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  20. Iglesias

Historia del Nuevo Testamento es un estudio histórico y biográfico de las dos figuras principales del establecimiento del cristianismo – Jesucristo, el Hijo de Dios y Pablo, el apóstol misionero; basado en las Escrituras y a la luz de los progresos contemporáneos se examinan sus hechos, pensamientos y escrítos, más la época y politica que vivieron y cómo su mensaje llegó a todo el mundo.

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CUADRO DE UNA IGLESIA PAULINA

La vista exterior e interior de la historia

El viajero en una ciudad extranjera anda por las calles con el libro de guía en la mano, examinando los monumentos, iglesias, edificios públicos, y el exterior de las casas, y de esta manera se supone que se infor­ma bien de la ciudad; pero al reflexionar hallará que ha aprendido muy poco, porque no ha estado dentro de las casas. No sabe cómo vive la gente, ni qué clase de muebles tienen, ni qué clase de alimentos comen, ni mucho menos cómo aman, qué cosas admiran y siguen, ni si están contentos con su condición. Al leer la historia, uno se pierde con frecuencia, porque solamen­te se ve la vida externa. La pompa y el brillo de la corte, las guerras hechas, y las victorias ganadas, los cambios en la constitución y el levantamiento y caída de administraciones, están fielmente registrados; pero el lector siente que podría aprender mucho más de la verdadera historia del tiempo, si pudiera ver por una sola hora lo que está pasando bajo los techos del campesino, del comerciante, del clérigo y del noble. En la historia de las Escrituras se halla la misma dificultad. En la narración de los Hechos de los Apóstoles reci­bimos relaciones vivas de los detalles externos de la historia de Pablo. Somos llevados rápidamente de ciu­dad en ciudad e informados de los incidentes de la fundación de las varias iglesias, pero algunas veces no podemos menos que desear detenernos para aprender lo que está dentro de una de estas iglesias. En Pafos o Iconio, en Tesalónica, Berea o Corinto, ¿cómo iban las cosas después que Pablo las dejó9 ¿A qué se aseme­jaban los cristianos y cuál era el aspecto de sus cultos? Felizmente nos es posible obtener esta vista interior. Como la narración de Lucas describe el exterior de la carrera de Pablo, así las Epístolas de este apóstol nos permiten ver sus aspectos interiores. Ellas escriben de nuevo la historia, pero bajo otro plan. Este es el caso especialmente en las Epístolas que fueron escritas al fin de su tercer viaje, las cuales inundan de luz el período de tiempo ocupado con todos sus viajes. En adición a las tres epístolas ya mencionadas como escritas en este tiempo, hay otra que pertenece a la misma época de su vida, la primera a los Corintios, que, puede decirse, nos transporta dos mil años atrás, y, colocándonos sobre una ciudad griega, en la que hubo una iglesia cristiana, quita el techo del lugar de reunión de los cristianos y nos permite ver lo que está pasando en su interior.

Una iglesia cristiana en una comunidad pagana

Extraño es el espectáculo que vemos desde este lugar de observación. Es la tarde del sábado, pero por supuesto la ciudad pagana no conoce ningún sábado.

Han cesado las actividades del puerto, y las calles están llenas de los que buscan una noche de placeres, pues ésta es la ciudad más corrompida de aquel mundo antiguo corrompido. Centenares de comerciantes y marineros de países extranjeros se pasean. El alegre joven romano, que ha cruzado el mar para pasar un rato de orgía en esta París antigua, guía su ligero carro por las calles. Si es el tiempo de los juegos anuales se ven grupos de atletas rodeados de sus admiradores que discuten las probabilidades de ganar las coronas codi­ciadas. En tal cálido clima, todos, ancianos y jóvenes, están fuera de sus casas gozando la hora de la tarde, mientras el sol, bajando sobre el Adriático, arroja su luz áurea sobre los palacios y templos de la rica ciu­dad.

El lugar de reunión.— Entre tanto, la pequeña com­pañía de cristianos viene de todas direcciones hacia su lugar de cultos, porque es su hora de reunión. El lugar en donde celebran sus cultos no se levanta muy cons­picuamente ante nuestra vista, pues no es un magnífico templo, como aquellos de que está rodeado; no tiene siquiera las pretensiones aun de la vecina sinagoga. Quizás en un gran cuarto en una casa particular o el almacén de algún comerciante cristiano que se ha pre­parado para la ocasión.

