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  24. Wartburgo

Historia Eclesiástica es el estudio de la historia de la Iglesia Cristiana desde el final del Nuevo Testamento hasta el principio del movimiento evangélico.  Se pone énfasis en el sacrificio de los mártires, las controversias doctrinales, el desarrollo del catolicismo, los precursores de la reforma, Martín Lutero y la Reforma Protestante.

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LUTERO EN EL CASTILLO DE WARTSURG

En 26 de Mayo apareció el edicto del emperador, llamado Edicto de Worms, el cual ponía a Lutero fuera de la ley, de modo que cualquiera podía matarle impunemente, y ninguno debía protegerle. Todos sus partidarios y adictos eran amenazados con igual suerte. Además, se ordenaba que cualquiera que le cogiese le entregase, y que todos sus libros fuesen destruidos. Este edicto fue inspirado por el más cruel adversario de Lutero: el legado papal Aleandro, que había dicho, lleno de furia y enojo: Aunque vosotros, alemanes, queráis libertaros del yugo de Roma, nosotros procuraremos que os destrocéis entre vosotros mismos hasta perecer ahogados en vuestra propia sangre. El edicto llevaba la fecha de 8 de Mayo, fecha retrasada y puesta con toda malicia para que apareciese obligatoria en todos los Estados del imperio, mientras que la mayor parte de los príncipes, que ya habían salido antes del 26, ignoraban todo esto. Por lo tanto, era un edicto ilegal. Y cuando fue conocido, no obtuvo mucha aceptación en Alemania por estar redactado enteramente en el espíritu romano, tan en contradicción con el espíritu de la nación alemana. Sin embargo, Lutero hubiese sido tal vez víctima de esta tormenta, si el Señor no le hubiese guardado velando sobre él.

El elector Federico el Sabio le quería proteger de la persecución de sus enemigos, y eligió el medio que creyó más a propósito, mandando que algunos caballeros enmascarados sorpren­diesen a Lutero y le hicieran prisionero en las cercanías de Eisenach, cuando volvía de Worms, de regreso a Wittemberg. Así se hizo, y el elector lo hizo guardar en la inmediata fortaleza de Wartburg.

En este castillo, que Lutero llamaba su Patmos, residió en tranquila oscuridad cerca de un año, fuera del alcance de sus enemigos, y bajo el nombre supuesto del caballero Jorge. Se vistió como un hidalgo, dejó crecer su cabello y barba, corría por los bosques, buscaba fresas y gustaba también del placer agridulce de los grandes señores: la caza. Pero a pesar de estas distracciones, absorbían su mente los pensamientos teológicos. Por un lado la soledad, y por otro los alimentos fuertes y suculentos que le daban, le ocasionaron muchas molestias de cuerpo y aflicciones de alma, que achacó a Satanás, pero contra las cuales luchaba con fortaleza.

Por algún tiempo nadie supo qué había sido de Lutero, de manera que sus amigos llegaron a quejarse de su ausencia, y sus enemigos clamaban llenos de júbilo. Pero no tardó en desaparecer la tristeza de los suyos, y nuevo terror cayó sobre sus enemigos, porque pronto dio señales de vida.

