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Seminario Reina Valera

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  14. Preparación

Historia del Nuevo Testamento es un estudio histórico y biográfico de las dos figuras principales del establecimiento del cristianismo – Jesucristo, el Hijo de Dios y Pablo, el apóstol misionero; basado en las Escrituras y a la luz de los progresos contemporáneos se examinan sus hechos, pensamientos y escrítos, más la época y politica que vivieron y cómo su mensaje llegó a todo el mundo.

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SU PREPARACIÓN INCONSCIENTE PARA SU OBRA

Fecha y lugar de su nacimiento

Las personas cuya conversión ha tenido lugar en la edad adulta, suelen ver retrospectivamente hacia el período de su vida anterior a su conversión, con tris­teza y vergüenza, y desean que una mano obliteradora lo borre del registro de su existencia. San Pablo experi­mentó con fuerza este mismo sentimiento; hasta el fin de sus días estuvo rodeado por el espectro de sus años perdidos, y solía decir que él era el menor de todos los apóstoles, que no era digno de ser llamado apóstol, porque había perseguido a la iglesia de Dios. Pero estos pensamientos sombríos sólo son parcialmente justifi­cables. Los propósitos de Dios son muy profundos, y aun en aquellos que no le conocen, puede estar sem­brando semilla que solamente germinará y producirá el fruto mucho tiempo después que éstos hayan termi­nado su carrera impía. Pablo nunca hubiera sido el hombre que llegó a ser, ni hubiera hecho el trabajo que hizo, si en los años precedentes a su conversión no hubiera tenido un curso designado de preparación que lo hiciera apto para su carrera por venir. El no conocía para qué estaba siendo preparado; sus propias inten­ciones para el futuro eran diferentes de las de Dios; peto hay una divinidad que dispone nuestros fines, y ella lo hizo una flecha aguda para la aljaba de Dios, aunque él no lo sabía.

La fecha del nacimiento de Pablo no se conoce exactamente, pero puede fijarse con aproximación, lo cual es suficiente para el propósito práctico. Cuando en el año 33 d.C. los que apedrearon a Esteban pusieron sus capas a los pies de Pablo, era "un joven". Tal término en verdad, en el original griego es muy amplio y puede indicar una edad comprendida entre veinte y treinta años. En este caso probablemente se refiere, mejor que al primero, al último límite; pues hay razón para creer que en este tiempo, o poco después, fue miembro del concilio, oficio que ninguno que no tuviera treinta años de edad podía obtener; y la comi­sión que inmediatamente después recibió del concilio para perseguir a los cristianos apenas habría sido con­fiada a un joven. Treinta años después de haber lamen­tablemente participado en el asesinato de Esteban, en el año 62 d.C., se hallaba en una prisión en Roma esperando la sentencia de muerte por la misma causa por la que Esteban había sufrido; y cuando escribía una de sus últimas epístolas, la de Filemón, se llamaba "anciano". Este último término, también, es muy amplio, y un hombre que ha pasado por muchos sufri­mientos muy bien puede considerarse de más edad que la que tiene; aunque apenas podría tomar el nombre de "Pablo el anciano" antes de los sesenta años de edad. Estos cálculos nos conducen a creer que nació casi en el mismo tiempo que Jesús. Cuando el niño Jesús jugaba en las calles de Nazaret, el niño Pablo jugaba en las calles de su ciudad natal, al otro lado de las cum­bres del Líbano. Parecían tener carreras totalmente distintas; sin embargo, por el arreglo misterioso de la Providencia, estas dos vidas, como caudal que corre de fuentes opuestas, un día, cual río y tributario, habrían de unirse.