Las personas presentes. — Mirad a vuestro derredor, y ved los rostros. Desde luego discerniréis una distin­ción marcada entre ellos. Algunos tienen las facciones peculiares del judío, mientras los demás son gentiles de varias nacionalidades. Los últimos constituyen la mayo­ría. Pero examinadles más de cerca, y notaréis otra distinción: algunos llevan el anillo que denota que son libres, mientras otros son esclavos, y los últimos predo­minan. Aquí y allí, entre los miembros gentiles, se ve uno con las facciones regulares del griego, quizá som­breadas con la meditación del filósofo, o distinguidas por la segundad de las riquezas; pero no se hallan allí muchos grandes, ni muchos poderosos, ni muchos no­bles: la mayoría pertenece a lo que, en esta ciudad pretenciosa, sería contado como las cosas necias, débi­les, viles y despreciadas de este mundo; son esclavos, cuyos antecesores no respiraban el transparente aire de Grecia, sino vagaban en hordas de salvajes en las orillas del Danubio o del Don.

Pero notad una cosa más en todos los rostros: las terribles señales de su vida pasada. En una moderna congregación cristiana se ve en las caras de algunos aquella característica peculiar que la cultura cristiana, heredada de muchos siglos, ha producido; solamente aquí y allí puede verse una cara en cuyos lineamientos está escrita la historia de borracheras o de crímenes. Pero en esta congregación de Corinto estos terribles jeroglíficos se ven por todas partes. "¿No sabéis", les escribe Pablo, "que los injustos no heredarán el reino de Dios? No erréis: ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los que se echan con varones, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los maldicientes, ni los estafadores, here­darán el reino de Dios; y esto erais algunos". Mirad a aquel alto y pálido griego, se ha arrastrado por el lodo de los vicios sensuales. Mirad a aquel escita de frente baja, ha sido ladrón y encarcelado. Sin embargo, ha habido un gran cambio. Otra historia, además del regis­tro del pecado, está escrita en estos rostros. "Mas ya sois lavados, mas ya sois santificados, mas ya sois justificados en el nombre del Señor Jesús y por el Espíritu de nuestro Dios." Escuchad; están cantando; es el Salmo XL: "Y me hizo sacar del pozo de la desesperación, del lodo cenagoso". Con cuánto entu­siasmo cantan estas palabras! ¡Qué gozo reflejan sus caras! Saben que son monumentos de la gracia libre y el amor entrañable del moribundo Salvador.

Los cultos.- Pero supongámosles reunidos; ¿cómo proceden al culto? Había la diferencia entre sus servi­cios y los nuestros, de que en lugar de nombrar una persona que dirigiera el culto —ofreciendo oraciones, predicando, y dando salmos— todos los hombres que se encontraban presentes tenían la libertad de contribuir con su parte. Tal vez había un jefe o persona encarga­da de presidir; pero un miembro podía leer una por­ción de las Escrituras, otro ofrecer una oración, un tercero dirigir un discurso, un cuarto comenzar un himno, y así sucesivamente. No parece que haya habi­do un orden fijo en que se sucedieran las diferentes partes del culto; cualquier miembro podía levantarse para conducir a la compañía en alabanza, oración, meditación, etc., según sus sentimientos.

Esta peculiaridad se debía a otra gran diferencia entre ellos y nosotros: los miembros estaban dotados de dones extraordinarios. Algunos de ellos tenían el poder de hacer milagros, tales como curar enfermos. Otros poseían un don extraño llamado el don de len­guas. No se sabe bien lo que esto era; pero parece haber sido una expresión arrebatadora, en la cual el orador emitía una apasionada rapsodia por medio de la cual sus sentimientos religiosos recibían a la vez expre­sión y exaltación. Algunos de los que poseían este don no podían decir a los otros el significado de lo que decían, pero otros tenían este poder adicional; y había otros que, aunque no hablaban en lenguas ellos mis­mos, eran capaces de interpretar lo que hablaban los oradores inspirados. Había también miembros que po­seían el don de profecía; una dádiva muy valiosa. No era el poder de predecir los eventos futuros, sino una facultad de elocuencia apasionada, cuyos efectos eran algunas veces maravillosos: cuando un incrédulo entra­ba en la reunión y escuchaba a los profetas, era arreba­tado por una emoción irresistible, los pecados de su vida pasada se levantaban ante él, y cayendo sobre su rostro confesaba que Dios, en verdad, estaba entre ellos. Otros miembros ejercían dones más parecidos a los que conocemos hoy tales como el don de enseñar, de administrar, etc. Pero en todo caso parece ha­ber sido una especie de inmediata inspiración, de manera que lo que hacían no era efecto de cálculo, ni de preparativos, sino de un fuerte impulso na­tural.