En el castillo de Wartburg no se dio un momento de reposo; lleno de entusiasmo, como siempre, esparció nuevos escritos por el mundo. Sacó a luz un librito de la "confesión", un tratado de los votos espirituales y de los votos mo­násticos, una explicación de algunos salmos, y el principio de un libro de sermones para todo el año. Es digno de mención especialmente un libro muy enérgico, que escribió contra el elec­tor Alberto de Maguncia, en el cual se ve que Lutero sabía lo que debía hacer, y la influencia que ejercía. Porque este príncipe había vendido otra vez indulgencias en Halle, haciendo caso omiso de lo sucedido anteriormente. Lutero, sin cuidarse del misterio en que hasta entonces había permanecido, y de su lugar de refugio, pidió al arzobispo que hiciese desaparecer ese tráfico indigno. Y cuando vio que ésta no tenía éxito, escribió un tratado muy fuerte contra el nuevo ídolo de Halle, aunque la impresión de este escrito encontró dificultades en Wittemberg. Después dirigió otra carta a Alberto, en la cual le amo­nestaba, no ya como un fraile prisionero, sino como un siervo de Dios, llamado por el Rey de su Iglesia, Jesucristo, como ministro valiente del Evangelio, a que retirase las indulgencias; y le decía: Su Alteza ha vuelto a colocar el ídolo que roba a los pobres cristianos dinero y alma. Acaso S. A. piensa ahora que está seguro de mí, por creerme desterrado y anulado por S. M. I.; mas yo cumpliré con el deber del amor cristiano, sin hacer caso del Papa, ni obispos, ni del mismo infierno. No se eche en olvido aquello del terrible fuego que procedió de una chispa despreciada, que nadie temía; mas Dios ha fallado su sentencia y El vive aún; que nadie lo dude. El tiene un placer especial en quebrantar los altos cedros y humillar los Faraones endurecidos. Al concluir, le fija el término de quince días para la suspensión de las indulgencias. El elector se humilló ante esta poderosa filípica del proscrito fraile, y le contestó dándole muchísimas disculpas y excusas. Sea que lo hiciese movido por su conciencia O por temor, de todos modos, este resultado pone de manifiesto cuán superiores son los verdaderos siervos de Dios a toda grandeza humana. Lutero, solitario, proscrito, prisionero, posee en su fe fuerza y ánimo invencibles. El arzobispo, elector y cardenal tiembla ante él, a pesar de todo su poder y fama. Aquí tenemos la clave de los singulares enigmas que ofrece la historia de la Reforma.

Pero el trabajo más importante, la obra inmor­tal, que Lutero concluyó en el castillo de Wartburg, fue la traducción del Nuevo Testamento en lengua alemana. No hay necesidad de encarecer el beneficio que Lutero dispensó a toda una nación, haciendo que todos, viejos o jóvenes, pobres o ricos, pudiesen escuchar la santa Palabra de Dios en la iglesia y en las escuelas, y leerla en casa. Mas no es una sola nación la que debe a Lutero la Palabra de Dios; sino que con este hecho quebrantó para siempre las cadenas y barreras en que Roma había aprisionado y encerrado la Palabra divina, devolviendo a todo el mundo el tesoro más precioso: el pan de vida eterna. En todos los países y lenguas brotaron las ediciones de la Biblia como las hierbas y flores al principiar la primavera. Desde entonces ha sido imposible, y lo será para siempre, el robar a la humanidad esta palabra eterna: el Evangelio de salvación. ¡Debemos dar las gracias al Señor por estos beneficios todos los que tenemos y conocemos su Palabra!

Para que la Reforma extirpase enteramente el poder del papado romano y sus errores, era necesario que el pueblo fuese otra vez conducido a la fuente primitiva y pura de la verdad y de la salvación. El pueblo debía conocer por sí mismo y ver con sus propios ojos que los sacerdotes no le habían dado a beber el agua pura de la Palabra de Dios, sino el agua estancada de las tradiciones humanas. Era preciso que todo el pueblo pudiera tener la Biblia en su mano. Porque la Sagrada Escritura es la única regla y norma de nuestra fe, así como la sangre y la justicia de Jesucristo son el único ornamento y vestido del cristiano. El que añade tradiciones humanas a la Palabra de Dios, y el que mezcla la justicia completa de Dios con la justicia humana, destruye los dos pilares fundamentales de la doctrina cristiana. Y eso precisamente es lo que hace Roma, y lo que la Reforma se encargó de remediar.

Es verdad que ya antes del tiempo de Lutero había algunas traducciones de la Biblia en lengua vulgar; pero estaban tan llenas de errores, y su estilo se adaptaba tan poco al lenguaje del pueblo, que no habían encontrado aceptación. Lutero había ya traducido algunos pasajes de la Sagrada Escritura, empezando por los siete salmos que tratan del arrepentimiento. Sus traduc­ciones habían sido leídas con interés, pero se deseaba que publicase más. Lutero conoció en esto la voz de Dios que le encargaba tal trabajo, y puso manos a la obra.

Este libro solo -dice- debe llenar las manos, lenguas, ojos, oídos y corazones de todos los hombres. La Biblia sin comentarios es el sol que por sí solo da luz a todos los profesores y pastores.