El lugar de su nacimiento fue Tarso, capital de la provincia de Cilicia al sudeste del Asia Menor. Estaba a unas cuantas millas de la costa en medio de un llano fértil, y situado sobre las dos orillas del río Cidno, que descendía de las montañas vecinas del Tauro, en cuyas nevadas cimas era la costumbre de los habitantes del país contemplar, en las tardes de verano, desde los techos llanos de sus casas, la belleza de la puesta del sol. Arriba de la ciudad, no lejos de ella, el río se arrojaba sobre las rocas en gran catarata, pero abajo venía a ser navegable, y dentro de la ciudad sus orillas estaban cubiertas de muelles donde se reunían las mer­cancías de muchos países, mientras los marineros y comerciantes, vestidos según las costumbres de diferen­tes razas, y hablando diversos idiomas, constantemente se encontraban en las calles. Tarso hacía un comercio extenso en maderas, en las cuales abundaba la pro­vincia, y en el fino pelo de las cabras que a millares eran apacentadas en las montañas vecinas. Este era empleado en hacer una especie de paño burdo y en la fabricación de varios artículos; entre los cuales, las tiendas, como las que después Pablo se ocupaba en coser, formaban un extenso artículo de cambio por todas las costas del Mediterráneo. Tarso era también el centro de intenso transporte mercantil; pues, atrás de la ciudad, un famoso paso llamado las Puertas Milicianas conducía a las montañas de los países centrales de Asia Menor; y Tarso era el depósito adonde se llevaban los productos de estos países para ser distribuidos por el Oriente y el Occidente. Los habitantes de la ciudad eran numerosos y ricos. La mayoría eran cilicianos nativos, pero los comerciantes más ricos eran griegos. Estaba la provincia bajo el dominio de los romanos, viéndose en la capital las señas de su soberanía, aunque Tarso gozaba el privilegio de gobierno propio. El nú­mero y variedad de habitantes crecían aún ma's por el hecho de que Tarso no solamente fue el centro del comercio sino también el asiento de la instrucción. Era una de las tres principales ciudades universitarias esta­blecidas en aquella época, siendo las otras dos Atenas y Alejandría; y se dice que sobrepujaba a sus rivales en eminencia intelectual. En sus calles se veían estudiantes de muchos países, espectáculo que no podía sino des­pertar en las jóvenes inteligencias pensamientos acerca del valor y objeto de la instrucción.

¿Quién dejará de ver cuan a propósito fue que el apóstol de los gentiles naciera en este lugar? En cuan­to él crecía se preparaba inconscientemente para encontrarse con hombres de todas clases y razas, para simpatizar con la naturaleza humana en todas sus va­riedades, y tolerar la mayor diversidad de hábitos y costumbres. En su vida posterior siempre fue amante de las ciudades. Mientras su Maestro huyó de Jerusalén y gustaba de enseñar en las montañas o en las orillas de los lagos, Pablo constantemente se movía de una gran ciudad a otra. Antioquia, Efeso, Atenas, Corinto, Roma, las capitales del mundo antiguo, fueron los lugares de su actividad. Las palabras de Jesús' son peculiares del campo y abundan en pinturas de su belleza tranquila y del trabajo del hogar: los lirios del campo, las ovejas que siguen al pastor, el sembrador en el surco, el pescador que arroja sus redes. Pero el lenguaje de Pablo está impregnado con la atmósfera de la ciudad y como activado por el movimiento y con­fusión de las calles. Su imaginación está poblada de escenas de la energía humana y de movimientos de la vida culta: el soldado con su armadura completa, el atleta en la arena, el constructor de casas y tem­plos, la triunfal procesión del general victorioso. Tan duraderas son las asociaciones del niño en la vida del hombre.