Estos fenómenos son tan notables que si se narraran en una historia, suscitarían en la fe cristiana un gran obstáculo. Pero la evidencia de ellos es incontrover­tible; nadie, escribiendo a la gente acerca de su propia condición, inventa una descripción fabulosa de sus cir­cunstancias; y además, Pablo estaba escribiendo más bien para restringir que para aumentar estas manifesta­ciones. Ellas demuestran con qué poderosa fuerza el cristianismo, a su entrada en el mundo, tomó posesión de los espíritus que tocaba. Cada creyente recibía, generalmente en el bautismo cuando las manos del que bautizaba estaban puestas sobre él, su don especial, que ejercía indefinidamente si continuaba fiel. Era el Espí­ritu Santo, derramado sobre ellos sin medida, quien entraba en sus espíritus y distribuía estos dones entre ellos tan diversamente como quería; y cada miembro tenía que hacer uso de su don para el bien de todos los demás.

Luego que se concluían los servicios que acabamos de describir, los creyentes se sentaban para tener una fiesta de amor, que concluía con el partimiento del pan en la cena del Señor; y entonces, después de un beso fraternal, se iban a sus hogares. Era una escena memorable, llena de amor fraternal y vivificado por el poder del Espíritu. Mientras los cristianos se dirigían a sus hogares entre los grupos descuidados de la ciudad gentílica, tenían la conciencia de haber experimentado lo que los ojos no habían visto ni los oídos habían escuchado.

Abusos e irregularidades.— Pero la verdad pide que se muestre el lado oscuro lo mismo que el brillante. Había abusos e irregularidades en la iglesia, que es doloroso recordar. Eran debidos a dos cosas: los ante­cedentes de los miembros, y la mezcla en la iglesia de los elementos judío y gentil. Si se recuerda cuan gran­de fue el cambio que la mayor parte de los convertidos había experimentado al pasar de la adoración de los templos paganos a la pura y simple adoración del cristianismo, no sorprenderá que su antigua vida que­dara todavía algo adherida a ellos, o que no distinguie­sen claramente qué cosas necesitaban ser cambiadas y cuáles podían seguir como antes.

De la vida doméstica.- Sin embargo, nos admira saber que algunos de ellos vivían en una deplorable sensualidad, y que los más filosóficos defendían esto en principio. Una persona, aparentemente rica y de buena posición, vivía públicamente en una relación que habría escandalizado aun a los gentiles; y aunque Pablo escribió, indignado, que se le excomulgase, la iglesia dejó de obedecer, aparentando haber interpretado mal la orden. Otros habían sido halagados e invitados para volver a tomar parte en las fiestas de los templos idolátricos, a pesar de su compañía en la embriaguez y orgías. Se escudaban con el pretexto de que ya no comían los elementos en la fiesta en honor de los dioses, sino simplemente como una vianda ordinaria, y argüían que tendrían que salir del mundo si no se asociaban alguna vez con los pecadores.

Es evidente que estos abusos pertenecían a la sec­ción gentílica de la iglesia. En la sección judaica, por otra parte, había dudas y escrúpulos extraños acerca de los mismos asuntos. Algunos, por ejemplo, escandali­zados con la conducta de sus hermanos gentiles, iban al extremo opuesto denunciando completamente el matri­monio, y levantando ansiosas cuestiones acerca de si las viudas se podrían casar de nuevo, si un cristiano casado con una mujer pagana debía divorciarse, y otros puntos por el estilo. Mientras algunos de los convertidos gen­tiles estaban participando de las fiestas de los ídolos, algunos de los judaicos tenían escrúpulos acerca de comprar carne en el mercado, que hubiera sido ofreci­da en sacrificio a los ídolos, y censuraban a sus herma­nos que se permitían semejante libertad.

