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Historia del Nuevo Testamento es un estudio histórico y biográfico de las dos figuras principales del establecimiento del cristianismo – Jesucristo, el Hijo de Dios y Pablo, el apóstol misionero; basado en las Escrituras y a la luz de los progresos contemporáneos se examinan sus hechos, pensamientos y escrítos, más la época y politica que vivieron y cómo su mensaje llegó a todo el mundo.

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SUS ESCRITOS Y SU CARÁCTER

Sus escritos

Su principal período literario.- Se ha hecho notar que el tercer viaje misionero de Pablo terminó con una visita a las iglesias de Grecia. Esta visita duró varios meses, pero la historia de ella en los Hechos está incluida en dos o tres versículos. Es probable que no abundó en aquellos incidentes excitantes que natural­mente inducen al biógrafo a entrar en detalles. Sin embargo, sabemos por otras fuentes que esa fue tal vez la época más importante de la vida de Pablo; pues durante este medio año escribió la más grande de todas sus epístolas, la de los Romanos, y otras dos de casi igual interés, la de los Calatas y la segunda de los Corintios.

Así hemos entrado en la porción de su vida más señalada por la obra literaria. Por grande que sea la impresión de la notabilidad de este hombre, producida por el estudio de su historia —cuando se apresura de provincia en provincia, de continente en continente, sobre la tierra y el mar, en persecución del objeto a que se había dedicado— esta impresión se hace mucho más profunda cuando recordamos que, al mismo tiem­po, fue el pensador más grande de su época, si es que no lo fue de cualquiera época, y que en medio de sus trabajos exteriores estaba produciendo escritos que desde entonces han figurado entre las fuerzas intelec­tuales más poderosas del mundo, y cuya influencia crece todavía. Bajo este concepto, Pablo se levanta sobre todos los demás evangelistas y misioneros. Algu­nos de ellos pueden haberse aproximado a él en ciertos respectos: Javier o Livingstone en el instinto de con­quistar el mundo, San Bernardo o Whitefield en la consagración y actividad; pero pocos de estos hombres añadieron una sola idea nueva a las creencias del mundo, mientras Pablo, igualándoles en su línea espe­cial, dio a la humanidad un nuevo mundo de pensa­mientos. Si sus epístolas pereciesen, la pérdida para la literatura sería la más grande posible, con una sola excepción —la de los Evangelios— que registran la vida, las palabras y la muerte de nuestro Señor. Ellas han estimulado la mente de la iglesia como ningún otro escrito lo ha hecho, y han esparcido en el suelo del mundo multitud de semillas, cuyo fruto es ahora la posesión general de los hombres. De ellas se han origi­nado los lemas de progreso en todas las reformas que la iglesia ha experimentado. Cuando Lutero despertó a Europa del sueño de los siglos, fue con una palabra de Pablo; y cuando, hace cien años, Escocia fue levantada de la casi completa muerte espiritual, fue llamada con la voz de hombres que habían vuelto a descubrir la verdad en las páginas de Pablo.

La forma de sus escritos.— Sin embargo, al escribir sus epístolas, Pablo mismo puede haber tenido poca idea de la influencia que habían de tener en el futuro. Las escribió simplemente a demanda de su obra. En el sentido más estricto de la palabra, fueron cartas escri­tas para responder a ocasiones particulares, y no es­critos formales cuidadosamente proyectados y ejecuta­dos con vista de la fama o del porvenir. Son buenas cartas, ante todo, producto del corazón; y fue el cora­zón ardiente de Pablo, anhelando el bien de sus hijos espirituales, o alarmado por los peligros a que estu­vieron expuestos, el que produjo todos sus escritos. Fueron parte de su trabajo diario. De la misma manera que volaba sobre mar y tierra para visitar de nuevo a sus convertidos, o enviaba a Timoteo o a Tito para llevarles sus consejos y traerle noticias de cómo iban, así, cuando no pudo valerse de estos medios, enviaba una carta con el mismo propósito.

