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  15. Conversión

Historia del Nuevo Testamento es un estudio histórico y biográfico de las dos figuras principales del establecimiento del cristianismo – Jesucristo, el Hijo de Dios y Pablo, el apóstol misionero; basado en las Escrituras y a la luz de los progresos contemporáneos se examinan sus hechos, pensamientos y escrítos, más la época y politica que vivieron y cómo su mensaje llegó a todo el mundo.

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SU CONVERSIÓN

La severidad de su persecución

La esperanza del perseguidor era exterminar comple­tamente el cristianismo. Pero él comprendía poco de la índole de este último. No sabía que crece por la persecución, y que la prosperidad a menudo le ha sido fatal, más la persecución nunca. "Los que eran espar­cidos iban por todas partes predicando la palabra." Hasta entonces la iglesia había estado limitada dentro de los muros de Jerusalén; pero ahora, en toda Judea y Samaria, y en la lejana Fenicia y Siria, el faro del evangelio comenzó a esparcir luz entre las tinieblas, y en muchos pueblos y aldeas dos y tres se reunían en un salón, para impartirse unos a otros el gozo del Espíritu Santo.

Podemos imaginarnos cuánta ira sentiría el perse­guidor ante la noticia de estas erupciones del fanatismo que él había esperado demoler. Pero él no era persona capaz de darse por vencida, y resolvió perseguir a los que eran objeto de su odio aun en los más oscuros y apartados escondites. De consiguiente, en cada ciudad, una después de otra, aparecía, armado con los aparatos del inquisidor, para llevar a cabo su sanguinario pro­pósito. Habiendo oído que Damasco, la capital de Siria, era uno de los lugares donde los fugitivos habían encontrado refugio, y que llevaban adelante su pro­paganda entre los numerosos judíos de aquella ciudad, él fue al príncipe de los sacerdotes, quien tenía juris­dicción sobre los judíos tanto fuera como dentro de Palestina, y obtuvo cartas que le autorizaban para per­seguir y traer atados a Jerusalén a todos los que allí encontrara que hubiesen aceptado el nuevo camino.

Dando coces contra el aguijón

Al verlo partir para un viaje que debía ser tan importante, es muy natural que nos preguntemos: ¿Cuál era el estado de su mente? Tenía inclinaciones nobles y corazón tierno; pero la obra en que estaba comprometido puede suponerse que sólo podría con­geniar con hombres de los más brutales sentimientos. Entonces, ¿no había sentido algún remordimiento? Aparentemente no. Se nos dice que, al andar por ciudades extranjeras en persecución de sus víctimas, se sentía excesivamente airado contra ellas; y cuando se dirigía a Damasco todavía respiraba amenazas y deseos de matanza. Estaba a cubierto de la duda por medio de su reverencia hacia los objetos que corrían peligro con la herejía; y si tenía que actuar contra sus sentimientos naturales y ultrajarlos con la sangrienta misión, ¿no era su mérito tanto mayor?

Pero en su viaje la duda por fin asaltó su mente. Era un viaje muy largo, de más de 180 millas, y con los medios lentos y cansados de locomoción que entonces se usaban, tardan cuando menos seis días en reali­zarlo. Una parte considerable de este tiempo temía que ocuparla en atravesar un desierto donde nada había que distrajera su mente y alterara su reflexión. La duda, pues, se levantó en esta inacción involuntaria. ¿Qué otra cosa puede significar la palabra con la que el Señor le saludó: "Dura cosa te es dar coces contra el aguijón"? Esta figura de lenguaje fue tomada de la costumbre de los países orientales: el boyero lleva en la mano una garrocha terminada en aguda punta de hierro, de la cual se sirve para hacer andar al animal, para hacerlo pararse, cambiar de dirección, etc.; si el buey es rebelde, da coces contra la garrocha, lastimán­dose y enfureciéndose con las heridas que recibe. Este es el vivo retrato de un hombre herido y atormentado por los remordimientos de su conciencia. Había algo en él que se rebelaba contra la corriente de la humanidad, en la que su barquilla iba flotando, y le sugería que estaba peleando contra Dios.