En el castillo de Wartburg Lutero tradujo solamente el Nuevo Testamento, que después de su vuelta a Wittemberg corrigió con ayuda de Melanchton, e hizo imprimir en el año 1522. En 21 de Septiembre apareció la primera edición completa, tres mil ejemplares, con el sencillo titulo de (El Nuevo Testamento) en alemán. Wittemberg. Ningún nombre de hombre se añadió. Desde aquel momento cualquier alemán podía comprar la Palabra de Dios por tres pesetas. El éxito de este trabajo sobrepujó todas las esperanzas. En poco tiempo se agotó completamente la primera edición, y fue preciso que la segunda apareciese ya en Diciembre. En el año 1533 existían ya cincuenta y ocho diferentes edicio­nes del Nuevo Testamento traducido por Lutero. Todos los que conocían el alemán, nobles y plebeyos, los artesanos, las mujeres, todos leían el Nuevo Testamento con el más ferviente deseo -dice un católico contemporáneo de la Reforma, Cochleus. Lo llevaban consigo a todas partes; lo aprendían de memoria; y hasta gente sin gran instrucción se atrevía, fundando en las Sagradas Escrituras su conocimiento, a disputar acerca de la fe y del Evangelio con sacerdotes y frailes, y hasta con profesores públicos y doctores en teología.

Nada más natural que los adversarios persiguiesen encarnizadamente esta nueva obra de Lutero, porque era la más importante de cuantas había escrito. Con ella emancipó la Reforma de la autoridad del hombre y de sí mismo, fundándola en los cimientos eternos de la palabra divina escrita dando a cada cristiano el poder de reconocer por sí mismo los errores de Roma, y examinar las nuevas doctrinas de la salvación por la fe. Esta pluma que tradujo los sagrados textos era seguramente aquella que vio el elector Federico en sueños, que se extendía hasta las siete colinas y bacía estremecerse la corona del Papa. El monje en su celda y el príncipe en su trono dieron gritos de ira y de cólera; los sacerdotes ignorantes temblaban al pensar que ahora cualquier hombre podía disputar con ellos sobre la doctrina de Jesús.

Hasta el rey Enrique VIII de Inglaterra presentó una acusación contra aquel libro al Elector Federico y al duque Jorge de Sajonia. Resultado de esto, Jorge mandó que todos los ejemplares del Nuevo Testamento fueran entregados a las autoridades. La Suabia, la Baviera, el Austria, todos los Estados inclinados a Roma, hacían lo mismo. En muchas partes fue quemada la Biblia en público. Roma restableció de esta manera en el siglo XVI los crímenes paganos, porque no otra cosa había hecho los antiguos emperadores romanos con la religión cristiana. Y ¿quién no sabe que hoy día continúa aún el mismo pro­cedimiento? Mas con todo esto no impidió los progresos y la propagación del Evangelio; éste reformó toda la sociedad; la cristiandad empezó a ser otra; allí donde se leía la Biblia, entre las familias, producía otras costumbres, nuevos modales, otra conversación renovaba toda la vida. Al publicar el Nuevo Testamento, la Reforma salió de los colegios y entró en los hogares del pueblo.

Una vez impreso el Nuevo Testamento, poco a poco siguieron también los libros del Antiguo, traduciéndolos Lutero, con ayuda de sus amigos Melanchton, Bugenhagen y otros. En el año 1534 fue impresa por segunda vez la Sagrada Escritura. ¡Mas cuánto trabajo y sudor les costó la obra! Lutero mismo dice: Algunas veces nos ha sucedido que durante quince días, y aun tres o cuatro semanas, hemos buscado una sola palabra, e inquirido su verdadero sentido, y tal vez no lo hemos encontrado. Como ahora está en alemán y en lengua fácil, cualquiera puede leer y entender la Biblia, y recorrer pronto con sus ojos tres o cuatro hojas, sin apercibirse de las piedras y tropiezos que antes había en el camino. Pero también respecto a la ciencia lingüística esta traducción ha dado a la nación alemana un tesoro riquísimo, que el juicio de tres siglos ha consagrado.