El estilo de sus escritos. — Esto, parece, puede dis­minuir el valor de sus escritos; podemos inclinarnos a desear que en vez de tener el curso de su pensamiento determinado por las exigencias de tantas ocasiones especiales, y su atención distraída por tantas particula­ridades minuciosas, pudiera haber concentrado la fuer­za de su mente en la preparación de un libro perfecto, y explicado sus opiniones sobre los profundos asuntos que ocuparon su pensamiento en una forma sistemá­tica. No puede sostenerse que las epístolas de Pablo sean modelos de estilo. Fueron escritas con demasiada prisa y nunca pensó en pulir sus oraciones. A menudo, en verdad sus ideas, por la mera virtud de su delicadeza y hermosura, corren en formas exquisitas de lenguaje, o hay en ellas una emoción tal que les da espontá­neamente formas de la más noble elocuencia. Pero más frecuentemente su lenguaje es áspero y de formas ru­das; es indudable que fue lo que primero le vino a la mano para expresar su pensamiento. Comienza oracio­nes y omite el acabarlas, entra en digresiones y se olvida de volver a seguir la línea del pensamiento que había abandonado, presenta sus ideas en masa en lugar de fundirlas en coherencia mutua. Quizá cierta irregularidad conviene a la más alta originalidad. La expre­sión perfecta y el arreglo ordenado de las ideas es un procedimiento posterior, pero cuando los grandes pensamientos salen por primera vez a luz hay cierta aspereza primordial en ellos. El pulimento del oro viene después: tiene que ser precedido por el arranca­miento del mineral de las entrañas de la tierra. En sus escritos Pablo arroja a la luz en bruto el mineral de la verdad. Le debemos centenares de ideas que no habían sido expresadas antes. Después que el hombre original ha sacado su idea, el más ordinario escriba puede expresarla a otros mejor que el que la originó. Así, por todos los escritos de Pablo se hallan materiales que otros pueden combinar en sistemas de teología y ética, y es el deber de la iglesia hacerlo; pero sus epístolas nos permiten ver la revelación en el mismo proceso de su nacimiento. Al leerlas cuidadosamente parece que somos testigos de la creación de un mundo de verda­des, y quedamos maravillados como los ángeles al ver el firmamento desenvolviéndose del caos, y la tierra extendiéndose a la luz. Tan minuciosos como son los detalles de que a menudo tiene que tratar, toda su inmensa vista de la verdad es recordada en la discusión de cada uno de ellos, como todo el cielo es reflejado en una sola gota de rocío. ¿Qué prueba más impresionante de la fecundidad de su mente puede haber que el hecho de que, en medio de las innumerables distracciones de su segunda visita a los convertidos griegos, escribiera, en medio año, tres libros tales como Romanos, Calatas, y el segundo a los Corintios?

La inspiración de Pablo.— Fue Dios por su Espíritu quien comunicó esta revelación de la verdad a Pablo. La misma grandeza y divinidad de ella suministran la mejor prueba de que no podía haber tenido otro ori­gen. A pesar de esto, se presentó en la mente de Pablo con el gozo y el dolor del pensamiento original; le vino por la experiencia, empapó y pintó las fibras todas de su mente y su corazón; y la expresión de ella en sus escritos está de acuerdo con su peculiar genio y cir­cunstancias.

Su carácter

Sería fácil sugerir compensaciones en Va forma de los escritos de Pablo para las cualidades literarias que les faltan. Pero una de éstas prepondera tanto sobre todas las otras que es suficiente por sí misma para justificar en este caso la manera de actuar de Dios. En ninguna otra forma literaria podríamos tener tan fiel reflejo del hombre en sus escritos. Las cartas son la forma más personal de la literatura. Un hombre puede escribir un tratado particular, una historia y hasta un poema, y esconder su personalidad tras el escrito. Pero las cartas no tienen valor ninguno a menos que el escrito se muestre. Pablo está constantemente visible en sus cartas; podéis sentir palpitar su corazón en cada capítulo que escribió. Ha trazado su propio retrato —no sólo del hombre exterior sino de sus más íntimos sentimientos— como ningún otro podría haberlo tra­zado. A pesar de la admirable pintura que Lucas hace en el libro de los Hechos, no es de él de quien aprendemos lo que Pablo en realidad era, sino de Pablo mismo. Las verdades que revela se ven todas consti­tuyendo al hombre. Así como hay algunos predicado­res que son más grandes que sus sermones, y la ganan­cia principal de los que les escuchan se obtiene en los vislumbres que distinguen de una personalidad grande y santificada, así también lo mejor de los escritos de Pablo es Pablo mismo, o más bien la gracia de Dios en él.