No es difícil concebir de donde se levantaron estas dudas. El era discípulo de Gamaliel el abogado de la humanidad y de la tolerancia, y quien había aconseja­do al concilio que dejasen a los cristianos. El mismo era demasiado joven todavía para haber endurecido y acostumbrado su corazón a todo lo desagradable de obra tan horrible. Por muy grande que fuera su celo religioso, la naturaleza no pedía menos que hablar por fin. Pero probablemente sus remordimientos se despertaron con especialidad a causa de la conducta de los cristianos. Él había oído la noble defensa de Esteban, y había visto brillar su rostro como el de un ángel, en la Cámara del Consejo. Le había visto arrodillarse en el campo de la ejecución, y orar por sus asesinos. Sin duda en el curso de sus persecuciones había sido testigo de otras escenas parecidas. ¿Parecían estas gentes enemigas de Dios? Habiendo penetrado en sus hogares para llevarlos a la cárcel, adquirió algunas ideas acerca de la vida social de los cristianos. Estas escenas de pureza y amor ¿podrían ser el producto del poder de las tinieblas? Aquella serenidad con que sus víctimas iban al encuentro de su destino cruel ¿no parecía la misma paz por la que él había en vano suspirado? Los argumentos de los cristianos también deben haber ha­blado a una mente como la suya. El había oído a Esteban probar por las Escrituras que era necesario que el Mesías sufriese; y el tenor general de la apologética de los primitivos cristianos demuestra que en su prueba deben haber apelado a pasajes como el 53 de Isaías, donde se predice una carrera al Mesías admirablemente parecida a la de Jesús de Nazaret. El había oído de los labios' cristianos incidentes de la vida de Cristo que representaban un personaje muy diferente del que mos­traban los retratos bosquejados por sus informadores fariseos; y las palabras que los cristianos citaban de su Maestro no sonaban como el lenguaje del fanático, como creía a Jesús.

Su visión de Cristo

Tales son algunas de las reflexiones que agitaban al viajero mientras caminaba sumido en triste meditación. Pero ¿no serían éstas meras sugestiones de la tentación, de la fantasía calenturienta de una mente cansada, o de un espíritu malo que quería retraerlo del servicio de Jehová? La vista de Damasco, brillante como una joya en el corazón del desierto, lo sacó de su abstracción. Allí, en compañía de rabíes cariñosos, y en la excita­ción del esfuerzo, arrojaría de sí estos fantasmas na­cidos con la soledad. Así pues so apresuró a caminar, y el sol de mediodía le alumbraba, urgiéndole a llegar a las garitas de la ciudad.

La noticia de la venida de Saulo había llegado a Damasco antes que él; y el pequeño rebaño de Cristo hacía oración para que se impidiera, si fuera posible, la aproximación del lobo que estaba en camino para ata­car el redil. Sin embargo, cada vez estaba más y más cerca; había llegado a la última jornada de su viaje, y a la vista del lugar que contenía sus víctimas crecía e! apetito por su presa. Pero el buen pastor había oído los gritos de su rebaño afligido, y se adelantó a encon­trar al lobo por el bien de las ovejas. Repentinamente, a mediodía, mientras que Saulo y su compañía cabal­gaban hacia la ciudad bajo el ardiente sol siriaco, una luz, que debilitó aun el brillo del gran astro, resplan­deció alrededor de ellos, un golpe hizo vibrar la atmósfera, y en un momento se hallaron postrados en tierra. Lo demás sólo fue para Pablo. Una voz sonó en sus oídos: "Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? ". Pablo miró hacia arriba y preguntó a la radiante figura que le había hablado: "¿Quién eres, Señor?". Y la respuesta fue: "Yo soy Jesús, a quien tú persigues".