A su vez, Melanchton publicó los Loci communes theologici, o sea principios fundamentales de teología, y dio con esto a la Europa cristiana un sistema de doctrina, cuyo fundamento era sólido y cuya construcción asombraba. La traducción del Nuevo Testamento justificó la Reforma ante el pueblo; la obra de Melanchton, ante los sabios. El lenguaje de ésta, lejos del pedantismo escolástico, era vivo, interesante y evidente, fundándose enteramente en la Biblia. La Iglesia no había visto obra igual hacía diez siglos. Por cierto -dijo Calvino, cuando más tarde lo tradujo al francés-, la mayor sencillez es la primera ventaja para la demostración de la doctrina cristiana. Lutero admiró esta obra toda su vida; las notas sueltas que él hasta entonces había hecho sonar, aquí se concertaban, formando una armonía deliciosa, Aconsejó a todos los teólogos que leyesen el Melanchton. Muchos adversarios de la Reforma, heridos por el lenguaje violento de Lutero, fueron atraídos por lo suave y sencillo del estilo, y convencidos por lo lógico y claro de las demostraciones. Después de la Biblia no hay otro libro que tanto haya contribuido a restablecer la doctrina del Evangelio.

LA SALIDA DE LUTERO DEL CASTILLO DE WARTBURG

Pero ya es tiempo que volvamos a Lutero, prisionero en el castillo de Wartburg, el cual era para él cada día más un "castillo de espera", que es lo que significa la palabra alemana. El esperaba y velaba allí como guardia fiel de la Iglesia, según nos lo testifican sus trabajos de que he­mos hablado; pero también esperaba con todo su corazón la hora de abandonar aquella prisión voluntaria; y pronto debía llegar esta hora, aun­que la causa de ello no fue la más agradable.

Hasta ahora el movimiento de la Reforma se había concretado principalmente a la modificación de la doctrina; pero no había empezado la extirpación de los abusos y grandes errores. Mas mientras Lutero estuvo oculto, otros empezaron estos ensayos de una reforma exterior. Sus hermanos en la orden, los frailes agustinos, entre los cuales los más jóvenes eran especialmente adictos a la doctrina de Lutero, resolvieron, en una asamblea de Wittemberg, suprimir la misa privada y abrir los conventos. Lutero a quien habían preguntado antes, les dio su parecer sin reserva. Esta cuestión le había causado a él mismo poco antes muchas inquietudes y dudas. Estaba convencido de que los curas debían tener libertad para casarse, porque sólo así podían recobrar la consideración y respeto en el pueblo, evitar mil tentaciones y llegar a ser verdaderos pastores de su grey. El casamiento de los curas no suprimía los curatos, sino que los restablecía. Pero era diferente el caso de los frailes; cuando ellos se casaran, los conventos por fuerza debían desaparecer. Los curas -dijo Lutero- son instituidos por Dios y, por lo tanto, libres de preceptos humanos; mas los frailes han escogido voluntariamente su estado y, por consiguiente, no pueden librarse del yugo que se han impuesto a sí mismos. Así lucha en su conciencia la verdad con el error. Por fin rendido, se puso de rodillas, y exclamó: Señor Jesús: instrúyenos tú y libranos por tu misericordia para nuestra libertad, porque somos tu pueblo.

No le faltó la contestación a su plegaria. La misma doctrina de la justificación por la fe le abrió otra vez el paso. Mientras que este artículo -escribe él- quede en pie, nadie se hará fácilmente fraile; todo lo que no proceda de fe es pecado. (Romanos 14, 23.) Por tanto, el voto de castidad, pobreza, obediencia y cosas por el estilo, hecho sin fe, es impío y perjudicial; tales eclesiásticos no valen más que las sacerdotisas de Vesta y otras del paganismo, que hacían su voto a fin de lograr por él justicia y bienaventuranza; lo que sólo y únicamente debían atribuir a la misericordia de Dios, lo atribuyen a sus obras. No hay más que un solo estado eclesiástico que es sagrado y santifica, a saber: el cristianismo y la fe. Es notable el camino por el que Lutero llegó a este resultado; procediendo y partiendo siempre de la base y centro del cristianismo, o sea la salvación gratuita por Jesucristo sin mérito nuestro, sabe resolver todas las dificultades y problemas.