La combinación de lo natural y lo espiritual.- Su carácter presentaba una combinación admirable de lo natural y lo espiritual. De la naturaleza había recibido una individualidad grandemente notable; pero el cam­bio que el cristianismo produjo no fue menos obvio en él. No es posible separar exactamente en el carácter de ningún hombre salvado lo que se debe a la gracia; porque la naturaleza y la gracia se confunden dulce­mente en la existencia redimida. En Pablo la unión de las dos fue notablemente completa, y, sin embargo, era claro que había en él dos elementos de diverso origen; y ésta es en realidad la llave para estimar con éxito su carácter.

Características de Pablo

Su aspecto físico.- Comencemos con lo que es más natural: su aspecto físico, que era una condición im­portante para su carrera. Así como la falta del oído hace imposible la carrera musical, o la ausencia de la vista suspende los progresos de un pintor, así la carrera misionera es imposible sin cierto grado de energía física. A cualquiera que haya leído el catálogo de los sufrimientos de Pablo y observado la facilidad con que se rehacía de los más severos para volver a su trabajo, se le ocurre que debe haber sido una persona de constitución hercúlea. Al contrario, parece haber sido de baja estatura y de una débil constitución. Esta debilidad parece que se agravó algunas veces por enfer­medades que le desfiguraron; y él sentía mucho la decepción que su presencia excitaría entre los extraños; porque todo predicador que ama su trabajo quisiera predicar el evangelio con todas las cualidades que concilian el favor de los oyentes con el orador. Dios, sin embargo, usó su misma debilidad, lejos de lo que esperaba, para ganar la ternura de sus convertidos; y así, cuando estaba débil era fuerte, y aun en sus enfermedades era capaz de gloriarse. Hay una teoría que se ha extendido bastante, acerca de que la enfer­medad que le aquejaba muy a menudo era una fuerte oftalmía, que le producía un color rojo desagradable en los párpados; pero sus fundamentos no son seguros. Al contrario, parece que tenía un poder notable de fascinar e intimidar a un enemigo con la perspicacia de su vista, como en la historia del hechicero Elimas, que nos trae a la memoria la tradición de Lutero, cuyos ojos, se dice, brillaban algunas veces de tal manera que los circunstantes apenas podían mirarlos. No hay funda­mento ninguno para la idea de algunos biógrafos re­cientes de Pablo, acerca de que su constitución era excesivamente frágil y crónicamente afligida por enfer­medades nerviosas. Ninguno podría haber pasado sus trabajos —sufriendo azotes, habiendo sido apedreado y torturado de muchas otras maneras, como lo fue él—' sin tener una constitución excepcionalmente sana y fuerte. Es verdad que algunas veces se hallaba postrado por la enfermedad y hecho pedazos por los actos de violencia a que estaba expuesto; pero la rapidez con que se recuperaba en estas ocasiones prueba que tenía una gran cantidad de energía vital. Y ¿quién duda de que, cuando su cara se impregnaba de amor tierno para pedir que los hombres se reconciliaran con Dios, o cuando se encendía de entusiasmo al anunciar su men­saje, haya poseído una belleza noble muy superior a la mera regularidad de las facciones?

Su actividad.— Hubo mucho de natural en otro ele­mento de su carácter, del cual éste dependía en gran parte: su espíritu de actividad. Hay muchos hombres que desean crecer donde han nacido. Les es intolerable tener que cambiar sus circunstancias y tener relaciones con nueva gente. Pero hay otros que desean cambiar de continuo su estado. Son las personas designadas por la naturaleza para ser emigrantes y exploradores, y si se dedican al trabajo del ministerio son los mejores misio­neros. En los tiempos modernos ningún misionero ha tenido este espíritu de aventuras en el mismo grado que el lamentado héroe David Livingstone. Cuando por primera vez fue al África, encontró a los misioneros reunidos en el Sur del continente, apenas dentro de los límites del paganismo. Tenían sus casas y jardines, sus familias, sus pequeñas congregaciones de nativos, y estaban contentos. Pero desde luego Livingstone avanzó más allá de los demás, hacia el corazón del paganismo, y los sueños de regiones más distantes nunca cesaron de poblar su imaginación, hasta que al fin comenzó sus viajes extraordinarios por millares de millas en un país en el que jamás había estado misionero alguno; y cuando la muerte le sorprendió todavía estaba avan­zando. La naturaleza de Pablo fue de la misma clase, llena de valor para las aventuras. Lo desconocido en la distancia, en vez de hacerle desmayar, le atrajo. No se contentaba con edificar sobre los fundamentos de otros hombres, sino que constantemente se apresuraba a ir a suelo virgen, dejando las iglesias para que otros las edificasen. Creía que si se encendía la lámpara del evangelio aquí y allí sobre vastas extensiones, la luz por su propia virtud se extendería en su ausencia. Le gustaba contar las leguas que había viajado, pero su lema era "siempre adelante". En sus sueños veía hom­bres llamándoles a nuevos países. Siempre tenía en su mente un gran programa por ejecutar, y cuando la muerte se aproximó, todavía estaba pensando en viajes a los más remotos rincones del mundo conocido.

