el tema cuando se trata de la confesión de pecados sexuales. Una de estas es la confesión privada, hecha al pastor. En esas ocasiones, a veces ocurre que quien reconoce una falta moral demanda confidencialidad del pastor antes de entrar en los detalles. Quizás el pastor le promete a esta persona que nadie más ha de saber lo que ha sido confesado en la privacidad de la oficina pastoral. Hay algunos pastores que han aconsejado al individuo no declarar a su cónyuge lo ocurrido, supuestamente para "protegerlo". Este tipo de confesión y consejo tiene el efecto de aliviar la culpa de quien ha sido infiel. No obstante, le resta importancia a lo que ha hecho, pues lo libra de la obligación de ser honesto y consecuente con su conducta. Es posible también que el pastor le diga: "Está bien, hermano. Dios ha escuchado su confesión. Él conoce nuestras debilidades y ya lo ha perdonado en Cristo. Sepa que esto queda entre nosotros. Vaya en paz y no vuelva a cometer este pecado." El hermano se retira, creyendo que mágicamente el asunto está resuelto y que no volverá a repetirse. Sin embargo, aun cuando el pecado queda como algo secreto, varias personas han sido profundamente afectadas por él: el cónyuge (aunque desconozca la verdad), la persona con quien se cometió la infidelidad (quien carga con su propia culpa) y, a veces, otras personas en la congregación conocedoras de la situación (incluido el pastor que lo encubre). En ese caso, no se ha ayudado al individuo a reconocer el daño que ha cometido y, mucho menos, a buscar la reparación por la ofensa. Tampoco él se ha apropiado de la gracia divina que redime y cambia las conductas. Todo ha pasado al plano de lo secreto, donde se vive la vida cristiana sin transparencia y honestidad. La otra forma de «confesión» utilizada, es aquella en la cual el pecado trasciende y se hace público. En estos casos, el liderazgo de la iglesia se ve obligado a actuar para condenar la conducta inaceptable del individuo y a aplicar la disciplina. En la mayoría de los casos esa disciplina consiste en prohibir la participación del individuo en la Cena del Señor por un período determinado. Además, se le quitan todos los cargos o responsabilidades que pueda tener en la iglesia y, en ocasiones, se le separa de la membresía. Este tipo de disciplina generalmente deja un malestar en la congregación porque no se explica cuál ha sido la ofensa ni se justifican las formas de disciplina que han sido aplicadas. Tampoco considera las consecuencias para la vida de la familia involucrada. Casi siempre la persona afectada deja de asistir a la iglesia y desaparece de la comunidad cristiana porque la vergüenza lo consume y lo único que recibe de los hermanos es censura. En todo este proceso, solamente en raras ocasiones algún líder de la iglesia se acerca al caído para ofrecer su apoyo o para iniciarlo en un programa de restauración. Debemos reconocer con tristeza, que tales programas de restauración hoy son prácticamente inexistentes en la iglesia. En mi caso, supe desde un comienzo que el único camino era la confesión. Comencé con mis colegas en el equipo pastoral (la otra persona afectada ya había hecho llegar la noticia al pastor titular). ¡Es imposible describir la angustia de ese primer encuentro! Luego, la confesión a mi propia esposa y a mis hijos resultó ser infinitamente más dolorosa, mas ellos me mostraron la gracia que no merecía y me perdonaron inmediatamente. Después confesé mi pecado a los dirigentes de la denominación; escribí una carta a todos los pastores, a la iglesia donde era miembro y había servido como parte del equipo pastoral y, finalmente, a mis amigos y conocidos sin fin. Sentía que mi vida se iba despedazando poco a poco. El fuego de la vergüenza consumía mis entrañas y todos los elementos que habían definido mi vida se desplomaban en un catastrófico colapso. Quedé quebrado y herido en medio de los escombros de mi ruina. Este paso de confesión es increíblemente difícil. Varios meses después, un pastor que llegó a saber de mi situación me dijo: " Fuiste un tonto al confesar tu pecado. Fíjate todo lo que perdiste." No sé si logré disimular mi asombro. Por dentro, sin embargo, me preguntaba: "¿qué estará escondiendo él?". Si uno mide la posibilidad de la confesión por las consecuencias que producirá, jamás practicaría la confesión, pues el pecado siempre produce pérdidas, especialmente cuando de adulterio se trata. En un instante queda destruida la confianza entre los cónyuges, la otra persona se siente traicionada, e incluso violada. Surgen dudas acerca de la continuidad de la pareja y cuestionamientos sobre cuáles han sido las bases que unen a las dos personas. Yo nunca había pensado en todo lo que podría cambiar en mi pareja como consecuencia de mi pecado. A pesar de todo esto, no encuentro otra alternativa que la confesión. Si he de ser consecuente con mi fe en Dios, no me queda otro camino. De esta manera he aprendido que la confesión pública me impone la necesidad de una humillación absoluta, una actitud que siempre debería haber estado presente en mi relación con Dios. Pero la confesión también abre las puertas para la misericordia, pues no puedo ser perdonado si nadie conoce cuál ha sido mi pecado. Al admitir la verdad, escogí ponerle fin a la especulación que siempre acompaña estas situaciones. Todos podían entender la razón de mi repentina retirada del ministerio (por dos años la denominación me prohibió ejercer toda actividad ministerial). En el momento más amargo de mi vida pude