Su hogar

Pablo tenía cierto orgullo por el lugar de su naci­miento, como lo demostró en una ocasión, jactándose de que era ciudadano de una ciudad no baja. Tenía un corazón formado por la naturaleza para sentir el ardor del ma's vehemente patriotismo. Sin embargo, no era por Cilicia ni Tarso, por lo que este fuego ardía. Era extranjero en la tierra de su nacimiento. Su padre fue uno de los muchos judíos que se esparcieron en aquella época por las ciudades del mundo gentil a causa del tráfico y del comercio. Habían dejado la Tierra Santa, pero no la habían olvidado. Nunca se mezclaron con los pueblos entre quienes vivían; aun en el vestido, alimento, religión y otros muchos particulares permane­cieron como un pueblo peculiar. Como regla general eran menos rígidos en sus opiniones religiosas y más tolerantes de las costumbres extranjeras que los judíos que permanecieron en Palestina. Pero el padre de Pa­blo no fue de los que daban lugar a la relajación de costumbres. Pertenecía a la más estricta secta de su religión. Es probable que haya salido de Palestina no mucho tiempo antes del nacimiento de su hijo; pues Pablo se llamaba a si mismo "hebreo de hebreos", nombre que parecía pertenecer únicamente a los judíos de Palestina y a los que continuaban en conexión muy íntima con ella. De su madre absolutamente nada sabemos, pero todo parece indicar que el hogar donde Pablo fue educado fue uno de aquellos de donde se han levan­tado casi todos los eminentes maestros religiosos, un hogar de piedad, de carácter, tal vez de algún principio extremo y fuertemente afecto a las peculiaridades de un pueblo religioso. Tal espíritu fue imbuido en él que, aunque no pudo menos que recibir impresiones innumerables e imperecederas de la ciudad donde na­ció, la tierra y la ciudad de su corazón eran Palestina y Jerusalén; y los héroes de su imaginación no fueron Curcio y Horacio. Hércules y Aquiles, sino Abraham y José, Moisés, David, y Esdras. Al remontarse hasta el pasado, no fueron los anales oscuros de Cilicia donde él puso los ojos, sino que contempló la corriente clara de la historia de los judíos hasta sus fuentes en Ur de los Caldeos; y cuando pensaba en el futuro, la visión que se levantaba delante de él era el reino del Mesías entronizado en Jerusalén y gobernando las naciones con vara de hierro.

El sentimiento de pertenecer a la aristocracia espiri­tual lo .elevaba sobre la mayoría de aquellos entre quienes vivía, y se profundizó más en él por lo que vio de la religión del pueblo que le rodeaba. Tarso era el centro de una forma del culto a Baal, de carácter imponente, pero por todo extremo degradante, y en ciertas estaciones del año era el escenario de festi­vidades frecuentadas por toda la población de las re­giones vecinas, y acompañadas con orgías de un grado de abominación moral felizmente fuera del alcance de nuestra imaginación. Por supuesto, un niño no pudo ver los abismos de este misterio de iniquidad, pero pudo ver bastante para huir de la idolatría con el oprobio peculiar a su nación y considerar la pequeña sinagoga donde su familia adoraba al Santo de Israel como mucho más gloriosa que los brillantes templos de los paganos. Tal vez a esta primera experiencia po­demos atribuir en cierto grado aquellas convicciones de los abismos en donde la naturaleza humana puede caer, y su necesidad de una fuerza redentora omnipotente, que después formaron una parte tan fundamental de su teología y le dieron tanto estímulo en su obra.

Su educación

Ciudadanía romana.- Al fin llegó el tiempo para decidir qué ocupación debía escoger el joven, momento crítico en la vida de todo hombre; y en la de éste, de una decisión trascendental. Quizá la carrera más propia para él hubiera sido la de comerciante; porque su padre se ocupaba en el comercio, los negocios de la ciudad ofrecían precios espléndidos a la ambición mercantil, y la energía propia del joven habría garantizado un éxito brillante. Además su padre tenía una ventaja que darle, especialmente útil para un comerciante: aunque judío, era ciudadano romano; y este derecho daría protección a su hijo en todas partes del mundo romano donde tuviera ocasión de viajar. No podemos decir cómo obtuvo este derecho el padre; pudo ser comprado, ganado por servicios distinguidos al estado, o adquirido de otros varios modos; en todo caso, su hijo nació libre. Fue un valioso privilegio y demostró ser de gran utilidad para Pablo, aunque no de la manera que su padre esperó que lo usara. Pero se decidió que no debía ser comerciante. La decisión puede haberse debido a las decididas opiniones religiosas de su padre, o a la ambi­ción piadosa de su madre, o a su propia predilección; pero se resolvió que iría al colegio para ser un rabí; es decir, ministro, maestro y abogado, al mismo tiempo. Fue una sabia determinación en vista del espíritu y capacidades del joven, y resultó ser de importancia infinita para el futuro de la humanidad.

