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  21. Controversia

Historia del Nuevo Testamento es un estudio histórico y biográfico de las dos figuras principales del establecimiento del cristianismo – Jesucristo, el Hijo de Dios y Pablo, el apóstol misionero; basado en las Escrituras y a la luz de los progresos contemporáneos se examinan sus hechos, pensamientos y escrítos, más la época y politica que vivieron y cómo su mensaje llegó a todo el mundo.

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LA GRAN CONTROVERSIA DE PABLO

La cuestión en disputa

La versión de la vida del apóstol suministrada en sus cartas está ocupada en gran parte con una controversia que le costó mucha pena y empleó mucho de su tiempo durante años, pero de la cual Lucas dice poco. En la fecha en que Lucas escribió ya era una contro­versia muerta, y pertenecía a otro departamento que aquel de que su historia trata. Pero durante el tiempo en que era activa molestó a Pablo mucho más que viajes fatigosos o tumultuosos mares. Estaba más acalo­rada hacia el fin de su tercer viaje, y las epístolas ya mencionadas como escritas en este tiempo, puede de­cirse, eran evocadas por ella. La Epístola a los Calatas especialmente es un rayo arrojado contra los opositores de Pablo en esta controversia, y sus oraciones ardientes demuestran cuan profundamente era movido por el asunto.

La cuestión en disputa fue si se requería que los gentiles llegasen a ser judíos antes que pudieran ser cristianos; o, en otras palabras, si tenían que ser circun­cidados para ser salvos.

Plugo a Dios en los tiempos primitivos hacer elec­ción de la raza judaica de entre las naciones, y constituirla en la depositaría de la salvación. Y hasta el advenimiento de Cristo, aquellos de otras naciones que querían ser partícipes de la verdadera religión tenían que buscar entrada como prosélitos en los límites sa­grados de Israel. Habiendo destinado esta raza para ser el guardián de la revelación, Dios tuvo que separarla muy estrictamente de todas las demás naciones y de todos los demás asuntos que pudieran distraer su aten­ción del sagrado depósito que les había sido entregado. Con este objeto normó su vida con reglas y ceremonias destinadas a hacerles un pueblo peculiar, diferente de todas las demás razas de la tierra. Todos los detalles de su vida, sus formas de culto, sus costumbres sociales, su alimento, fueron prescritos para ellos, y todas estas prescripciones eran incorporadas en aquel vasto docu­mento legal que llamaron la ley. La rigurosa prescrip­ción de tantas cosas, que naturalmente son dejadas al gusto de los hombres, era un yugo pesado sobre el pueblo escogido. Fue una disciplina severa para la con­ciencia, y así lo creyeron ser los más activos espíritus de la nación. Pero otros vieron en ella una divisa de orgullo. Les hizo sentir que eran los escogidos de la tierra, y superiores a los otros pueblos, y, en vez de gemir bajo el yugo como habrían hecho si sus concien­cias hubieran sido muy tiernas, multiplicaron las distinciones del judío, aumentando el volumen de las pres­cripciones de la ley con otros muchos ritos. Ser judío les pareció la señal de pertenecer a la aristocracia de las naciones. Ser admitido a los privilegios de esta posi­ción, era, a sus ojos, el más grande honor que podía ser conferido a cualquiera que no perteneciera a la república de Israel. Todos sus pensamientos estaban encerrados en el círculo de esta arrogancia nacional. Aun sus esperanzas mesiánicas llevaban el sello de estas preocupaciones. Esperaban que sería el héroe de su nación, y concibieron que la extensión de su reino abrazaría las otras naciones en el círculo de la suya, por medio de la circuncisión. Esperaban que todos los convertidos del Mesías se sujetaran a este rito nacional y adoptarían la vida prescrita en la ley y tradiciones judaicas; en resumen, su concepción del reino del Me­sías era la de un mundo de judíos.

Por este mismo tenor iban indudablemente los sen­timientos en Palestina cuando Cristo vino; y multitudes de los que aceptaron a Jesús como el Mesías e ingresa­ron en la iglesia cristiana, tenían estas concepciones como su horizonte intelectual. Se habían hecho cristia­nos, pero no cesaban de ser judíos; todavía asistían al culto en el templo; oraban a las horas fijas, ayunaban ciertos días, se vestían al estilo del ritual judaico; se habrían creído manchados si hubieran comido con gentiles incircuncisos; y ellos no tenían otro pensa­miento sino éste: sí tos gentiles se hicieren cristianos, deben circuncidarse y adoptar el estilo y las costum­bres de la nación religiosa.