Dentro de la iglesia.— Estas dificultades pertenecie­ron a la vida doméstica de los cristianos; pero en sus reuniones públicas también hubo graves irregularidades. Los mismos dones del Espíritu eran convertidos en instrumentos de pecado; porque los que poseían los más atractivos dones, tales como los de milagros y lenguas, eran demasiado afectos a exhibirlos, y los volvieron motivos de jactancia. Esto produjo confusión y aun desorden, porque algunas veces dos o tres de los que hablaban en lenguas emitían a la vez sus exclama­ciones ininteligibles, de suerte que, como dijo Pablo, si entrara en sus reuniones algún extraño diría que todos estaban locos. Los profetas hablaban hasta el fastidio, y muchos se apresuraban a tomar parte en los cultos. Pablo tuvo que reprender estas extravagancias muy severamente, insistiendo en el principio de que los espíritus de los profetas están sujetos a los profetas, y que por este motivo el impulso espiritual no era excusa para el desorden.

Pero hubo otras cosas todavía peores en la iglesia. Aun la sagrada cena del Señor era profanada. Parece que los miembros tenían la costumbre de llevar consigo a la iglesia el pan y el vino que se necesitaban para este sacramento. Pero los ricos llevaban en abundancia y de lo más escogido: y, en lugar de esperar a sus hermanos más pobres y participar con ellos, comenzaban a comer y beber de una manera tan glotona que la mesa del Señor algunas veces resonaba con borracheras y tumul­tos.

Otro rasgo oscuro tiene que añadirse a este triste cuadro. A pesar del beso fraternal con que terminaban sus reuniones habían caído en rivalidades y contiendas. Sin duda esto era debido a los elementos heterogéneos reunidos en la iglesia. Pero se permitió ir al extremo. Hermanos litigaban contra hermanos en las cortes paga­nas en vez de buscar el arbitraje de algún amigo cristia­no. El cuerpo de los miembros se dividió en cuatro facciones teológicas. Algunos llevaban el nombre de Pablo; éstos trataban los escrúpulos de sus hermanos más débiles acerca de la comida y otras cosas, con desdén. Otros tomaron el nombre de Apolonios, de Apolos, un maestro elocuente de Alejandría, el cual visitó a Corinto entre el segundo y tercer viaje de Pablo. Estos eran del partido filosófico, negaban la doctrina de la resurrección, porque creían que era absurdo suponer que los átomos esparcidos del cuerpo muerto pudieran reunirse. El tercer partido tomó el nombre de Pedro, o Cefas, como en su purismo hebreo prefirieron llamarle. Estos eran judíos apocados que objetaron a la liberalidad de las opiniones de Pablo. El cuarto partido pretendió ser superior a todos los de­más, y se llamaron simplemente cristianos. Estos eran los sectarios más intransigentes de todos, y rechazaron la autoridad de Pablo con malicioso desdén.

Inferencias

Tal es el variado cuadro de una de las iglesias de Pablo, presentado en una de sus epístolas, y que nos muestra varias cosas con mucha expresión. Muestra, por ejemplo, cuan excepcionales eran su mente y su carácter aun en aquella época, y qué bendición para la naciente iglesia eran sus dones y gracias de sentido común, de grande simpatía unida con firmeza concien­zuda, de pureza personal, y de honor. Muestra que no hemos de buscar la "edad de oro" del cristianismo en el pasado sino en el futuro. Muestra cuan peligroso es creer que la regla de costumbres eclesiásticas de aquella época debe normar todas las épocas. Evidentemente todas las costumbres eclesiásticas estaban en su edad experimental. En verdad, en los últimos escritos de Pablo encontramos el cuadro de un estado de cosas muy diferente, en que el culto y la disciplina de la iglesia estuvieron mucho más fijos y arreglados. No debemos remontarnos a este tiempo primitivo para encontrar el modelo de la maquinaria eclesiástica, sino para ver un espectáculo de poder espiritual nuevo y transformador. Esto es lo que siempre atraerá hacia la edad apostólica los ojos de los cristianos, pues el poder del Espíritu obraba en todos los miembros; emociones desconocidas llenaban todos sus pechos, y todos sen­tían que la mañana de una nueva revelación les había visitado; vida, amor y luz, se difundían por todas partes. Aun los vicios de la iglesia eran debidos a las irregularidades de la vida abundante, por falta de la cual, el orden inanimado de muchas generaciones subsecuentes ha sido una débil compensación.

Vida de San Pablo por James Stalker

 
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