Esta lucha interior demuestra cuán lejos estaba Lutero de ser innovador, y echa por tierra los vituperios y calumnias que se le levantan en todas partes al afirmar que emprendió la Reforma con el fin de satisfacer sus apetitos o deseos de poder casarse y abandonar su convento. Al contrario, era aficionado al celibato por lo que respecta a su persona, y aun después de haber reconocido que el celibato obligatorio se opone a la Palabra de Dios, él por su parte permaneció soltero algunos años, continuó viviendo en el convento y conservó hasta el hábito de fraile. En este mismo espíritu, de una templanza desinteresada redactó la contestación a las preguntas de sus hermanos en la misma orden. Se alegraba de su reciente conocimiento cristiano, pero al mismo tiempo se apresuró a amonestarles con energía, poniendo como fundamento el principio de que la Reforma no debía empezar por abrogar las cosas exteriores, por ejemplo, la misa y las imágenes en las iglesias y otras cosas, sino que debía empezar con lo interior; con la conversión de los corazones por la predicación pura del Evangelio. Tan pronto -dijo- como la doctri­na de la justificación del pobre pecador ante Dios por gracia, y sin mérito de las obras, sea bien conocida y verdaderamente creída, las antiguas ceremonias y obras que son contra la Escritura, y con las que se piensa merecer ante Dios la Justicia, caerán por si mismas.

Asimismo Melanchton, cuando le consultaron acerca de la misa, examinó la cuestión muy detenidamente, y la respuesta que dio prueba la firme convicción que había adquirido. Como el mirar a una cruz no es en sí obra buena, sino por el recuerdo de la muerte de Cristo, así la participación en la Cena del Señor no es obra meritoria, sino que es como una señal que nos recuerda la gracia dada por Cristo. Es verdad que los símbolos inventados por hombres sólo pueden recordar lo que significan; mientras que las señales instituidas por Dios, no sólo recuerdan una cosa, sino que prueban la voluntad de Dios en el corazón. Sin embargo, así como la mirada a la cruz no justifica ni es sacrificio por pecados, tampoco la misa ni justifica ni es sacrificio; sólo hay un sacrificio, una sola satisfacción: Jesucristo mismo; fuera de él no hay justificación. En cuanto a la práctica, también aconsejaba un progreso lento y gradual para no turbar los ánimos.

Pero no pensaba así Carlostadio, del que ya hemos hablado en la controversia de Leipzig. Este no estaba exento de cierto fanatismo; y tal vez efecto de la ambición, pensaba ponerse él mismo a la cabeza de la Reforma. Entre el pueblo especialmente había ganado bastante partido, y cuando se sintió con bastante influencia, no solamente dio la Santa Cena en la Capilla del castillo de Wittemberg, en la fiesta de Navi­dad de 1521, con pan y vino, sin previa confesión y en lengua alemana, sino que promovió en la calle algunos tumultos. Con el pueblo fanatizado y con los estudiantes entró en la mencionada iglesia, destruyó las imágenes, quitó los altares e impidió a los otros sacerdotes decir misa. El carácter de Carlostadio, que no era de los más prudentes fue más excitado todavía por algunos fanáticos que vinieron a fines de 1521 de Zwickau a Wittemberg, bajo el nombre de los nuevos profetas.

El más conocido entre ellos era el que después fue el capitán de los campesinos rebeldes, Tomás Munzer. Estos hombres profetizaban, según decían, impulsados por el Espíritu Santo, acontecimientos maravillosos; desechaban el bautismo de los niños, y querían una revolución total y violenta de todas las cosas y estados. Declararon iguales a todos los hombres; anunciaron un nuevo reino de Dios y querían suprimir dc una vez escuelas, libros, ciencias, magistrados y, en fin, todo cuanto hasta entonces había existido. El tímido y manso Melanchton y su colega Amsdorf no se atrevieron a oponerse formalmente a estos hombres, pensando que tal vez Dios quería obrar alguna cosa extraordinaria por ellos. Lutero, a quien se escribió acerca de estas cosas, contestó a Melanchton inmediatamente con decisión y claridad; le reprendió por no haber escudriñado los espíritus, y no haber exigido de esta gente que probasen las supuestas relaciones superiores por señales y pruebas que pudieran considerarse como divinas. Sin embargo, quería asegurar para ellos la misma libertad que exigía para su opinión: que el elector no los ponga en prisión ni manche sus manos con su sangre. Sólo con la palabra y el poder del Espíritu quiso vencerlos. Lutero superó, como se ve, en cuanto a la tolerancia religiosa, a todos sus contemporáneos y hasta a algunos de sus colegas en la Reforma. Pero la inquietud y el tumulto crecían en Wittemberg de día en día, y era inminente el peligro de que aquellos fanáticos ganasen allí los ánimos.