El arreglo de ella

Por Pedro.- La dificultad se arregló por la inter­vención directa de Dios en el caso de Cornelio, el centurión de Cesárea. Cuando los mensajeros de Cor­nelio estaban en camino para ver al apóstol Pedro en Jope, Dios mostró a aquel jefe entre los apóstoles, por la visión del lienzo lleno de animales puros e impuros, que la iglesia cristiana había de recibir igualmente a circuncisos e incircuncisos. En obediencia a este signo celestial, Pedro acompañó a los mensajeros del centu­rión a Cesárea, y vio tales evidencias de que Cornelio y su familia habían recibido realmente los dones cristia­nos de 'la fe y del Espíritu Santo, a pesar de ser incircuncisos, que no vaciló en bautizarlos considerán­dolos ya cristianos. Cuando volvió a Jerusalén sus pro­cedimientos levantaron la indignación entre los cristia­nos de persuasión estrictamente judaica. El se defendió relatando la visión del lienzo y apelando al hecho irrefutable de que estos gentiles incircuncisos demostra­ban por la posesión de la fe y del Espíritu Santo que ya eran verdaderos cristianos.

Este incidente debió haber dejado arreglada toda la cuestión una vez por todas; pero el orgullo de la raza y las prevenciones de una época no se dominan fácil­mente. Aunque los cristianos de Jerusalén admitieron la conducta de Pedro en este caso especial, dejaron de extractar de él el principio universal que implicaba; y aun Pedro mismo, como se ve después, no comprendió enteramente lo que envolvía en cuanto a su propia conducta.

Por Pablo.- Entre tanto, sin embargo, la cuestión había quedado arreglada en una mente mucho más fuerte y más lógica que la de Pedro. Pablo, por este tiempo, había comenzado su trabajo apostólico en Antioquia, y poco después salió con Bernabé para efectuar su primer gran viaje misionero en el mundo paga­no, y donde quiera que iban admitían gentiles en la iglesia cristiana aun cuando no fueran circuncisos. Al hacer esto Pablo no copiaba la conducta de Pedro. El había recibido su evangelio directamente del cielo. En las soledades de la Arabia, en los años inmediatamente siguientes a su conversión, había reflexionado acerca de este asunto, y había llegado a conclusiones mucho más radicales que las que hubieran entrado en las mentes de cualquiera de los otros apóstoles. A él mucho más que a cualquier otro de ellos le había parecido la ley un yugo de servidumbre; vio que no era más que una rígida preparación para el cristianismo, no una parte de él; había en su mente un golfo profundo de contrastes entre la miseria y maldición de un estado y el gozo y libertad del otro. Para él, imponer el yugo de la ley a los gentiles habría sido destruir el mismo genio del cristianismo; habría sido la imposición de condiciones para la salvación totalmente diferentes de lo que él sabía que era la única condición en el evangelio. Estas fueron las profundas razones que establecieron el asun­to en esta gran inteligencia. Además, como hombre que conocía el mundo, y cuyo corazón estaba puesto en ganar a los gentiles para Cristo, sentía mucho más fuertemente que los judíos de Jerusalén, con su hori­zonte provincialista, cuan fatal sería para el éxito del cristianismo imponer las condiciones que ellas querían, fuera de Judea. Los orgullosos romanos, los griegos de elevada inteligencia, nunca habían consentido en ser circuncidados ni en sujetar su vida a los reducidos límites de la tradición judaica; una religión embarazada por tantas trabas nunca podría llegar a ser la religión universal.