Fabricante de tiendas.— Pero aunque así eludió las oportunidades que parecían llevarlo a un llamamiento secular, sin embargo, antes de ir a prepararse para la profesión sagrada, debía adquirir algunas nociones en los asuntos de la vida: porque era costumbre entre los judíos, que todo joven, cualquiera que fuese la profe­sión que iba a seguir, debía aprender algún oficio como recurso en tiempo de necesidad. Esta era una cos­tumbre sabia, porque daba empleo a los jóvenes en una edad en que la molicie es demasiado peligrosa, y en­señaba, en cierto sentido, a los ricos y a los instruidos, los sentimientos de aquellos que tenían que ganar su pan con el sudor de su frente. El oficio a que se dedicó era uno de los más comunes en Tarso, la fabri­cación de tiendas de pelo de cabra, tejidos por los cuales se había hecho célebre el distrito. Poco pensaron él y su padre, cuando comenzó a manejar el desagra­dable material, cuan importante iba a serle este oficio en los años subsecuentes. Llegó a ser el medio de su sostenimiento durante sus viajes misioneros, y en el tiempo en que era esencial que los propagadores del cristianismo se sobrepusieran a las sospechas de mo­tivos egoístas, este oficio lo capacitó para sostenerse en una posición de noble independencia.

Sus conocimientos de la literatura griega.- Es na­tural preguntar si, antes de dejar el hogar para ir a obtener su educación como rabí, Pablo asistió a la Universidad de Tarso. ¿Bebió en los manantiales de saber que fluían del monte de Helicón antes de ir a sentarse junto a los que brotaban del de Sión? Del hecho de consignar dos o tres citas de los poetas griegos se ha inferido que le era conocida toda la literatura de Grecia. Pero por otro lado se ha indicado que estas citas eran breves y comunes, tanto que cual­quiera que hablara griego tenía que usarlas alguna vez; y el estilo y vocabulario de sus epístolas no son de modelos de la literatura griega sino de los de la Septuaginta, la versión griega de las escrituras hebreas que estaba entonces en uso universal entre los judíos de la época de la dispersión. Probablemente su padre hubiera considerado un pecado permitir que su hijo asistiera a una universidad pagana. Sin embargo, no es verosímil que creciera en un gran asiento de instrucción sin recibir alguna influencia del tono académico del lugar. Su discurso en Atenas demostró que era capaz, cuando lo creía conveniente, de manejar un estilo mucho más elevado que el de sus escritos; y una inteligencia tan sutil no es admisible que permaneciera en ignorancia total de los grandes monumentos del lenguaje en que se reflejaba.

Hubo también otras impresiones que probablemente recibió de la ilustrada Tarso. Su universidad era famosa por esas pequeñas disputas y nulidades que algunas veces turban la calma de los retiros académicos; y es posible que el rumor de las tales haya podido dar el primer impulso al desdén por la astucia de los retóricos y las tempestuosas disputas de los sofistas, que forma un distintivo tan notable de algunos de sus escritos.

Las miradas de la juventud son claras y seguras, y, aunque joven, pudo haber percibido cuan pequeñas son las almas de ciertos hombres y cuan mezquinas sus vidas, aun cuando sus bocas estén llenas de la fraseología más bella.