Su influencia sobre los hombres.- Otro elemento de su carácter, parecido al que acabamos de mencionar, fue su influencia sobre los hombres. Hay algunos para quienes es penoso tener que abordar a un extraño, aun tratándose de asuntos urgentes, y la mayor parte de los hombres no están tranquilos sino entre los suyos, o entre los hombres de su misma clase o profesión; pero la vida que Pablo había escogido le puso en contacto con hombres de todas clases, y tuvo constantemente que presentar a extraños los asuntos de que estaba encargado. Se dirigía a un rey o un cónsul en una ocasión, y en otra a una compañía de esclavos o de soldados comunes. Un día tenía que hablar en la sina­goga de los judíos, otro entre una compañía de filóso­fos de Atenas, otro a los habitantes de alguna ciudad provincial lejos de los asientos de cultura. Pero pudo adaptarse a todos los hombres y a todos los auditorios: a los judíos hablaba como rabí acerca de las Escrituras del Antiguo Testamento; a los griegos citaba las palabras de sus poetas; y a los bárbaros hablaba del Dios que da la lluvia del cielo y las sazones fructuosas, llenando nuestros corazones de alimento y gozo. Cuan­do un hombre débil o falso procura ser todas las cosas a todos los hombres, termina siendo nada a nadie. Pero Pablo, arreglando su vida por esta norma, halló por todas partes entrada para el Evangelio, y al mismo tiempo ganó para sí mismo la estimación y amor de aquellos a quienes se adaptó. Si fue odiado amarga­mente por sus enemigos, nunca hubo un hombre ama­do más intensamente por los amigos. Le recibieron como a un ángel de Dios, aun como a Jesucristo mismo, y estuvieron listos para sacarse sus ojos y dárselos a él. Una iglesia estuvo celosa de que otra le tuviera demasiado tiempo. Cuando no pudo hacer una visita al tiempo prometido, se enojaron como si les hubiera hecho una injusticia; cuando estaba despidién­dose de ellos, lloraban, se arrojaban a su cuello y le besaban. Multitudes de jóvenes le rodeaban continua­mente, listos para obedecer sus mandatos. En la gran­de/a del hombre estaba el secreto de esta fascinación, porque a una gran naturaleza todos acuden, sintiendo que cerca de ella les irá bien.

Su abnegación.- Esta popularidad, sin embargo, era debida en parte a otra cualidad, que brillaba conspicua­mente en su carácter: el espíritu de abnegación. Esta es la más rara cualidad en la naturaleza humana, y su influencia es la más poderosa sobre los demás, cuando existe puja y fuerte. La mayor parte de los hombres están de tal manera absortos en sus propios intereses, y esperan tan naturalmente que los otros lo estén, que si ven a otro que parece no tener interés propio, sino que desea servir a los demás como lo hacen para sí mismos, les parece sospechoso y tienen dudas respecto de si solamente estarán ocultando sus designios bajo la capa de la benevolencia; pero si se mantiene firme y prueba que su desinterés es genuino, no hay límite para el homenaje que están listos a tributarle. Como Pablo aparecía de país en país y de ciudad en ciudad, era, al principio, un enigma completo para los que se acerca­ban a él. Se formaban toda clase de conjeturas acerca de sus verdaderos designios. ¿Era dinero lo que busca­ba? ¿Era poder, o alguna otra cosa todavía menos pura? Sus enemigos nunca cesaron de arrojar entre la gente estas insinuaciones. Pero aquellos que llegaban a vivir cerca de él y vieron qué hombre era, cuando supieron que rehusaba el dinero y trabajaba con sus propias manos día y noche para cuidarse de la sospecha de motivos mercenarios, cuando le oyeron orar con ellos uno por uno en sus hogares y exhortarles con lágrimas a una vida santa, y cuando vieron el interés personal tan sostenido que tomaba por cada uno de ellos, no pudieron resistir a las pruebas de su desinterés ni negarle su afecto. Nunca ha habido un hombre más desinteresado; no tenía literalmente interés en su vida propia. Sin lazos de familia, puso todos sus afectos, que pudieran haber sido dados a esposa e hijos, en su obra. Compara su ternura hacia sus convertidos con el amor de una madre para con sus hijos; aboga con ellos para que recuerden que es el padre que los ha engen­drado en el evangelio. Ellos son su gloria y su corona, su esperanza y su gozo. Deseoso como estaba de nue­vas conquistas, nunca perdió su cuidado sobre las que había ganado. Pudo asegurar a sus iglesias que oraba y daba gracias por ellas día y noche, y recordaba por nombre a sus convertidos ante el trono de la gracia. ¿Cómo podía la naturaleza humana resistir a un desinterés  como  éste?   Si Pablo  fue  un  conquistador del mundo, lo conquistó por el poder del amor.