Por el Concilio de Jerusalén. - Pero cuando Pablo y Bernabé volvieron de esta expedición, a Antioquia, encontraron que se necesitaba establecer decisivamente la cuestión, porque los cristianos de origen estrictamente judaico venían de Jerusalén a Antioquia, diciendo a los gentiles convertidos que no podrían ser salvos a menos que se circuncidaran. De esta manera los alar­maron, haciéndoles creer que les faltaba algo para el bienestar de sus almas, y confundiéndoles acerca de la sencillez del evangelio. Para calmar conciencias tan inquietas, resolviese que se apelaría a los principales apóstoles en Jerusalén, y Pablo y Bernabé fueron envia­dos a dicha ciudad para procurar una decisión. Este fue el origen de lo que se llama el Concilio de Jerusalén, en el cual se resolvió autoritativamente la cuestión. La decisión de los apóstoles y ancianos estuvo en armonía con la práctica de Pablo: no se requeriría de los gentiles la circuncisión; solamente debían comprometerse a la abstención de carnes ofrecidas a los ídolos, de la for­nicación, y de la sangre. Pablo accedió a estas condiciones. Realmente no veía mal en comer carne que hubiera sido ofrecida en sacrificios idolátricos, cuando estaba expuesta de venta en el mercado; pero las fiestas en los templos de los ídolos que a menudo eran segui­das de actos horribles de sensualidad, a los que se aludía al prohibir la fornicación, eran tentaciones con­tra las cuales debían ser amonestados los conversos del paganismo. La prohibición de la sangre —es decir, de comer carne de animales cuya sangre no se había apartado— fue una concesión a una preocu­pación extrema de los judíos, a la que, como no envolvía ningún principio, no creyó necesario opo­nerse.

Así es que la agitada cuestión pareció haber sido resuelta por una autoridad tan augusta que no admitía objeción alguna. Si Pedro, Juan y Santiago, las colum­nas de la iglesia en Jerusalén, así como Pablo y Ber­nabé, jefes de la misión gentil, llegaban a una decisión unánime, todas las conciencias quedarían satisfechas y los oposicionistas callarían.

Esfuerzos para desarreglarla

Nos llena de asombro descubrir que aun este arreglo no fue final. Parece que aun en los tiempos aquellos se le hizo una oposición feroz por algunos que estuvieron presentes en la junta donde se discutía, y aunque la autoridad de los apóstoles determinó la nota oficial que fue remitida a las iglesias distantes, la comunidad cristiana en Jerusalén estaba agitada por tormentas de terrible oposición. Y ni siquiera duró poco la oposi­ción; al contrario, crecía cada vez más. Estaba alimen­tada por fuentes abundantes. El terrible orgullo y prevención nacionales la sostenían. Probablemente era nu­trida por un interés propio, porque los cristianos judai­cos vivirían en mejores términos con los judíos no cristianos mientras menor fuera la diferencia entre ellos; la convicción religiosa convirtiéndose rápidamente en fanatismo la fortalecía también; y muy pronto fue reforzada por todo el rencor del odio y el celo de la propaganda. Pues esta oposición se levantó a tal altura, que los opositores resolvieron por último enviar pro­pagandistas a visitar las iglesias gentiles una por una, y en contradicción a la prescripción oficial de los após­toles, amonestarles, diciéndoles que estaban poniendo en peligro sus almas por omitir la circuncisión y que no podrían gozar de los privilegios del verdadero cris­tianismo a menos que guardaran la ley judaica.

Por años y años estos emisarios del mezquino fana­tismo, que se creía ser el único cristianismo genuino, se difundieron entre todas las iglesias fundadas por Pablo en el mundo pagano. Su obra no era fundar iglesias por sí mismos; no tenían nada de la habilidad exploradora de su gran rival; su objeto era introducirse en las comunidades cristianas que Pablo había fundado y ganarlas para sus opiniones reducidas. Espiaban los pasos de Pablo a donde quiera que él iba, y por muchos años le fueron causa de inexplicable pena. Murmuraban al oído de sus convertidos que su versión del evangelio no era la verdadera y que no debían confiarse en su autoridad. ¿Era él uno de los doce apóstoles? ¿Había estado en compañía de Cristo? Ellos pretendían aparecer como los que traían la verdadera forma del cristianismo de Jerusalén, el centro sagrado; y no tenían escrúpulos en aparentar que habían sido enviados por los apóstoles. Y así desviaban precisamen­te las partes más nobles de la conducta de Pablo hacia sus propósitos. Por ejemplo, el hecho de que rehusara aceptar dinero por sus servicios, lo imputaban a un sentido de su propia falta de autoridad; los verdaderos apóstoles recibían siempre paga. De igual manera tor­cían su abstinencia del matrimonio. Eran hombres há­biles para la obra que habían asumido; tenían lenguas blandas, insinuantes; podían asumir un aire de dignidad y no se detenían en nada.