El elector Federico era tan bueno, que no pudo determinarse a adoptar medidas severas. Creció el mal sin que ninguno lo impidiera. La Reforma estaba al borde del precipicio. Este enemigo era más peligroso que el mismo Papa y el emperador. Todos en Wittemberg clamaban por Lutero; los vecinos lo deseaban, los profesores querían recibir su consejo, los mismos profetas falsos apelaban a él. Apenas podemos figurarnos lo que pasó en la mente dc Lutero; jamás había sufrido tales penas. Toda la Alemania echaba la culpa a la Reforma. ¿Dónde iría a parar esto? Sólo con la oración venció estas angustias. Dios ha principiado la obra, Dios la consumará. Me prosterno -dice- ante su gracia, suplicándole que su nombre quede sobre su obra. Si algo inmundo se ha mezclado, no olvidará que yo soy pecador. Mas le fue imposible guar­dar la reserva por más tiempo.

Conoció que estos tumultos pedían su presencia personal en Witteniberg, antes que sobreviniese a la obra de la Reforma un daño irreparable, y por lo tanto, dejó el 8 de Marzo de 1522 el castillo de Wartburg, sin el conocimiento y permiso del tímido elector, porque temía que éste, que quería tener escondido algún tiempo mas a Lutero, a causa del destierro a que estaba condenado, no le consentiría la marcha. Pero Lutero sabia bien quién le protegería de todos los enemigos, y que teniendo refugio en Dios Todopoderoso, podía ir sin temor al peligro y a la tempestad. En el camino escribió al príncipe elector una carta llena de plena confianza en Dios: Por amor a Vuestra Alteza he sufrido estar encerrado por todo este año; pero ahora debo dejar aquel lugar, obligado por mi propia conciencia; porque si yo permaneciese algún tiempo más, el Evangelio sufriría y padecería, y el diablo se pondría en su lugar, aun cuando yo no cediese más que un palmo. Por lo tanto, debo marchar, aunque por nueve días no lloviese del cielo más que duques Jorges (el duque Jorge era ahora uno de sus enemigos más poderosos y terribles), y cada uno de ellos nueve veces más furioso que éste. Yo no quiero pedir la protección de Vuestra Alteza. Yo voy a Wittemberg con una protección mucho más alta que la del elector. Sí, yo creo que más bien podría yo proteger a Vuestra Alteza que Vuestra Alteza a mí. Porque el que tiene mayor confianza en Dios, será más protegido. En este asunto no debe ni puede la espada hacer cosa alguna para ayudar. Dios solo debe obrar aquí sin cuidado ni asistencia de hombres. Y porque Vues­tra Alteza una vez me ha preguntado sobre lo que debía hacer en estas cosas, pensando que Vuestra Alteza ha hecho demasiado poco, yo contesto con toda humildad: Vuestra Alteza ha hecho demasiado y no debió hacer nada. Dios quiere que se le deje hacer en estas cosas, y Vuestra Alteza debe tener esto en cuenta. Y como yo no quiero seguir los consejos de Vuestra Alteza y quedarme aquí, Vuestra Alteza queda sin responsabilidad ante Dios, y sin culpa en el caso de que me cogiesen o matasen. Y en cuanto a los hombres, Vuestra Alteza ha de ser obediente a los que Dios ha puesto sobre vos; según las leyes del reino, la majestad imperial ha de ordenar, y Vuestra Alteza no debe resistir ni oponerse, sí quieren atraparme o matarme. Porque esto sería rebelión contra Dios. Cristo no me ha enseñado a ser cristiano perjudicando a otros. Yo tengo que tratar con otra persona que con el duque Jorge; él me conoce a mí y yo le conozco también bastante. Si Vuestra Alteza tuviese suficiente fe, por cierto que vería la glo­ria de Dios. Pero como no cree nada, tampoco ha visto nada. A Dios sea gloria y alabanza y amor por toda la eternidad. Amén.