Su conciencia de tener una misión.- Todavía tene­mos que mencionar los rasgos más distintamente cris­tianos de su carácter. Uno de ellos fue la convicción de que tenía la misión divina de predicar a Cristo, la cual estaba pronto a cumplir. La mayor parte de los hom­bres nada más notan en la corriente de la vida, y su trabajo es determinado por muchas circunstancias indi­ferentes; tal vez debieran estar haciendo otra cosa, o preferirían, si fuera posible, no hacer nada. Pero desde el tiempo en que Pablo se hizo cristiano, supo que tenía una obra definida que llevar a cabo; y el llama­miento que recibió para ella nunca cesaba de sonar en su alma. "¡Ay de mí si no anunciare el evangelio!" Este era el impulso que lo llevaba adelante. Sentía en sí un mundo de verdades nuevas que debía expresar, y que la salvación de la humanidad dependía de tal expresión. Se comprendió llamado a dar a conocer a Cristo a todas las criaturas humanas que estuvieran a su alcance. Era esto lo que le hacía tan impetuoso en sus movimientos, tan ciego en el peligro. "De ninguna cosa hago caso, ni estimo mi vida preciosa para mí mismo; solamente que acabe mi carrera con gozo, y el ministe­rio que recibí del Señor Jesús, para dar testimonio del evangelio de la gracia de Dios." El vivía con la cuenta que tenía que dar en el tribunal de Cristo, y su corazón se reanimaba en todas las horas de sufrimiento con la visión de la corona de vida que, si era fiel, el Señor, el juez justo, colocaría en su cabeza.

Su devoción personal a Cristo. — La otra cualidad peculiarmente cristiana que modeló su carrera fue su devoción personal a Cristo. Esta fue la característica suprema de este hombre, y el principal origen de sus actividades desde el principio hasta el fin. Desde el momento de su primer encuentro con Cristo no tuvo más que una pasión: su amor al Salvador ardió con más y más vehemencia hasta el fin. Se deleitaba en llamarse el esclavo de Cristo, y no tenía ambición alguna excepto la de ser el propagador de las ideas y el continuador de la influencia de su Señor. Tomó la idea de ser el representante de Cristo sin vacilación. Afirmó que el corazón de Cristo latía en su pecho hacia sus convertidos, que la mente de Cristo pensaba en su cerebro, que continuaba la obra de Cristo y llenaba lo que faltaba en sus sufrimientos. Dijo también que las heridas de Cristo eran reproducidas en su cuerpo, que estaba muriendo para que otros vivieran, como Cristo murió para vida del mundo. Pero realmente era la mayor humildad la que se encontraba en estas expre­siones francas. Sabía que Cristo había hecho todo por él; que había entrado en él, arrojando al antiguo Pablo y concluyendo la antigua vida, y había engendrado un nuevo hombre con nuevos designios, sentimientos y actividades. Y era su más profundo deseo que este procedimiento siguiera y se completara; es decir, que su antiguo yo se desterrara completamente, y su nuevo yo, que Cristo había creado a su propia imagen, predo­minara de tal manera que, cuando los pensamientos de su mente fueran los de Cristo, sus palabras las de Cristo, sus hechos los de Cristo, y su carácter el de Cristo, pudiera decir: "y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí".

Vida de San Pablo por James Stalker

 
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