Desgraciadamente sus esfuerzos no eran estériles en modo alguno. Alarmaban las conciencias de los conver­tidos de Pablo, y envenenaban sus mentes contra él. Con especialidad la iglesia gálata les fue como una presa; y la iglesia de Corinto se permitió volverse con­tra su fundador. Pero realmente la defección se había pronunciado más o menos en todas partes. Parecía como si toda la construcción que Pablo había levan­tado con años de trabajo estuviera viniéndose al suelo. Esto era lo que él creía que estaba sucediendo. Aunque estos hombres se llamaban cristianos, Pablo negaba expresamente su cristiandad. Su evangelio era otro; si sus convertidos lo creían, les aseguraba que habían caído de la gracia, y en los términos más solemnes pronunció una maldición contra los que así estaban destruyendo el templo de Dios que él había cons­truido.

Pablo vence a sus opositores.

El no era, sin embargo, el hombre que había de permitir tal seducción entre sus convertidos sin hacer los mayores esfuerzos para contrarrestarla. Se apresu­raba, siempre que podía, a ver las iglesias en donde hubiera entrado; les mandaba mensajeros para volverlos otra vez a su deber; sobre todo, escribía cartas a las que se encontraban en peligro; cartas en las cuales se ejercitaban hasta lo sumo sus extraordinarios poderes intelectuales. Discutía el asunto con todos los recursos de la lógica y de la Escritura; exponía a los seductores con una agudeza que cortaba como el acero, y los abatía con salidas de ingenio sarcástico; se arrojaba a los pies de sus convertidos y con toda la pasión y ternura de su poderoso corazón imploraba de ellos que fueran fieles a Cristo y a él. Poseemos los registros de estas ansiedades en nuestro Nuevo Testamento; y no podemos menos de sentir mucha gratitud hacia Dios y una extraña ternura hacia Pablo al pensar que de sus pruebas dolorosas nos haya venido tan preciosa he­rencia.

Es, sin embargo, consolador, saber que tuvo éxito. Por perseverantes que fueran sus enemigos, él fue más que igual a ellos. El odio es fuerte, pero el amor es todavía más fuerte. En sus escritos posteriores las seña­les de oposición son muy débiles o enteramente nulas; había dado lugar a la polémica irresistible de Pablo, y hasta sus vestigios habían sido barridos del suelo de la iglesia. Si los hechos no hubieran sucedido así el cris­tianismo habría sido un río perdido en las arenas de las preocupaciones cerca de su mismo nacimiento; sería en nuestros días una secta judaica olvidada en lugar de ser la religión del mundo.

Una rama subordinada de la cuestión:

la relación de los judíos cristianos con la ley

A este punto podemos contraer claramente el curso de su controversia. Pero hay otra rama de ella, acerca de cuyo verdadero curso es difícil saber toda la verdad. ¿Cuál era la relación de los judíos cristianos hacia la ley, según la doctrina y predicación de Pablo? ¿Era su obligación abandonar las prácticas por las cuales habían sido obligados a regular sus vidas, y abstenerse de circuncidar a sus hijos y de enseñarles a guardar la ley? Esto parecía implícito en los principios de Pablo. Si los gentiles podían entrar en el reino de Dios sin guardar la ley, no era necesario que los judíos la guardaran. Si la ley era una disciplina severa que inten­taba atraer a los hombres hacia Cristo, su obligación cesaba cuando se había llenado este propósito. La sujeción y la tutela cesaron tan pronto como el hijo entró en posesión de su herencia.