recibir de mis hermanos el abrazo, las lágrimas y la promesa de apoyo en oración. Además, al confesar la verdad, me hice responsable de mi conducta y la resolución de todas las consecuencias posteriores. Confesión MÁS arrepentimiento Muchas veces tomamos por sentado que la confesión representa una actitud de arrepentimiento. Esto no necesariamente es así. La confesión puede ser producto de la obligación, porque ya no queda otra salida y cuando la evidencia condena, queda la opción de negarla o admitirla. Para el cristiano que busca integridad de vida solo le resta la confesión. El arrepentimiento, sin embargo, es el paso necesario que sigue a la confesión porque expresa pena por el pecado cometido y el deseo de no reincidir. Los cambios de conducta solo son posibles cuando hay verdadero arrepentimiento y si no lo hay, caemos en la trampa de querer justificar nuestra conducta. ¿De qué manera hacemos esto? Culpando a otros. La confesión de una conducta sexual ilícita es tan desgarrante, que uno trata de echarle la culpa a cualquiera. Puede ser al cónyuge, a los padres, a las experiencias del pasado, o cualquier otro elemento que venga a la mano ("es tu culpa"; "no me satisfaces sexualmente"; "ella/él me sedujo»; «en mi niñez sufrí…", etc.). Existe en nosotros una desesperación por aliviar los sentimientos de culpa y ¿qué mejor forma que echar la responsabilidad sobre la vida de los demás? Yo me convierto en víctima y, en el proceso, eludo la responsabilidad por mi conducta. El arrepentimiento, en cambio, es una actitud espiritual que expresa profundo pesar por el pecado cometido. Es una actitud de quebrantamiento, en la cual reconozco la impotencia de controlar mis acciones y acudo a Dios, en humildad, para que él cambie mi vida y conducta. Esto es posible únicamente por la obra del Espíritu Santo. Pablo claramente afirma, en 2 Timoteo 2.25, que es Dios quien concede el arrepentimiento y que este conduce a la verdad. Desde que he vivido esta experiencia, he debido examinar continuamente mi vida para ver si esta es la actitud que tengo ante Dios. La reacción inicial a mi fracaso fue querer dejar todo esto atrás, no pensar más en ello y creer que podía encontrar soluciones fáciles para recuperar lo perdido. Llegué a entender que todos esos atajos eran formas de eludir la ansiedad y el disgusto que debía sentir por mi acción. El arrepentimiento necesario, en cambio, me lleva a postrarme continuamente ante Dios en verdadero quebrantamiento. La actitud que debemos cultivar es la expresada por David en el Salmo 86: «Atiéndeme, Señor, respóndeme, pues pobre soy y estoy necesitado. Tú, Señor, eres bueno y perdonador; grande es tu amor por todo los que te invocan. Eres Dios clemente y compasivo, lento para la ira, y grande en amor y verdad. Vuélvete hacia mí, y tenme compasión … ¡salva a tu hijo fiel!» (vv. 1, 5 y 15 NVI). Además de esto, el arrepentimiento permite reconstruir las relaciones interpersonales quebradas, empezando con el cónyuge y los hijos y siguiendo por todas las personas que se han sentido traicionadas por la conducta de aquel en quien habían depositado su confianza. También esto es producto de un proceso lento, solamente posible por la acción del Espíritu Santo. Es necesario que la experimente tanto quien ha cometido la ofensa como los afectados. Por todo esto, podemos afirmar que el arrepentimiento no es una opción. Restaurado totalmente: ¿cuándo? Hoy puedo decir que soy una persona diferente. Pero lo digo en quietud, casi como un susurro. No "saco pecho", como para decir «miren lo que Dios ha hecho en mí». Siento que todas mis palabras y acciones deben ser revestidas de una profunda insuficiencia e inseguridad, una actitud que debería haber caracterizado todo mi ministerio. Hasta siento vergüenza por toda la auto-confianza que quise proyectar en los años pasados, creyéndome suficiente para cumplir con todas las demandas del pastorado. También me da profunda tristeza haber tenido que pasar por esta experiencia, con todas sus pérdidas, para permitir, recién ahora, que Dios obrara ciertos cambios en mi vida. Pero al mismo tiempo, no cambiaría el haber pasado por esta «escuela de lágrimas». Me sorprende lo mucho que me falta aún para ser formado a la imagen del Hijo de Dios. Por eso pido al Padre que no deje de humillarme, porque sólo así puedo aprender. ¿Ha terminado en mí el proceso de restauración? De ninguna manera. El autor ha sido pastor y misionero de la Alianza Cristiana y Misionera por cuarenta años, y ha servido a Dios mayormente en la Argentina. Actualmente reside con su esposa, Betty, en Miami, Florida, donde ambos siguen en ministerios relacionados con la educación cristiana en América Latina y en iglesias hispanas en los Estados Unidos. En un segundo artículo él examinará las actitudes que se ven en la iglesia sobre el pecado sexual y pasos que pueden darse para restaurar a hermanos caídos. © Apuntes Pastorales, Edición enero – Marzo 2004, Volumen XXI – Número 2 El porqué los pastores adúlteros no debieran ser restaurados por R. Kent Hughes y John H. Armstrong Siempre ha existido el debate acerca de que si es apropiado que un pastor o anciano que haya cometido adulterio sea restaurado en su puesto. Para los pastores teólogos Kent Hughes y John Armstrong es muy importante hacer una diferencia entre la restauración al cuerpo de Cristo y la restauración al liderazgo pastoral.
|
|
||||||||
Bienvenido | Inscripciones | Orientación | Donar al seminario - su ofrenda hace este ministerio posible |