Su educación rabínica, Gamaliel. Su conocimiento del Antiguo Testamento.- El colegio para la educación de los rabíes judíos estaba en Jerusalén, y allí fue enviado Pablo, cerca de los trece años de edad. Su llegada a la Ciudad Santa pudo haber acontecido en el mismo año en que Jesús a la edad de doce la visitaba por primera vez; y las emociones dominantes del niño de Nazaret, en la primera visita a la capital de su nación, pueden tomarse como un indicio de la expe­riencia no registrada del de Tarso. Para todo niño judío de disposición religiosa, Jerusalén era el centro univer­sal —las pisadas de los profetas y reyes resonaban en sus calles; recuerdos sagrados y sublimes palpitaban en sus muros y edificios— y brillaba en un horizonte de ilimitadas esperanzas.

Sucedió que en este tiempo el colegio de Jerusalén era presidido por uno de los más notables maestros que habían tenido los judíos. El tal fue Gamaliel, a cuyos pies Pablo nos dice que fue educado. Era llamado por sus contemporáneos la "Hermosura de la Ley", y aún es recordado entre los judíos como el Gran Rabí. Era un hombre de elevado carácter e ilustrado, un fariseo muy apegado a las tradiciones de sus padres. Sin embargo, no era intolerante ni hostil a la cultura griega, como lo fueron algunos de los escrupulosos fariseos. La influencia de tal hombre en el despejado entendimiento de Pablo debe haber sido muy grande; y aunque por algún tiempo el discípulo llegó a ser un intolerante celoso, sin embargo el ejemplo del maestro debe haber tenido algo que ver con la conquista que finalmente superó las preocupaciones.

El curso de instrucción que un rabí' tenía que sos­tener, era prolongado y peculiar. Consistía enteramente en el estudio de las Escrituras, y de los comentarios de los sabios y maestros acerca de ellas. Las palabras de las Escrituras y las sentencias de los sabios eran apren­didas de memoria; se tenían discusiones acerca de puntos debatibles; y, merced a las numerosas cues­tiones que les era permitido suscitar tanto a los dis­cípulos como a los maestros, las inteligencias de los estudiantes se aguzaban y sus opiniones se dilataban. Las relevantes cualidades de la inteligencia de Pablo que fueron conspicuas en su vida ulterior, su mara­villosa memoria, la perspicacia de su lógica, la superabundancia de sus ideas, y su manera original de recurrir a cualquier asunto, se desplegaron por primera vez en esta escuela, y excitaron, podemos creer, el ardiente interés de su maestro.

Aquí él mismo aprendió mucho que le fue de gran importancia en su carrera subsiguiente. Aunque con especialidad tenía que ser el misionero de los gentiles, también fue un gran misionero de su propio pueblo. En toda ciudad que visitaba donde había judíos se presentaba desde luego al público de la sinagoga. Su educación como rabí le aseguraba la oportunidad de hablar, y su familiaridad con los modos de pensar y raciocinar de los judíos le habilitaba para dirigirse a sus oyentes de la manera más adaptada para asegurar su atención. Su conocimiento de las Escrituras le capaci­taba para aducir pruebas de una autoridad que sus oyentes reconocían ser suprema. Además, estaba des­tinado a ser el gran teólogo del cristianismo y el principal escritor del Nuevo Testamento. Ahora lo nuevo resultaba de lo antiguo; el uno es en todas sus partes la profecía y el otro el cumplimiento. Pero se requería una mente henchida, no sólo del cristianismo sino del Antiguo Testamento, para dar tal resultado, y en la edad en que la memoria tiene mayor poder de retención Pablo adquirió nociones tan sólidas del Anti­guo Testamento que todo lo que contiene estaba a su disposición. La fraseología antiguo testamentaria vino a ser el lenguaje de su pensamiento; literalmente él escri­be en citas, y cita de todas partes con igual facilidad: de la ley, de los profetas y de los salmos. Así, fue el guerrero equipado con la armadura y las armas del Espíritu, antes de saber en la defensa de qué causa habrían de emplearlas.