El lenguaje en que Pablo se expresaba después al hablar de este suceso, nos prohíbe pensar que hubiera sido una mera visión de Jesús lo que él vio. La consi­deró como la última aparición del Salvador a sus dis­cípulos, y la coloca en el mismo lugar que las aparicio­nes a Pedro, a Santiago, a los once y a los quinien­tos. Fue en realidad Cristo Jesús, investido de su humanidad glorificada, quien dejó su lugar, donde quie­ra que esté en los espacios del universo donde él está sentado en su trono mediatorio. para mostrarse a este discípulo electo, y la luz que sobrepujó a la del sol no fue otra que la gloria en que su humanidad está envuelta. Las palabras dirigidas a Pablo suministran una evi­dencia incidental de esto. Esas palabras fueron dichas en hebreo, o más bien en arameo, la misma en que Jesús había acostumbrado dirigirse a las multitudes en el lago y para conversar con sus discípulos en las soledades del desierto; y como en los días de su encar­nación solía abrir su boca en parábolas, así ahora revistió su reprensión con una fuerte metáfora, "dura cosa te es dar coces contra el aguijón".

Efectos de su conversión sobre su pensamiento

Sería imposible exagerar lo que pasó en la mente de Pablo en este solo instante. No es sino un modo ordinario el que tenemos de dividir el tiempo por el reloj, en minutos y horas, días y años, como si cada porción así medida fuera del mismo tamaño que otras de igual extensión. Esto puede adaptarse bastante bien para los fines comunes de la vida, pero hay medidas más finas para las que es completamente inconducente. El tamaño real de cualquier espacio de tiempo debe medirse por la suma en cantidad y el valor en calidad de las experiencias adquiridas por el alma; ninguna hora es exactamente igual a otra, y hay simples horas que son más grandes que los meses. Así medido, este solo momento de la vida de Pablo fue tal vez- más largo que todos sus años precedentes. El deslumbramiento de la revelación fue tan intenso que muy bien pudo haber fogueado el ojo de la razón y aun quemado la vista misma, como la luz externa deslumbró los ojos de su cuerpo hasta la ceguedad. Cuando sus compañeros se recobraron y volvieron a su jefe, descubrieron que había perdido la vista, y tomándolo por la mano lo condujeron a la ciudad. ¡Qué cambio se efectuó! En vez del orgulloso fariseo que caminaba por las calles con la pompa de un inquisidor, un hombre afligido, temblando, andando a tientas, pendiente de la mano de su guía, llega a la posada entre la consternación de los que lo recibieron, y tiene que pedir apresuradamente un cuarto donde pueda pedirles que lo dejen solo. Allí queda en medio de la oscuridad, abandonado a sus meditaciones.

Pero aunque la oscuridad reinaba exteriormente, en lo interior había luz. La ceguera le había venido con el propósito de excluirlo de distracciones exteriores y hacerlo capaz de reconcentrarse en el asunto que se había presentado a su mirada interna. Por la misma razón, ni comió ni bebió por tres días. Estaba dema­siado absorto en los pensamientos que se agrupaban en su mente de un modo rápido y continuo.

En estos tres días, puede decirse con seguridad, que obtuvo comprensión, cuando menos en parte, de todas las verdades que después proclamó al mundo, porque toda su teología no es más que la explicación de su propia conversión. Su vida previa entera cayó en frag­mentos a sus pies. A él mismo le pareció que, a pesar de sus imperfecciones, estaba en la línea de la voluntad de Dios. Pero muy lejos de esto, ella se había arrojado en oposición diametral de la voluntad y revelación de Dios, y ahora había sido parada y rota en pedazos por la colisión. Aquello que le había parecido la perfección del servicio y obediencia, envolvió su alma en la culpa de blasfemia y sangre inocente. Tal había sido la conse­cuencia de buscar la justificación por las obras de la ley. En el mismo instante en que su justificación pa­recía al fin haberse vuelto a la blancura tanto tiempo deseada, fue cogida en la llama de esta revelación, y tornada en tinieblas. Había sido un equivoco, pues, desde el principio hasta el fin. La justificación no había de obtenerse por la ley, sino solamente la culpa y la condenación. Este era el resultado inequívoco, y llegó a ser uno de los polos de la teología de Pablo.