Apenas llegó Lutero a Wittemberg, predicó durante ocho días consecutivos contra los fanáticos que habían destruido las imágenes y querían en sus cerebros exaltados renovar el mundo. La gente se apiñaba para escuchar su palabra. Su lenguaje era sencillo, suave y poderoso; se conducía como un padre que a su vuelta pregun­ta a los niños por su conducta; reconoció con gusto sus progresos en la fe, y continuó: Mas no sólo la fe hace falta, sino también el amor. Si uno lleva una espada, debe manejarla de tal modo que no haga daño a sus compañeros. Ved cómo trata la madre a su niño; primero le da leche, luego papilla. Si enseguida le diera car­ne, vino y comida fuerte, no le haría provecho; portémonos así nosotros con el hermano flaco. Decís que la Biblia os enseña a suprimir la misa yo digo lo mismo; mas, ¿dónde está el orden? Lo habéis hecho alborotada y desordenadamen­te para escándalo del prójimo, mientras que antes debíais haber orado y consultado con los superiores; entonces se podía ver que era obra de Dios. Primero debemos ganar el corazón de los hombres, esto se logra predicando el Evangelio; la semilla cae en el corazón y obra allí. Así se convence el hombre, y deja la misa. Mañana viene otro, y pasa lo mismo; así Dios con su Palabra obra más que yo y vosotros y todos juntos con la fuerza. Pablo, cuando entró en Atenas, vio muchos altares e ídolos; mas no tocó ni destrozó ninguno, sino que se puso en la plaza, predicó el Evangelio y probó que aquellas cosas eran supersticiones. Cuando la Pala­bra ganó sus corazones, los ídolos cayeron por sí mismos.

Así habló Lutero el domingo; también predicó el martes; el miércoles volvió a resonar su poderosa voz, el jueves, viernes, sábado y domingo, habló de los ayunos, de la Santa Cena, la restitución del cáliz, la derogación de la confesión, ora con tierno cariño, ora con santa gravedad. Atacó vivamente a los que con ligereza participaban de la Santa Cena. La participación exterior no vale nada; sólo la interior espiritual que se verifica mediante la fe, es a saber, cuando creamos firmemente que Cristo, Hijo de Dios, está en nuestro lugar y toma todas nuestras maldades sobre sí. Es la satisfacción eterna por nuestro pecado y la reconciliación con Dios el Padre; este pan es consuelo de los afligidos, medicina de los enfermos, vida de moribundos, comida de hambrientos, rico tesoro de pobres.

Los sermones de Lutero son modelos de elocuencia religiosa y popular. Más fácil es fanatizar y turbar la gente que apaciguar la fanatizada. Pero Lutero logró esto último. En sus sermones no pronunció palabra injuriosa contra los autores de los tumultos; cuanto más se atemperó a este modo de proceder, tanta más eficacia tenia la verdad. Ni aún en Worms se había mostrado más grande. El que no temía el cadalso, podía amonestar que se sujetasen a la autoridad; el que despreciaba toda persecución humana podía exigir la obediencia hacia Dios. Así era que sus discursos, llenos de claridad, de poder y de mansedumbre, ayudados por la impresión poderosísima de su personalidad, tuvieron el éxito más completo. Los ánimos se calmaron, las ideas confusas se aclararon, y pronto echó fuera de las puertas de Wittemberg a todos aquellos fanáticos con la influencia de su predicación.

Así se salvó la Reforma. Una vez para siempre había demostrado la inmensa diferencia que existe entre reforma y revolución; entre la liber­tad cristiana sujeta a la Palabra de Dios, y el fanatismo que traspasa los límites para sujetarlo todo a su albedrío. Para todos los tiempos dio el ejemplo de cómo la verdad tiene que luchar contra el error, y vencerle por su propio poder, por la libre convicción.

Terminada esta crisis, la Reforma pudo des­envolverse con más tranquilidad exterior de lo que pudo esperarse en un principio. Los edictos de Worms llegaron a ser ejecutados sólo en una pequeña parte de Alemania. El Papa León X, que había excomulgado a Lutero, murió. El emperador Carlos V tuvo que volver a España por rebeliones que en ésta habían estallado. Además, penetraron los turcos en Hungría y el representante de Carlos, su hermano Fernando, trató de ganarse la buena voluntad de los Estados alemanes para que le ayudasen contra ellos, dejándoles más libertad en la cuestión religiosa, y muchísimos aprovecharon esta ocasión para introducir la Reforma en sus dominios. De este modo, la Reforma, que hasta la Dieta de Worms fue obra personal, por decirlo así, de Lutero, tomó desde entonces carácter público y fue representada por los Estados mismos. Esto era lo que Lutero deseaba, aunque no pareciese favorable para su propia autoridad y gloria, porque tenía por lema aquella palabra célebre de Juan Bautista: El debe crecer y yo menguar.

 

 
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