Su desarrollo moral y religioso

Entretanto, ¿cuál era su estado moral y religioso? Estaba estudiando para ser un maestro de la religión. ¿Era él mismo religioso? No lo son todos los enviados por sus padres al colegio con objeto de prepararse para el servicio sagrado; y en cada ciudad del mundo la senda de la juventud está rodeada de tentaciones que pueden arruinar la vida desde el primer momento. Algunos de los más grandes maestros de la iglesia, como San Agustín, han tenido que ver casi la mitad de su vida empañada y cicatrizada por el crimen o el vicio. Tal caída no afeó los primeros años de Pablo; cualesquiera que hayan sido las luchas que en su pecho sostuvo con sus pasiones, su conducta siempre fue pura. En aquella época Jerusalén no era un lugar muy favorable para la virtud. Era la Jerusalén contra cuya santidad exterior, e interior depravación, nuestro Se­ñor, unos pocos años después, arrojó tan duras cuan­to merecidas invectivas; era el asiento mismo de la hipocresía donde un joven de carácter algo débil podía aprender la manera de ganar las recompensas de la religión mientras evitaba sus cargas. Pero Pablo se pre­servó de estos peligros, y después pudo declarar que había vivido en Jerusalén desde el principio en toda buena conciencia.

La ley.— El había llevado consigo desde su hogar la convicción que forma la base de una vida religiosa, es a saber, que las únicas recompensas que dignifican la vida son el amor y el favor de Dios. Esta convicción creció en él de una manera muy apasionada a medida que entraba en años, y preguntó a su maestro cómo podía ganar tales recompensas. Era obvia la respuesta: guar­dando la ley. Y esa respuesta fue terrible; porque la ley significaba no solamente lo que entendemos por el término, sino también la ley ceremonial de Moisés, y las mil reglas añadidas a ella por los maestros judíos, cuya observancia hizo de la vida una especie de pur­gatorio para toda conciencia delicada. Pero Pablo no era hombre que huyera de las dificultades. Él había puesto su corazón en el ventajoso favor de Dios, sin el cual esta vida le parecía un blanco y la eternidad, la tiniebla más oscura; y si este era el camino para llegar al término, él deseaba recorrerlo. Sin embargo, en esto no solamente estaban comprendidas sus esperanzas per­sonales; las esperanzas de su nación también dependían de ello, pues era la creencia universal de su pueblo que el Mesías sólo vendría a una nación que guardara la ley, y aun se decía que si un hombre la guardaba perfectamente por un día tan sólo, su mérito traería a la tierra al rey que ellos esperaban. La educación rabínica de Pablo entonces lo encumbró en el deseo de ganar esta recompensa de rectitud, y al dejar el colegio de Jerusalén hizo de esto el propósito de su vida. La resolución del estudiante solitario fue momentánea por el mundo; porque primero probó entre secretas agonías que este camino de salvación era falso, y entonces quiso enseñar su descubrimiento a la humanidad.

Partida de Jerusalén y regreso a ella.— No podemos decir en qué año terminó la educación de Pablo en el colegio de Jerusalén, ni adonde fue inmediatamente después. Los jóvenes rabinos después de completar sus estudios salían a la manera que lo hacen hoy los estudiantes de teología, y comenzaban una obra prác­tica en diferentes partes del mundo judío. Tal vez regresó a Cilicia y allí practicó su vocación en alguna sinagoga. En todo caso, por algunos años estuvo a cierta distancia de Jerusalén y Palestina, porque éstos fueron los mismos años en que se sintió el movimiento religioso de Juan el Bautista y el ministerio de Jesús, y es claro que Pablo no habría estado cerca sin verse envuelto en alguno de estos movimientos, ya como amigo, ya como enemigo.