Pero mientras su teoría de la vida caía así en pe­dazos, con un estampido que por sí solo hubiera agita­do su razón, en el momento mismo le sobrevino una experiencia contraria. Jesús de Nazaret le apareció sin cólera ni venganza, como se hubiera esperado que apareciera al enemigo mortal de Su causa. La primera palabra hubiera sido una demanda de retribución, y su primera podría haber sido su última. Pero en vez de esto, su rostro había aparecido lleno de divina benigni­dad, y sus palabras de consideraciones para su perse­guidor. En el momento en que la divina fuerza lo arrojó en tierra, se sintió circundado de divino amor. Esta era la recompensa por la que en vano él había luchado todo el tiempo de su vida, y ahora la obtenía al descubrir que sus luchas habían sido combates con­tra Dios. Fue levantado de su caída en los brazos del amor divino; fue reconciliado y aceptado para siempre. Cuanto más pasaba el tiempo tanto más seguro estaba él de esto. Sin esfuerzo, encontró en Cristo la paz y la fuerza moral que en vano había buscado. Y esto vino a ser el otro polo de su teología: que la justificación y la fuerza se encuentran en Cristo, sin las obras de los hombres, por la mera confianza en la gracia de Dios y aceptación de su dádiva. Mucho más había entre estos dos extremos, y la adquisición de su contenido era cuestión de tiempo; pero el sistema del pensamiento de Pablo siempre ha girado dentro de estos polos.

Efectos de su conversión en su destino

Los tres días de oscuridad no le vinieron sino des­pués de conocer una cosa: que debía dedicar su vida a la proclamación de estos descubrimientos. En cualquier caso lo mismo hubiera sucedido. Pablo nació propagan­dista, y no llegaría a ser el poseedor de verdad tan revolucionaria sin difundirla. Además, tenía un corazón ardiente, susceptible de ser conmovido por la gratitud; y cuando Jesús, de quien él blasfemaba y cuya me­moria había tratado de borrar del mundo, lo trató con divina benignidad, volviéndole de su existencia desas­trosa y colocándole en aquella posición que ya le había parecido el premio de la vida, sintió que no podía menos que dedicarse a su servicio con todos sus po­deres. Era un exaltado patriota. Para él, la esperanza del Mesías había ocupado todo el horizonte del futuro; y cuando conoció que Jesús de Nazaret era el Mesías de su pueblo y el Salvador del mundo, se deducía naturalmente que debía gastar su vida en dar a conocer a este Mesías.

Pero su destino también le fue anunciado clara­mente desde el exterior. Ananías, con toda probabi­lidad el principal en la pequeña comunidad de los cristianos de Damasco, fue informado en visión del cambio que había acontecido en Pablo y enviado para restaurarle la vista y admitirle en la iglesia cristiana por el bautismo. Nada más hermoso que la manera como este siervo de Dios se acercó al hombre que había venido a la ciudad para matarlo. Tan luego como conoció el estado del caso perdonó y olvidó todos los crímenes del enemigo, y se apresuró a recogerlo en los brazos del amor cristiano. Seguro como estaba Pablo del perdón en su ser íntimo, debe haber sido para él gratísimo consuelo, al abrir de nuevo sus ojos a la luz del mundo externo, no encontrar contradicción alguna que empañara las visiones que había tenido, sino, por el contrario, ver desde luego un rostro humano incli­nándose a él con miradas de perdón y amor sincero. Aprendió de Ananías que había sido tomado por Cristo para ser el vehículo de Su nombre a gentiles y reyes y a los hijos de Israel. Aceptó la misión con devoción infinita, y desde entonces hasta la hora de su muerte no tuvo más que una ambición: conseguir aquello para lo que Cristo Jesús le había adquirido.

Vida de San Pablo por James Stalker

 
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