Es cierto, sin embargo, que los otros apóstoles y la masa de los cristianos en Jerusalén no realizaron esto por muchos días. Los apóstoles habían convenido en no exigir de los cristianos gentílicos la circuncisión y el cumplimiento de la ley. Pero ellos mismos la cumplían y esperaban que todos los judíos hicieran lo mismo. Esto envolvía una contradicción de ideas y condujo a tristes consecuencias prácticas; y si hubiera continuado, o si Pablo se hubiera rendido a ella, habría dividido la iglesia en dos secciones, una de las cuales habría visto mal a la otra. Porque era parte de la estricta observa­ción de la ley rehusar comer con los incircuncisos; y los judíos habrían rehusado sentarse a la misma mesa de los que reconocían como sus hermanos cristianos. Esta contradicción llegó, pues, a una crisis formal. Sucedió que el apóstol Pedro estaba una vez en Antioquia, y al principio se mezcló libremente en roce social con los cristianos gentílicos. Pero algunos más intran­sigentes, que habían venido de Jerusalén, lo acobar­daron de tal manera que se retiró de la mesa gentil y se mantuvo lejos de sus compañeros en el cristianismo. Aun Bernabé fue desviado por la misma tiranía del fanatismo. Pablo sólo fue fiel a los principios de la libertad en el evangelio. El resistió a Pedro y le echó en cara la inconsecuencia de su conducta.

Pablo, sin embargo, nunca sostuvo, en realidad, una polémica contra la circuncisión y la observancia de la ley entre los judíos; esto era lo que se decía de él entre sus enemigos, pero era un falso informe. Cuando llegó a Jerusalén, al concluir su tercer viaje misionero, el apóstol Santiago y los ancianos le informaron del mal que estas versiones estaban causando a su buen nombre, y le aconsejaron que las desmintiera pública­mente, diciendo en palabra extraordinaria: "Ya ves, hermano, cuántos millares de judíos hay que han creí­do; y todos son celadores de la ley. Mas fueron infor­mados acerca de ti, que enseñas a apartarse de Moisés a todos los judíos que están entre los gentiles, diciéndoles que no han de circuncidar a los hijos, ni andar según la costumbre. Haz, pues, esto que te decimos. Hay entre nosotros cuatro hombres que tienen voto sobre sí: tomando a éstos contigo, purifícate con ellos, y gasta con ellos para que rasuren sus cabezas, y todos entiendan que no hay nada de lo que fueron informados acerca de ti, sino que tú también andas guardan­do la ley". Pablo cumplió este consejo y siguió la regla que le recomendó Santiago. Esto prueba claramente que nunca consideró como parte de su obra disuadir a los judíos el vivir como tales. Puede pensarse que debía haberlo hecho así; que sus principios requerían una dura oposición a todo lo asociado con la dispensación que había pasado. El lo entendía de una manera dife­rente, y lo encontramos aconsejando a los circunci­dados que eran llamados al reino de Cristo que no se hicieran incircuncisos, y a aquellos que habían sido llamados en incircuncisión que no se sometieran a la circuncisión; y la razón que da es que la circuncisión no es nada y la incircuncisión tampoco. La distinción para él, bajo un punto de vista religioso, no era mayor que la distinción de sexo y la distinción de esclavo y señor. En una palabra, no tenía ningún significado religioso para él. Sin embargo, si un hombre prefería el modo judaico de vivir como una nota de su nacionali­dad, Pablo no tenía disputa con él; antes bien quizá le prefería en cierto grado. No tomaba partido contra sus meras formas; solamente si ellas se interponían entre el alma y Cristo o entre un cristiano y sus hermanos, era su opositor seguro. Pero sabía que la libertad podía convertirse en instrumento de la opresión a semejanza del cautiverio, y por esa razón en cuanto a las viandas, por ejemplo, escribió aquellas nobles recomendaciones de abnegación en favor de las conciencias débiles y escrupulosas, que están entre los más conmovedores testimonios de su perfecto desinterés.

Aquí tenemos, en verdad, un hombre tan eminen­temente heroico, que no es cosa fácil definirlo. Por su visión clara de las líneas de demarcación entre lo an­tiguo y lo nuevo en la gran crisis de la historia huma­na, y por su defensa decisiva de los principios cuando envolvían consecuencias reales, vemos en él la más genial superioridad a meras reglas formales, y la más alta consideración para los sentimientos de aquellos que no veían como él podía ver. De un solo golpe él se había hecho libre de la servidumbre del fanatismo; pero no cayó nunca en el fanatismo de la libertad, y siempre tuvo a la vista fines mucho más elevados que la pura lógica de su propia posición.

Vida de San Pablo por James Stalker 

 
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