No mucho tiempo después regresó a Jerusalén. En aquellos tiempos era para los más elevados talentos rabínicos tan natural tender hacia Jerusalén como lo es en los nuestros para los talentos literarios y comerciales superiores tender hacia París o Londres. Llegó a la capital del judaísmo poco después de la muerte de Jesús; y fácilmente podemos imaginarnos las impre­siones que recibiría de sus amigos farisaicos, con res­pecto al evento y a la carrera de aquel modo terminado. No tenemos razón para suponer que tuviera todavía duda alguna de su propia religión. En verdad, de sus escritos inferimos que ya había pasado por varios conflictos mentales muy severos. Aunque la con­vicción permanecía firme en su mente de que las ben­diciones de la vida eran alcanzadas tan sólo por el favor de Dios, sin embargo, sus esfuerzos para alcanzar esta codiciada posición por la observancia de la ley no le habían satisfecho. Por el contrario mientras más se esforzaba por guardar la ley más activas venían a ser las incitaciones del pecado dentro de él; su conciencia llegó a estar más oprimida con el sentimiento de la culpa; y la paz de un alma llena de reposo en Dios era la recompensa que pedía a sus esfuerzos. No dudaba de las enseñanzas dadas en las sinagogas. Hasta entonces, esto para él tenía la misma autoridad que la historia del Antiguo Testamento, donde veía las figuras de los santos y profetas, los cuales eran la garantía de que el sistema que representaban debía ser divino, y tras el cual vio al Dios de Israel revelándosele en el don de la ley. La razón por la que él creía que no había alcan­zado la paz y comunión con Dios, era porque no había luchado bastante contra el mal de su naturaleza ni honrado bastante los preceptos de la ley. ¿No había servicio, entonces, que completara todas las deficiencias y ganara esa gracia en la cual los grandes de otro tiempo habían estado firmes? Tal era el estado mental en que regresó a Jerusalén y se llenó de indignación y asombro al tener noticia de la secta que creía que Jesús, el que había sido crucificado, era el Mesías del pueblo judío.

Estado de la Iglesia Cristiana

El cristianismo tenía sólo dos o tres años de existen­cia y se desarrollaba muy tranquilamente en Jerusalén. Aunque aquellos que lo habían oído predicar en el Pentecostés habían llevado las nuevas de él a sus ho­gares, y por lo mismo a muchos distritos, sus represen­tantes públicos, sin embargo, no habían dejado la ciudad de su nacimiento. En el principio las autori­dades se habían inclinado a perseguirlo, y a rechazar a sus enseñadores cuando aparecieron en público. Pero cambiaron su opinión y actuando bajo el consejo de Gamaliel resolvieron despreciarlo, creyendo que pere­cería si lo dejaban solo. Los cristianos por su parte, en cuanto les fue posible, incurrieron en pocas faltas; en lo externo de la religión continuaron siendo judíos estrictos y celosos de la ley, concurriendo al templo para el culto, observando las ceremonias judaicas, y respetando a las autoridades eclesiásticas. Fue una es­pecie de tregua que se concedió a los cristianos por un espacio corto para el crecimiento secreto. En sus ce­naderos se reunían los hermanos para partir el pan y para orar a su Señor que había ascendido. Era un hermoso espectáculo. La nueva fe había descendido a ellos como un ángel y fue derramada pura en sus almas, y alentó en sus humildes reuniones el espíritu de paz. Su mutuo amor no tenía límite; estaban llenos de la inspiración del sentido revelador, y cuantas veces se reunían, su Señor invisible aparecía en medio de ellos. Era como el cielo sobre la tierra. Mientras Jeru­salén proseguía al derredor de ellos en su curso ordi­nario de mundanalidad y rigidez eclesiástica, estas almas humildes se felicitaban entre sí con un secreto que no ignoraban contenía las bendiciones de la huma­nidad y el futuro del mundo.

Pero el reposo no había de durar mucho, y las escenas de paz pronto fueron invadidas con el terror y la matanza. El cristianismo no podía tener tal des­canso, porque hay en él una fuerza conquistadora del mundo, que lo impele a todo peligro para propagarse, y la fermentación del nuevo vino del evangelio de libertad, era seguro, que tarde o temprano debía rom­per las formas de la ley judaica. Al fin se levantó en la iglesia un hombre en quien estaban incorporadas estas tendencias agresivas. Este fue Esteban, uno de los siete diáconos que habían sido nombrados para velar sobre los negocios temporales de la sociedad cristiana. Era un hombre lleno del Espíritu Santo y poseía dones que la brevedad de su carrera bien podía sugerir, pero que no permitía desarrollarse por sí mismos. Iba de sinagoga en sinagoga predicando el oficio mesiánico de Jesús, y anunciando el advenimiento de la libertad del yugo de la antigua ley. Se encontró con los campeones de la ortodoxia judaica, pero no eran capaces de comprender su elocuencia y celo santo. Sobrepujados en argu­mentos, ellos empuñaron otra clase de armas y exci­taron a las autoridades y al populacho al fanatismo sanguinario.

Una de las sinagogas en las cuales acontecieron disputas de esta clase, fue la de los cilicianos, los paisanos de Pablo. ¿Pudo éste haber sido un rabí en esta sinagoga y uno de los oponentes de Esteban en la argumentación? En todo caso cuando el argumento de la lógica fue cambiado por el de la violencia él estaba al frente. Cuando los testigos que arrojaron las pri­meras piedras se desnudaban para su obra, pusieron sus vestidos a sus pies. Allí, en el teatro de aquella escena de salvajismo, en el campo del asesinato judicial, vemos su figura que permanecía un poco apartada, y viva­mente vuelta contra las masas de perseguidos no recor­dados en el registro de la fama; a sus pies la confusa mezcla de mantos de variadas clases, y ante su vista el santo mártir, de rodillas en el momento de morir y orando así: "¡Señor, no les imputes tal pecado!".

El perseguidor

Su celo en esta ocasión puso a Pablo prominente­mente bajo el conocimiento de las autoridades. Es probable que procurara tener un asiento en el concilio, donde pronto después lo encontramos dando su voto contra los cristianos. De todos modos, este celo hizo que se le confiara la obra de la destrucción completa del cristianismo, a lo cual ahora se habían resuelto las autoridades. El aceptó la proposición, porque creía que era la obra de Dios. Vio con más claridad que cual­quier otro que el designio del cristianismo, si se pro­pagaba con potencia, era trastornar todo lo que él consideraba más sagrado. La anulación de la ley era, a sus ojos, la extinción del único medio de ser salvo, y la fe en un Mesías crucificado una blasfemia contra la esperanza divina de Israel. Además tenía un profundo interés personal en la tarea. Hasta ahora se había esfor­zado en agradar a Dios, pero siempre sintió que sus servicios eran cortos; aquí hubo una oportunidad para recuperar todos los atrasos por medio de un espléndido acto de servicio. Fue la agonía de su alma lo que hizo enérgico su celo. En todo caso no era hombre que hiciera las cosas a medias; y se arrojó temerario a su empresa.

Terribles fueron las escenas que sucedieron. Voló de sinagoga en sinagoga y de casa en casa, arrastrando hombres y mujeres, que fueron puestos en prisión y castigados. Parece que algunos fueron condenados a muerte y a los más infames ultrajes de la plebe; otros fueron obligados a blasfemar del nombre del Salvador. La iglesia de Jerusalén fue esparcida, y los miembros que escaparon de la ira del perseguidor se desbandaron por los países y provincias vecinas.

Parece demasiado llamar a esto el último período de la preparación inconsciente de Pablo para su carrera apostólica, pero en verdad así fue. Al entrar en la carrera de perseguidor iba en derechura por la línea del credo en el cual había sido educado, y esta era su reducción a lo absurdo. Además, por la obra de gracia de Aquel, cuya gloria más alta es traer del mal el bien, resultó que estos hechos tristes engendraron en la mente de Pablo una humildad tan grande, una volun­tad tal para servir al menor de los hermanos de quienes había abusado, y un celo por redimir el tiempo per­dido que más tarde fueron los estímulos de su activi­dad en la nueva carrera que emprendió.

Vida de San Pablo por James Stalker

 
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3. La Época
4. Preparación
5. Año de Retiro
6. Popularidad
7. Predicación
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